jueves, 24 de mayo de 2018

Ramoncete y la Gorda.- Jorge Ferrer Vidal (1926-2001)


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Segunda parte: ... y la Gorda
2 de octubre

«Estos días de otoño, antes de comenzar el colegio, me parecen hermosos. Mamá está convencida de que soy una bruta y papá también, y los hermanos, y tanto ellos como los compañeros de colegio, me llaman la Gorda, pero aquí puedo escribir con toda franqueza y decir: primero, que siento un gran amor por la naturaleza, que en los atardeceres de otoño y de primavera me encanta apoyarme de codos en el alféizar de la ventana de mi dormitorio y contemplar las puestas de sol, que se enrojecen como un enfermo con escarlatina (la he tenido, sé lo que es), y fijar los ojos en las nubes que se van haciendo y deshaciendo, o ver las copas doradas o verdes de los árboles, oscilando a la brisa y oír los lejanos ladridos de los perros... En mi ventana tengo macetas con geranios y albahacas y yo creo que en los otoños se ponen más rojos y verdes que nunca. También me gusta tocar los pétalos de esas flores porque son muy finos, como terciopelo; segundo, que aunque me llamen la Gorda, no lo soy. Me tengo por ágil y fuerte y lo poco que me sobra en peso lo compenso en altura, porque mido ya un metro sesenta y dos, o sea, que soy de los más altos de la clase, incluidos chicos. Me llaman Gorda porque al nacer pesé cinco kilos y seiscientos gramos, pero eso no es culpa mía, sino más bien de mamá, que siempre que se queda embarazada se pone como un tonel, sobre todo en el de los gemelos, una tripa inmensa acabada en punta, y también culpa de papá porque le incitaba a comer, él decía que en broma, para ver si batía el récord en peso de retoños, porque ninguno de los hermanos, mellizos incluidos, pesó al nacer menos de cinco kilos, doscientos gramos. A partir del nacimiento de Francisco y Evaristo, que se disputaron eso de nacer como si se tratase de un sprint en la Vuelta a Francia -en dos minutos, los dos fuera-, papá me concedió el título de la Gorda, lo cual me alivió por mamá, porque hacía suponer que ya no vendrían más hermanos. Papá hizo entonces la idiotez de gastarse cuatro mil calas para que le tradujeran al inglés una carta dirigida a la fundación creada por un cervecero de Dublín (Irlanda) llamado Guinnes o Guidness, qué más da, para que anotaran mi nombre en su famoso libro de récords y le contestaron que muy buenas, que el récord lo tenía -¿cómo no?- un norteamericano que al nacer pesó ocho kilos y setecientos cincuenta y seis gramos.
 Con esto ya he explicado a mi padre. Jo, papá es un forofo de los deportes, se aturde de fútbol, vía TVE, y en los veranos se pasa las sobremesas angustiado, esperando a que aparezcan las llegadas en directo de las etapas de las vueltas ciclistas a España, a Francia y a Italia y este año hasta en septiembre nos dio la tabarra con la Volta a Catalunya (dicen que ahora se escribe así, pues bueno...). Papá se indignó cuando el jurado de la carrera dio el triunfo a Sean Kelly sobre el español Pedro Muñoz, a pesar de haber quedados empatados exactamente en tiempo. Esto a papá le llegó al alma, se nos puso, el pobre, histérico, y comenzó a gritar que si éramos una partida de estúpidos quijotes y que si los irlandeses se habían quedado tan frescos al rechazar mi marca de bebé peso máximo. Se descompuso tanto que mandé a Alfredo a la casa de socorro para que trajese un médico y entonces me di cuenta de que algún resentimiento había entre papá y mamá, porque mientras yo y los hermanos procurábamos calmar a padre y le pedíamos, casi llorando, asustados, que se sentase en un sillón, mamá observaba la escena con gesto cansado, apoyada en el quicio de la puerta que da al pasillo. Yo se lo dije a mamá el día siguiente:
 -Mamá, estuviste muy mal ayer. Papá tuvo un ataque de nervios, lo dijo el médico.
 Y mamá sonrió:
 -Yo a tu padre, Gorda, le conozco como si le hubiese parido.
 Uno más, otro hijo de Ogino.

3 de octubre
Sí, me quedo extasiada en los atardeceres; son sensacionales, parecen hogueras que suben cielo arriba y van incendiando, una por una, las nubes que encuentran a su paso. (A lo mejor, a don Fermín, el de Lengua, le gustaba este párrafo. Pero nunca se lo enseñaré. Ni a él ni a nadie. La incompatibilidad entre los padres me induce a disimular estas cosas que siento aquí en la entraña, en mitad mismo de la barriga, y para lograrlo nada mejor que representar mi papel de tía gorda, basta y adocenada.) Hace unos minutos he vuelto a apoyarme de codos en la ventana de mi cuarto y se me ha antojado que el barrio, con el atardecer, se va elevando hacia el cielo y que la fachada de mi casa y las de los otros bloques aparecen iluminadas con un color carmín desvaído. Cuando miro el atardecer, no sé por qué, pienso siempre en cosas tristes, en la incompatibilidad, en la monserga de tener que volver al colegio, en los compañeros como Fidel, que te miran por encima del hombro por ser chica, y te maltratan como si una fuese una piltrafa en manos de aquel señor que papá llama Carrasco, que fue campeón del mundo de boxeo, y es ahora el marido de Rocío Jurado. (Me alegro de que haya salido este campeón y su mujer, porque yo soy gorda en el sentido que lo pueda ser esa señora, que no lo es, y sí alta y fuerte). Las tías y los tíos de mi clase son unos bestias y de salvar a alguno me quedaría con el tontorrón de Ramoncete, que se trae unos despistes que no se lame -claro, hijo único, no sabe cómo pinta la vida-, y con la pobre Pilarín, la de la polio, que es lista como el hambre, una lagarta de mucho, mucho cuidado, que donde pone el ojo, mete la bala, y el ojo nunca lo colocará sobre alguien que no esté bien colocado (qué desastre de párrafo, pero refleja bien lo que es Pilarín, con su naricita respingona, con su mirada llena de resignación, con sus encogimientos angelicales de hombros, como diciendo, ¿qué le vamos a hacer, la vida es como es y a mí me ha tocado bailar con la más fea, qué voy a decirte, hija?). De todos modos quiero a Pilarín, comprendo que eso de levantarte de la cama, y en lugar de una zapatilla, tener que ponerte en una pierna una estructura metálica, como esas que utilizan para reparar fachadas, ha de ser un martirio. El año pasado, aún me acuerdo, cuando a Fidel -mal punto-, le dio por intentar besarnos a todas por sorpresa y lo logró, claro, aunque después salíamos todas tras de él y le alcanzamos y le tumbamos en el suelo del patio y estuvimos a punto de lincharlo, Pilarín, después de recibir su beso ni levantó una mano -puede moverlas-, se quedó inmóvil, encogiéndose de hombros, como diciendo, ¿qué puede hacer una pobre paralítica para defenderse? ¡Lagartona...!»
 
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Anaya. ISBN: 84-7525-400-4.]

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