sábado, 5 de mayo de 2018

Obsesión.- Catherine Cookson (1906-1998)


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Primera parte: La fiesta en el jardín
8

«Después de un breve silencio, Leonard reanudó la conversación:
 -Supongo que sería estúpido preguntarle por qué decidió ser médico. No, será mejor que olvide la pregunta porque yo únicamente conozco los motivos de algunos médicos, en especial, de los cirujanos: sólo por dinero. De vez en cuando encuentras a uno que lo considera una vocación, un deber a la humanidad. Y éste es el tipo de médico que parece que tenemos en el campo.
 -Habla como si tuviera mucha experiencia con los médicos.
 -Sí, por desgracia la tengo.
 -¡Oh! -John enarcó ligeramente las cejas-. ¿Ha estado enfermo?
 -Hace tiempo, lo normal que uno pilla en el extranjero: malaria, fiebres, esto y lo otro. Pero he visto médicos tratar a hombres como si fueran ganado y a otros caer rendidos de fatiga a los pies de la cama del paciente. Ahora tengo uno bueno.
 -¿Cuánto hace que está usted en el ejército?
 -Desde los dieciocho años.
 -De ello deduzco que hay una relación de amor entre usted y el ejército.
 Ambos rieron ante ese comentario.
 -Sí, indiscutiblemente. Añada un poco de odio y se acercará más a la verdad. Le he preguntado por qué se hizo médico y no me ha respondido, pero estaba pensando si fue del mismo modo que yo entré en el ejército: porque mi padre era soldado, y en su caso usted quería seguir los pasos de su padre. ¿Su padre era médico?
 -No, era albañil.
 -¿Albañil?
 -Sí, albañil. Deberían haberle llamado escultor, porque hacía cualquier cosa con la piedra. Sólo parecía feliz colgado de la torre de una iglesia, cuando sustituía un sillar o una gárgola o junto a una albardilla, a la manera en que se trabajaba doscientos años atrás.
 La puerta se abrió y Janie Bluett entró en la habitación.
 -¿Podría traernos un té, Janie, y algo para comer?
 Leonard dijo esto en un tono confidencial, como un susurro. Janie le sonrió al responderle.
 -No faltaba más, señor Spears, en menos que canta un gallo.
 El gallo tardó cinco minutos en cantar: Janie entró con una gran bandeja con el servicio de té y, detrás de ella, Frances Middleton llevaba otra bandeja con un surtido de pastas y galletas.
 Después de que Leonard les hubiera dado educadamente las gracias, John le sonrió.
 -Con respecto a ese trato amable y atento, a menudo me acusan de ser demasiado brusco, me dicen que no tengo tacto.
 Leonard estaba a punto de quitarle la funda a la tetera, pero se refrenó.
 -En otro tiempo odié a mi padre por animarme a entrar en el ejército, pero el día que me puse el uniforme me dio un pequeño consejo: "Verás hombres -me dijo- a quienes sus superiores tratan peor que a perros. Cuanto más bravucones, más gritan y más odio engendran. Sé firme, no demuestres familiaridad con hombres que no son de tu clase, pues de otro modo te perderán el respeto, pero cuando hables con ellos, trátalos con cortesía, recuerda que son seres humanos. Recuerda que si no fuera por mi posición, y por la de mi padre y por la del padre de mi padre, hoy podrías ser tú uno de ellos." Aprendí más de ese sermón que en todos mis años de escuela pública con azotes incluidos. -Señaló la bandeja de la comida-. Veamos qué nos han preparado en esta ocasión.
 John estaba sentado mirándolo. Era un tipo amable, de eso no cabía ninguna duda, y Helen lo consideraba un hombre adorable. También Rosie solía emplear ese calificativo, al menos hasta la fecha. Era el tipo de hombre al que las mujeres encuentran muy atractivo, pero ¿lo amaba Helen? Ella decía que era muy feliz, aunque habría sido una mujer muy rara si no pudiera ser feliz con un hombre así.
 En aquel momento, la puerta volvió a abrirse.
 -¡Lo ve! Uno no puede estar ni cinco minutos tranquilo -exclamó Leonard al entrar Helen.
 Pero dejó la tetera y fue hacia ella, la abrazó y la condujo hasta el asiento que había dejado libre al lado del fuego.
 -¡Esto es vida! Es como escapar de la zona de guerra -dijo mirándola a los ojos.
 Mientras John los observaba, se preguntaba por qué era capaz de sentarse allí y escuchar a aquel hombre a quien, en secreto, envidiaba y, en realidad, en ocasiones, odiaba.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, en traducción de Teresa Camprodón. ISBN: 84-08-02129-X.]

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