lunes, 28 de mayo de 2018

Los complejos y el inconsciente.- Carl Gustav Jung (1875-1961)


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Libro primero. Exposición
2.-Reconquista de la conciencia

«En el dominio psicológico siempre he sentido una extremada dificultad en comunicar a mi auditorio cosas asequibles al gran público. Ya tropezaba con esta dificultad cuando, siendo un joven médico, me encontraba en el asilo de alienados. En efecto, todo psiquiatra descubre, con asombro, que su opinión sobre la salud mental y sus trastornos no es tenida por competente y que la gente común pretende saber mucho más que él sobre esta materia. El enfermo, le dicen, todavía no se sube por las paredes, sabe dónde se encuentra, reconoce a sus parientes, ni siquiera ha olvidado su nombre; no está, pues, seriamente afectado, sino sólo un poco triste o un poco exaltado, y la idea del psiquiatra de que su enfermo padece tal o cual enfermedad no es más que un profundo error.
 Esta frecuente constatación se ha extendido ya al dominio psicológico. Aquí las cosas son todavía mucho peor, pues todo el mundo pretende con gran seguridad que la psicología es precisamente lo que él conoce mejor. "Psicología" es siempre, para el que acaba de llegar, su psicología (que él es el único en conocer), cualquiera que sea la psicología a secas existente. Por instinto, todo hombre supone que su constitución psíquica, por personal que sea, pertenece a la "condición humana" y que cada uno, dentro del conjunto, es semejante a los demás, es decir, a él mismo. El hombre espera esta semejanza de su mujer; la mujer, del hombre; los padres, de los hijos; los hijos, de los padres, etc. Es como si cada uno mantuviera con su mundo interior las relaciones más inmediatas, íntimas y pertinentes, y como si el alma personal representara al alma de toda la humanidad, de suerte que no hubiera obstáculo en conferir, por generalización, un valor universal a lo que se encuentra en sí mismo. El sujeto es presa de un asombro sin límites, se siente entristecido, asustado e incluso exasperado cada vez que esta regla no se confirma manifiestamente, es decir, cada vez que descubre que otro ser es realmente otro. Las diversidades psíquicas no despiertan por lo general el interés que se concede a simples curiosidades más o menos atractivas; se las siente más bien como penosas y casi insoportables o incluso como intolerables, falsas y condenables. Un comportamiento que difiere de una manera manifiesta de la norma general y admitida produce el efecto de una perturbación introducida en el orden del mundo, es como un error que debe ser reparado lo antes posible, como una falta que es un deber denunciar y reprimir. Hay, incluso, como es sabido, importantes tareas psicológicas cuyo principio supone la similitud en todo lugar y en todo tiempo del alma; hay motivos, pues, para explicarla -cualesquiera que sean las circunstancias- desde un solo punto de vista. La monotonía aplastante, postulada por semejantes teorías, está contradicha por la diversidad individual, que en el dominio psíquico llega a lo infinito. No obstante, prescindiendo de estas variaciones individuales, una de las teorías a las que aludo explica principalmente la fenomenología psíquica por la biología del instinto sexual (Freud), mientras que otra (Adler) se basa en la no menos conocida voluntad de poder. Esta contradicción conduce a ambas teorías a encerrarse en su principio inicial y a pretender que fuera de ella no hay salvación. Cada una de ellas niega el fundamento de la otra, y uno se pregunta en vano, a primera vista, cuál de las dos es la verdadera. Por mucho que los sostenedores de los dos partidos se esfuercen recíprocamente por ignorarse, su actitud no basta para eliminar la contradicción. La clave del enigma es, sin embargo, de una simplicidad desconcertante: cada una de estas dos teorías tiene razón en su sentido, al describir una psicología conforme a la de sus partidarios. Es, libremente ilustrada, la célebre frase del Fausto: "Te pareces al espíritu que concibes".
 Pero volvamos a ese prejuicio, por así decirlo, inexpugnable del sentido común, de que todo en los demás es igual que en uno mismo. Aunque, en general, se concede sin dificultad la diversidad de las almas humanas, no por ello se olvida perpetuamente en la práctica que "el otro" es, en realidad, otro ser, cuyos sentimientos, pensamientos, percepciones y deseos son diferentes de los nuestros. Hay incluso teorías científicas, como hemos visto, que llegan hasta suponer que a todos nos aprieta el zapato en el mismo sitio. Junto a estas querellas intestinas entre concepciones psicológicas (divertidas, en último término), hay numerosos postulados de igualdad, plenos de consecuencias sociales y políticas que olvidan, con gran ligereza, la existencia de las almas individuales.
 En lugar de irritarme en vano ante semejante estrechez de puntos de vista, me he extrañado de su existencia y me he dedicado a buscar los motivos a los que se puede achacar. Esta manera de considerar el problema me ha conducido a estudiar la psicología de los pueblos primitivos. En efecto, desde hacía mucho tiempo me sorprendió ver que lo que inclina las más de las veces al hombre hacia el prejuicio de igualdad de estructura psicológica y de identidad es, en parte, cierta ingenuidad. En la humanidad primitiva este prejuicio se extiende, en efecto, no sólo a todos los hombres, son también a las cosas de la naturaleza, a los animales, a las plantas, a los ríos, a las montañas, etc. Todo posee algo de psicología humana, hasta los árboles y las piedras, que están dotados de palabra. Y al igual que entre los humanos hay algunos que se apartan manifiestamente de la norma común y que pasarán por ser magos, hechiceros, jefes de clanes o medicine-men, así también entre los animales habrá coyotes-médicos, pájaros-médicos, lobos-hechiceros, etc. títulos honoríficos que sólo se confieren a un animal si se comporta de forma inusitada, contraviniendo el prejuicio tácito de la igualdad. Este prejuicio es manifiestamente una supervivencia poderosa de un estado de espíritu primitivo que se basa, en el fondo, en una diferenciación insuficiente de la conciencia individual. La conciencia individual o conciencia del yo es una conquista tardía de la evolución. Su forma original es una simple conciencia de grupo, todavía tan rudimentaria en ciertas tribus contemporáneas que ni siquiera se dan un nombre propio que las distinga de las poblaciones vecinas. Así he encontrado en África oriental una pequeña tribu que se llamaba a sí misma "la gente que está aquí". Esta primitiva conciencia del grupo se perpetúa en la conciencia familiar moderna; es frecuente encontrar familias en las que sería difícil caracterizar a sus miembros de otra forma que mediante su apellido, lo que, por otra parte, no parece afectar mucho a los interesados.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, en traducción de Jesús López Pacheco. ISBN: 84-206-3935-4.]

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