miércoles, 23 de mayo de 2018

La extraña soledad de los gitanos.- Jorge Emilio Nedich (1959)


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La tentación

«-Sentáte acá a mi lado, Racule y poné atención a lo que te voy a decir a horas de mi muerte. Cuidá el sueño de los rorros de los cantos de basilisco. Recordále a tu mujer que el resfrío de pecho se cura con cataplasma de estiércol de caballo joven y jamás en noche de luna llena mires qué tiene ella debajo del balandrán: es cuando la mar está más pestilente y dañará tu delicado estómago. Colaborará con el colegio de los niños y dale a las autoridades nuestra tarjeta de la concesionaria. Vigilá a los niños y encarrilálos para que sean algún día gente de confiar, como nosotros. Ahora andáte. Ah, déjala a tu mujer dormir en la cama con vos en los días de menstruación.
 -Ya no la tiene, Papo.
 -Virgen santa. Ya es pura y mujer de Dios.
 Cuando llegó Yango, le dijo:
 -Vení para acá, pollino, decíme cuándo vas a dejar de ir donde las putas.
 -No todas son putas, Papo, voy a otras casas también y tienen un enfoque certero de la vida, un sistema más amplio y compacto que el nuestro, donde el atraso es el enemigo a vencer. Lo que me llama la atención, es que el atraso de ellos es, por mucho, mejor que nuestro presente, que es el mismo de hace dos siglos. ¿O acaso cambió algo?
 -Claro que no -contestó Goguich-. En nada cambiamos. Somos como Dios quiso y así seguiremos. Todo lo conservamos como entonces. La indumentaria será siempre como lo ha sido para los ojos del Señor. En esto no estamos solos, mirá a los curas cómo conservan su atuendo y sus misiones sin apartarse jamás de ellas. ¿Por qué debemos cambiar nosotros? Mirá a los musulmanes, cómo se presentan ante Alá. Dios sea loado, el espíritu y la filosofía se deben reflejar en el sistema de vida. Todo debería conservarse como cuando Jesús andaba entre los comunes.
 -Quizás tengas razón, padre, pero en tal caso, éste no es el mundo que Jesús dejó.
 -En buena hora lo descubrís, bolonio. Esto que te voy a decir es ciertísimo. Soy un hombre que cuando ve un loco dice: esto es un loco. Vos contestá con un sí o un no a mi certera visión. Decíme, borrico, ¿respetan la muerte de un familiar, llevando tan siquiera un añito de duelo? Contestáme, orate.
 -La respuesta es incierta, Papo.
 -¿Las mujeres bajan la mirada ante el hombre? ¡Contestáme, balitre!
 -La respuesta es incierta, Papo.
 -¿Los padres eligen a las esposas de sus hijos? Contestáme, cafre.
 -Las eligen los propios hijos, Papo.
 -Ajá -dijo Goguich-. Los hijos de esas parejas, ¿aprenden a ganarse la vida con los primeros pasos? ¿Ofrecen figuras bíblicas en los lugares públicos, demostrando su sacrosanta religiosidad espiritual, más la ayuda invalorable a su benemérito padre? Contestáme, beosio.
 -La respuesta es lamentable, Papo. Los gitanos hemos aprendido de todo, menos a enriquecernos sin la ayuda de los hijos.
 -Pero, ¿qué decís, baldado mental? Ésa es nuestra escuela total y única. Nada serán si no los instruimos, vate de la perdición.
 Yango se derrumbó sobre la silla.
 Goguich sintió que su hijo lo miraba con unos ojos que veían todo el sistema gitano como un engaño largo y doloroso que terminó convirtiéndose en el boomerang que de un golpe brutal los sacó del camino. Goguich acusó la cariacontecida decepción de Yango y tratando de ignorarlo dijo:
 -Las mujeres no aguantan más de dos o tres palizas y por cosas baladíes abandonan el hogar. Usan ropas sedentarias, gritan tanto como los hombres y lo peor de todo, ¿cuántas han partido de sus hogares en busca de otra vida? A éstas las he reconocido a lo largo de los años, vestidas con otras ropas, ocultando su sangre a sus propios hijos. Sienten vergüenza de su sino. Pero puedo asegurarte, prosélito, que esto tendrá que finalizar cuando empecemos a proceder como nación y, por ende, a curar nuestros males. Te digo una cosa más, chambelán. Cuidá de las niñas de la raza, no vaya a ser que le entreguen a cualquiera el jazmín que perfuma sus polleras. Ahora andáte, decíle a tu hermano que se apropicue un momentito.
 Stieva estaba sentado frente a su padre, que se vanagloriaba de su poder. Goguich le ofreció sin mirarlo:
 -¿Un tecito, mi niño?
 -No, Papo -contestó Stieva-. Sólo vine a escuchar tus deseos.
 -No son muchos, mi niño. Los necesarios para preservar la raza. Pero decíme: ¿qué hay de bueno en esta vida sin caravanas, vida detenida a la espera de la pestilencia, como el agua de los estanques, donde se confunden los valores y es inútil nuestra increpación? Los jóvenes terminan haciendo lo que quieren. Decíme, mi niño, ¿tu rorro siguió desde entonces dejando poemas entre los bártulos para que su mujer los encuentre? No sabés, mi niño, cómo quisiera leer y escribir. Hoy podría crear muchísimos poemas, pero no los mejores. Aquéllos están de mil formas en la piel de tu madre. Deposité religiosamente todas mis semillas en su tibio vientre, de la primera a la última. No conocí otra mujer, mi niño, y créeme que me siento bien. Pero decíme cómo decía aquella primera poesía que encontraste. Decíme, mi niño, qué contestó Sonia al leerlas.
 -Contestó con otro poema, Papo, y Milán con otro, y otro de parte de ella, hasta llenar baúles, que leen juntos bajo la luna clara.
 -Ah, la vida es linda, mi niño.
 -No me digas mi niño, Papo. Olvidaste que soy abuelo.
 -Si fueras hombre, esto que te digo no te daría molestia. Dale, Stievo, háblame de negocios. ¿Cómo está mi hija Mitra? ¿Aguanta bien estos cambios de vida? Decíle que no se aflija, falta poco para que fundes nuestra Nación. He sabido que muchos se quieren desgitanizar y tratan de cambiar a sus padres, que ya bastante tienen con verlos cambiados a ellos. Mi miedo, Stievo, es morirme presintiendo la pérdida de mi raza. Si esto ocurre, me veré obligado a volver a la tierra convertido en un fantasma y tomaré a unos cuantos de los pies y me los llevaré al otro mundo. No descansaré ni aquí ni allá hasta que se termine esta corruptela, que no podrá con nuestro sistema. Qué me decís, Stievo, machito.
 -¿Qué puedo decirte, Papo? Entiendo tu miedo, pero los cambios son necesarios. Debemos vivir con nuestra tradición, pero en este mundo que nos toca.
 -Bueno, bueno, mi niño, déjense llevar por el instinto y hagan los cambios. Lo que me molesta de los jóvenes es que con dos palabras rompen lo que hemos sostenido los viejos durante diez siglos. ¿Cómo nos van a superar de esta forma, mi niño? Justo es que gane algún punto de esta vida para tu madre, si al fin de cuentas soy un viejo adalid que reclama un poco de obediencia. Te decía que la juventud lo transforma todo. Fíjate que en mi tiempo las enfermedades venéreas no tenían cura, porque eran del alma, que pedía la muerte del cuerpo corrompido, al que ni el permanganato lograba curar. ¿Y qué han hecho las nuevas generaciones? Inventar algo para el cuerpo. Mirá vos, mi niño. Y el alma que reviente y se cague, para ella no hay nada. Pero te aseguro que seguirá mandando al cuerpo enfermedades más graves, con sus lágrimas de pus cada vez más pestilentes, hasta hacer que la atiendan. Ya sé que lo sabías, pero ponélo en práctica para que no tengas después sentimientos divididos. Recordáles a tus hijos que les recuerden a los suyos que deberán vivir con el sedentario, pero no tomar sus costumbres. Cuando digo vivir, vos sabés lo que digo. Quitále la plata a aquél que pide brujerías, es lo menos que se merece, y recordá que el amigo sos vos con otro cuerpo. Ahora andáte. Siempre estaré con ustedes. Aun cuando no esté, estará mi alma asequible a sus consultas.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones del Bronce, 2001. ISBN: 84-8453-045-0.]
 

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