VII
«Y entonces llegaron el fuego y la muerte. Enloquecieron los hombres y saltó por los aires el jinete sobre el caballo rojo, teñida de sangre la espada, manaron sangre los ríos, se empapó de sangre la tierra, el mar sólo fue una mancha de sangre viscosa y maloliente y lloró sangre la luna y el cielo se hizo negro y rojo de espanto y de sangre... Entonces llegó la Guerra.
Durante años se había hablado de ella. En los salones, los hombres hacían corrillos cuchicheando de cosas graves -amenazas y pruebas, abusos y debilidades-, y pronunciando con énfasis palabras grandes: Patria, Revancha, Comercio, Intereses, Tratados, Ententes... Las damas, entretanto, se estremecían de excitación, imaginando peligros inciertos, que ellas afrontarían con valentía, soledades que se convertirían en rápidas e inolvidables aventuras, perpetuos desfiles de hombres victoriosos, que regresarían a casa embellecidos por el riesgo y la dureza, ansiosos de placer y disfrute, y a los que ellas recibirían como a héroes, deslumbradas, rendidas a sus pies, dispuestas a todas las ternuras y los excesos...
Aquel 28 de junio de 1914, cuando se supo que el heredero del Imperio de Austria-Hungría había muerto en Sarajevo, a manos de terroristas serbios, muchos se lanzaron a las calles, presintiendo que ésa sería la mecha definitiva que encendería el inmenso fuego y clamaban a gritos el fin de Alemania y de su cómplice austríaco, enredando las manos en tripas imaginarias de futuros enemigos, que morderían el polvo de Europa y se arrastrarían pidiendo clemencia ante Francia, Gran Bretaña y Rusia, liberadoras de yugos de déspotas, de invasores de tierras forasteras, de metomentodos en asuntos ajenos...
En París avanzaba el calor, y nadie parecía decidirse a iniciar las vacaciones. Incluso los que ya habían partido regresaron de pronto de las costas, ansiosos de noticias y sucesos. Los corros de los salones se hicieron más densos y en ellos se susurraba ahora, para luego alzar las voces de pronto, en súbitos arrebatos de furor, y volver a murmurar secretos de estado, movimientos estratégicos de los ejércitos, precavidas o arriesgadas operaciones financieras... Entre las señoras cundió la palidez, y hasta pareció que se hubiesen puesto de acuerdo para adelantarse a la imprescindible sobriedad de los tiempos venideros, simplificando las ropas, menos brillantes y adornadas, y los sombreros, que menguaron de pronto de tamaño, y el ornato de las joyas, que desaparecieron en cajas fuertes y oscuros e inalcanzables refugios, en previsión de saqueos y atrocidades.
A mediados de julio, cuando la guerra parecía ya inevitable, Mariana recibió una nota de su marido -a punto de partir hacia algún lugar de la frontera con Alemania-, invitándola a encontrarse en las Acacias, para despedirse. Hacía tiempo que no se veían a solas y aquel encuentro le producía tal inquietud, que pensó pedirle a Felicia que la acompañase. Pero después empezó a pensar que un hombre que desea decir adiós a su esposa, antes de marchar a una guerra segura, donde quizá le espera la muerte, ansía tal vez dar prueba del cariño que nunca mostró, pedir perdón por las humillaciones del pasado, admitir los errores, planear un futuro para el regreso, juntos y queriéndose... Se sintió nerviosa y llena de esperanza, como una jovencita que acude al encuentro donde tal vez le sea prometido amor eterno, perenne matrimonio, y trató de estar hermosa para él, de arreglarse con el cuidado de otro tiempo: se puso uno de los vestidos que Marcel habría elegido en el pasado, cuando decidía y opinaba sobre cada uno de sus gestos, ropa sobria y cerrada. -"Me repugnan esas mujeres que creen exhibir como bellezas lo que no es más que necesidad, órganos imprescindibles para su función maternal", solía decir, mostrando su desprecio por los escotes-, y se hizo un moño bajo y tirante, pues así le gustaba a él que se recogiera el cabello. Y se fue a las Acacias a media tarde, sola, temblándole las piernas como a un cervatillo recién nacido... Pero Marcel se limitó a saludarla sin sonrisas, sin hacer ningún comentario sobre su aspecto:
-¿Qué tal estás?
-Muy bien, gracias. ¿Y tú?
-Bien, bien...
El aire de la guerra parecía favorecer a su marido. A pesar de la gravedad del rostro, se le había puesto en la mirada un brillo de excitación y Mariana lo vio más joven, como aureolado por la perspectiva de las futuras batallas, del sonido cercano de los fusiles y las bombas, de la lucha de los pies contra el barro y las rocas, del sudor de los caballos y los hombres, y los gritos de fuerza y victoria, y los aullidos del enemigo, y las columnas de humo, y el ondear de las banderas en el territorio conquistado, sobre los muertos ajenos, de todo aquel heroísmo y esfuerzo y honor con el que había soñado durante años, mientras hablaba de recuperar las tierras robadas por el zorro en la última guerra, tan lejana que ya nadie recordaba el dolor y los muertos, sólo la humillación de la derrota, la imagen del rey prusiano convirtiéndose en emperador de los alemanes allí, en su propio país abatido, el gesto de triunfo con el que había establecido las fronteras que ahora estallarían en mil pedazos, borrando de la superficie de la tierra aquel gran poder impío y ladrón.
-Dentro de algunas semanas estaremos en guerra. Es seguro. Sólo esperamos el movimiento de Austria para lanzarnos contra ellos y despedazarlos.
La voz sonaba como un clarín victorioso, como un redoble enérgico de tambor y la boca se estiraba hacia un lado, en aquel amago de sonrisa que tanto le había gustado siempre a Mariana, quien no supo si su grito fue de deseo o de angustia.
-¡Dios mío...! ¡Qué terrible...!
Marcel seguía hablando, excitado, condecorado ya en su imaginación con cien medallas que llevaría sobre el pecho igual que cien soles que iluminando la patria, perdida sin él.
-Será una guerra corta. Sólo unas semanas, quizá algunos meses y habremos aplastado al dragón. La próxima Navidad va a ser inolvidable en la historia de Francia...
Y siguió hablando de batallas, estrategias, armamentos, aliados, políticas, frentes... Mariana se sentía empequeñecer, notaba cómo se le encogía el estómago y se le apretaba algo en el cráneo, la vieja diadema de hierro retorciendo sus huesos. ¿Era de eso de lo que quería hablarle, de la guerra, del triunfo...? Creyó que no iba a ser capaz de soportar el dolor de cabeza. Las ojeras azules se le oscurecieron. ni una palabra sobre ellos, ni un gesto de afecto, ni una leve muestra de arrepentimiento... Una vez más, había esperado en vano.
Marcel miró de pronto el reloj.
-Debo irme. Me esperan en el Ministerio.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Planeta. ISBN: 84-08-03550-9.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: