Una taberna
«Todo el día pedaleamos.
Y al final de la jornada advertimos que andaban ya a acostarse las últimas torcaces de la arboleda; se habían descolgado hasta el crepúsculo murciélagos torpes; y empezaba a crujir el canto de los alacranes en la noche que se anunciaba, cuando dimos vista al caserío de Mahide.
Paramos en la fuente; estábamos cansados; íbamos a beber. Pero nos llegó a tiempo el consejo de un anciano sentado al sereno bajo el emparrado de la puerta de la casa.
-Algo mejor tendrán en la cantina; digo yo...
Le sobraba razón y le obedecimos.
La cantina es oscura. La cantina es pequeña. La cantina es vieja. La cantina es oscura, pequeña y vieja.
Hay una bombilla pobre que da para que los recién entrados vislumbren un mostrador de tablas y vasares de madera. Está vacío. Un tronco antiguo apenas desbastado circunda las paredes y están sentados en él algunos hombres. Beben cerveza y vino.
Hay, colgado en el techo de tablas, algo de todo: escobas, calderos, hoces, bacaladas, alpargatas de esparto, cántaros de Moveros, cacharros de Jamuz, botijos de Portillo, embutidos, guadañas, azuelas, cuerdas, ristras de pimientos, velas, ajos...
Y hay alguien que está hablando cuando entramos, pero que se calla.
Los viajeros han saludado. Han preguntado si se pueden sentar en la mesa.
-¡Qué hacer!
Han pedido si tienen vino; si tienen pan; si tienen chorizo, jamón, queso y unas latas.
-Ama, ¡sácales algo a estos señores!
La cantinera es amable y no es vieja, pero tiene la cara trabajada; de la vida, y posiblemente, de alguna enfermedad. Ha puesto platos de loza limpísimos y servilletas impecables. Y nos ha deseado que aproveche.
-Ese jamón es canela -oímos que comenta un parroquiano rompiendo la expectación y el silencio cuando hemos empezado nosotros a romper el hambre y hemos ofrecido si gustan a los presentes.
-Ese jamón antes no se comía más que el día que se abrazan los curas -prosigue el informante. (Es decir, el día 8 de septiembre en Mahíde, el primer domingo de octubre en Pobladura y el segundo en La Torre, que era cuando se juntaban los tres pueblos en procesión y se abrazaban los clérigos al encontrarse las comitivas que encabezaban).
Los viajeros han requerido mayor información sobre dicha costumbre. Han preguntado por otras. Han explicado el cómo y el porqué de su venir allí. Han oído algo que si se dice de la historia del pueblo. Han querido saber que cuántos quedan; que qué tal este año la cosecha. Han ido saludando a algún vecino más que ha entrado. Han contestado a preguntas sobre sus quehaceres respectivos en las tierras de procedencia. Han respondido que no, que no conocen al hijo del Julián que está de maestro en Zamora. Y han dado cuenta a satisfacción de todo lo servido y de unas lonchas más de jamón y de queso que les ha repuesto el ama mientras hablaban.
Han pedido más vino y cacahuetes, ahora para todos. Y están oyendo que continúa diciéndoles:
-Pues yo tengo ochenta y dos años. Y aunque no se lo vayan a creer, tengo que decirles que soy nieto de un señor cura.
-¡Que san Genaro el de León le conserve el humor, abuelo!
-Ya pueden creerle ustedes, que no les miente, no -tercia el tabernero.
-Cuando estábamos en el frente -continúa el autobiografiado- allá por la parte de Gandesa, de noche los rojos nos gritaban con un altoparlante: ¡facciosos, hijos de cura!
Así que una noche ya cogí yo y salté: ¡pues es verdad! ¿Y qué pasa? No hijo, nieto es lo que soy yo de un señor cura.
Porque es el caso que mi reverendo abuelo tenía, como entonces solía ser, ama y mandadera. El ama para el servicio en general dentro de la casa y la mandadera para los recados y avisos mayormente.
La picó la rana al ama, como suele decirse. Y lo cual que, como nunca salía de casa, nadie lo supo.
Cuando le parió un curilla, el señor presbítero -¡a las claras, vaya, mi abuelo!- lo dispuso todo y una noche, en la mula de andar a parroquias, salió a llevar madre y criatura al Hospital de Echadizos en Benavente.
Allí lo inscribió así en el libro de registro, tal como de mozo lo vide yo: "Frutos de las Delicias". Mi padre. Yo soy Raimundo de las Delicias Fernández.
-¡Vaya pájaro!
-¿Quién, yo? ¡De las derechas, siempre!
-Que no, Raimundo, tranquilo; que lo dicen por el cura -promedió un convecino.
Pero ya no estuvo tranquilo más Raimundo. No volvió a hablar. Y al poco rato, mientras la charla proseguía, se levantó, se ajustó la boina, cogió la cachava y salió, diciendo secamente buenas noches.
Hemos de confesar, llegados a este punto, que aquello nos contrarió sinceramente. Le habíamos asignado al señor Raimundo su papel en la narración que seguirá. Pero, como es bien sabido, los personajes que crea, a veces, se le van de la mano al creador. Posiblemente no deberíamos haber introducido nunca en este relato la frase que fue interpretada como una alusión y que removió sin duda los recuerdos, los demonios y los temores viejos en el alma del abuelo que habíamos inventado. Pero, una vez escrita, ya fue incontrolable su reacción. Así pues, habremos de continuar ahora la escena que iniciamos poniendo las informaciones, los comentarios, los dichos y los hechos da igual en qué labios de un colectivo anónimo.
-La guerra, a lo que se ve, debió de ser muy dura por aquí.
-Sí, hubo lo suyo, sí. A los hombres se los llevaron al frente; eso fue cosa del cura de Valdeurces. Otros se echaron a la raya, como El Tremendo.
-El cura fue caporal de la Falange por esta parte. Llevaba la recluta, mayormente y el paso de munición desde Portugal. Iba con mulas por las truchas que tienen los del contrabando. Siempre llevaba dos pistolas cargadas debajo de la sotana y hasta cuando celebraba las dejaba a mano encima del altar. Una vez echó a tiros del pueblo al señor obispo porque vino a decirle que no veía bien que le hicieran comandante en Salamanca.
-¿Y El Tremendo?
-El Tremendo era distinto. El Tremendo era una buena persona. Le decían así porque, por el sueldo de un día, cuando lo del ferrocarril, removía de los terraplenes las piedras que no podían arrastrar las parejas de bueyes.
-Levantaba de tierra dos sacos de 100 kilos, uno con cada brazo, por apuesta para comer. Eso lo vi yo de chico en el mercado de Nuez.
-Dijeron que se metió a la raya porque...
-La raya se refiere a Portugal, ¿no?
-Sí, en el monte frontero de allí enfrente del pueblo... Porque no sé si dicen que mató a tiros a alguna mujer que no le quería; y le andaba buscando la justicia. Pero él ni mataba ni hacía mal a nadie, sólo para comer y muchas barrabasadas que les hacía a los guardias del contrabando. Al final se le juntaron otros y se oyó decir que si le había entregado por dinero alguno de los suyos cuando estaba durmiendo, igual que cuentan del caudillo aquel pastor de por aquí cuando vinieron los romanos. Y es que ya se sabe que el que tiene un amigo tiene una moneda falsa. El secreto es uno.
-De todas maneras, ¡qué malas son las guerras! ¡Tenían que acabar con todas y no dejar ni una en la humanidad, mecagüen el último tornillo que sostiene en su sitio al firmamento! -sentenció alguien desde el fondo de la penumbra.
Cuando dejamos la cantina era ya noche cerrada. Llegaba hasta nosotros desde el silencio el cantar de la fuente cayendo en el pilón. Y más distante, el murmullo alborotado de las ranas en el río. Cantaba el autillo en la olmeda y se oía que daban las horas en el reloj de la torre de algún pueblo en torno.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Prames, 1999. ISBN: 84-95116-13-8.]
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