12.- Un hombre corriente
«-¿Está en su punto de azúcar y de leche, señor? -preguntó Kumar, mirando con inquietud a Sripathi.
Hacía el té de la misma manera desde que Sripathi lo conocía, pero necesitaba que los demás corroborasen la calidad del resultado obtenido. Era un artista, un artista en la preparación del té y, como todos los artistas, tenía un amor propio susceptible y frágil.
-Está perfecto -contestó Sripathi, apoyándose en el respaldo de la silla y notando cómo los músculos se le aflojaban uno a uno-. ¿Y qué es de tu vida últimamente, Kumar?
-Mi mujer se ha ido a casa de su madre -dijo el recadero, entre tímido y coqueto.
-¡Embarazada otra vez! Estás hecho un sátiro, Kumar. ¿Cuántos hijos tienes ya?
-Ocho, señor, y dos nietos -dijo el hombre, cuya cara angulosa y enjuta se hendió en una amplia sonrisa que descubrió unos dientes caballunos manchados de paan y de tabaco-. Mi hijo mayor es maestro, muy listo. Está enfadado conmigo porque he dejado preñada a su madre. Dice que a su edad no es bueno. Pero lo que pasa es que le da vergüenza.
Renuka Naidu asomó una cabecita aureolada de cabello peinado a la moda y reluciente de alheña por la abertura del tabique de separación, y dijo:
-Su hijo tiene razón, Kumar. Es peligroso que su mujer tenga un hijo a su edad. Porque, de hecho, ¿cuántos años tiene?
Kumar se removió en el suelo, violento, y se dio un palmetazo en la rodilla con el trapo que llevaba.
-No sé cuántos años tiene mi parienta, señorita -dijo entre dientes, mirándose sonriente la rodilla y dándole un par de palmetazos más-. Cuarenta y cinco, cincuenta quizá.
-¡Ay, Dios mío! -exclamó Renuka. ¿No ve que hubiera tenido que ser más prudente, Kumar? ¡Qué insensatos son ustedes algunas veces! ¿Tú qué opinas, Sripathi?
Sripathi se encogió de hombros. No le gustaba nada verse envuelto en discusiones como aquella. La vida de Kamur era de él, para que la viviese como quisiera; ¿por qué aguarle la fiesta con un sermón? Además, su propia madre había permitido que su padre la dejase embarazada a una edad tardía. Y recordó que, muchos años atrás, rabioso y avergonzado, había emprendido un mezquino combate contra la amante de su padre, dejando boñigas de vaca a la puerta de su casa, haciendo novillos en el colegio para seguirla y espiarla por la calle, robando cosas que ella había dejado en la veranda o en el jardín...
-La verdad es que no es de mi incumbencia -dijo por fin.
Nada era ya de mi incumbencia, pensó. Nada.
-¿No es de tu incumbencia? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso no te importa que la pobre mujer viva o muera?
Tenía el mismo celo reformador que Arun, las mismas ganas de enmendarle la plana al mundo, de salir al encuentro de las masas y hacer que tomasen conciencia de sus derechos y sus deberes.
-Bueno, supongo que se me podría considerar neutral como lo es este país. No me gusta tomar partido ni entrar en disputas -dijo Sripathi.
-Eres un cobarde, Sripathi Rao -dijo Renuka, riendo-. No te gusta comprometerte porque tienes miedo de lo que pudieras descubrir sobre ti mismo y sobre los demás si lo hicieras.
Y se alejó pasillo abajo, deteniéndose en varios cubículos para saludar a sus ocupantes. Sripathi y Kumar miraron su ondulante trasero durante unos momentos y luego intercambiaron miradas culpables.
-¡Menuda mujer! -exclamó Kumar-. En estos tiempos son las chicas las que mandan, ¿verdad, señor?
-Pero tienen razón, ¿sabes? -dijo Sripathi, severamente, pensando que el recadero quizá se había propasado al hacer un comentario sobre una empleada de categoría superior-. ¡Eres un insensato!
-Qué se le va a hacer, señor -dijo Kumar, riéndose impenitente-. Mi Shanti es tan guapa... Y aquel día se había puesto un sari rosa. Parecía una novia y me perdí.
Una punzada de nostálgica envidia recorrió como una flecha a Sripathi. "¿Cómo es que yo ya no veo belleza ninguna en Nirmala? -pensó-. ¿Cuánto hace que no me doy ni cuenta de lo que lleva puesto? Es la persona que conozco mejor en el mundo y a veces no recuerdo ni qué aspecto tiene. ¿Cuándo le compré por última vez un ramo de flores o su revista predilecta?" De recién casados, las flores habían formado parte del ritual amoroso diario. Sripathi se acordó del cuidado que ponía en escoger los capullos más grosezuelos del cesto de la florista, así como una ramita de chamrani fresco para subrayar el aroma del jazmín. La florista solía burlarse bienhumoradamente de él por pasarse tanto rato en una tarea tan simple.
"¡Ajajá, son para alguien muy particular!", decía riendo, inclinándose hacia él para hacerle una mamola, aunque no era mucho mayor que él. Aún vendía flores en la misma calle, sólo que ésta se había convertido en una arteria de mucho tráfico y el negocio de la mujer en una cadena de pequeñas tiendas, unas casetas de maderas sobre pilotes en las que se vendían enormes coronas de rosas, caléndulas, nardos y lirios -coronas gruesas, multicolores y atravesadas de alambre- para entierros y bodas, o para mitines políticos donde eran colgadas al cuello de algún ministro obeso. Al frente de las tiendas estaban sus seis hijas, cada una de las cuales era calcada a la madre. Eran mujeres rollizas, con el cabello reluciente de brillantina recogido en unos moños, que parecían pájaros oscuros acurrucados contra sus nucas, con las frentes color canela adornadas con enormes bindis rojos, mujeres que iban atando las flores en ramos al tiempo que charlaban y reían con los clientes.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones del Bronce, 2001, en traducción de Gema Vives. ISBN: 978-84-8453-068-X.]
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