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«-Me gané la vida y escapé a los rusos, cosa que a veces no fue nada fácil, podéis creerme. Hice de todo, quité nieve a cambio de un mendrugo de pan, con una pala que abultaba el doble que yo. Me encontré con gente buena que me ayudó, y me topé con gente mala. Aprendí a utilizar la tijera, y me hice peluquero, he andado mucho. Tres días en una ciudad, un año en otra, y así llegué aquí, donde fui feliz. Vuestra madre tuvo una historia bastante parecida a la mía, en el fondo todo eso no tiene mucha importancia. Nos conocimos en París, nos enamoramos, nos casamos y nacisteis vosotros. Así de sencillo.
Se detuvo y podía adivinar que estaba jugando con los volantes de mi cubrecama.
-Monté esta peluquería, que al principio era muy pequeña. El dinero que he ganado lo debo sólo a mi esfuerzo.
Da la impresión de que quiere seguir, pero se detiene repentinamente y su voz se hace más turbia.
-Ya sabéis por qué os cuento todo eso.
Yo lo sabía pero no me atrevía a decirlo.
-Sí -dice Maurice-, porque también nosotros vamos a marcharnos.
Respiró profundamente.
-Sí, muchachos, vais a partir, hoy os toca a vosotros.
Sus brazos se movieron en un gesto de ternura reprimida.
-Y ya sabéis por qué: no podéis regresar cada día en este estado, ya sé que sabéis defenderos y que no tenéis miedo pero tenéis que saber una cosa, cuando uno no es el más fuerte, cuando sois dos contra diez, veinte o cien, ser valiente consiste en dejar el orgullo a un lado y largarse. Y además, hay algo peor.
Yo sentía un nudo que me subía por la garganta, pero también sabía que no lloraría. Ayer tal vez mis lágrimas habrían saltado, pero ahora es distinto.
-Ya habéis visto que los alemanes son cada vez más duros con nosotros. Primero fue el censo, el letrero en la peluquería, las visitas, hoy, la estrella amarilla y mañana nos detendrán. Así que hay que huir.
Yo di un respingo.
-Pero, ¿y mamá y tú?
Yo distinguí que me tranquilizaba con un gesto.
-Henri y Albert están en zona libre. Vosotros partís esta noche. Vuestra madre y yo arreglaremos algunos asuntos y nos marcharemos después.
Rio ligeramente y se inclinó para posarnos una mano en el hombro de cada uno.
-No os preocupéis. Los rusos no me pillaron a los siete años, los nazis no me pescarán a los cincuenta.
Me tranquilicé. Nos separábamos, pero en el fondo, era evidente que nos volveríamos a reunir después de la guerra, que no podía durar siempre.
-Y ahora, recordad bien lo que voy a deciros. Os vais esta noche, tomáis el metro hasta la estación de Austerlitz y compráis un billete hasta Dax. Allí, tendréis que cruzar la línea. Por supuesto, no vais a tener papeles para pasar, tendréis que arreglaros como podáis. Cerca de Dax hay un pueblo que se llama Hagetmau, id allí y buscad a la gente que se dedica a pasar la línea. Cuando estéis al otro lado, estaréis salvados. Estaréis en la Francia libre. Vuestros hermanos se encuentran en Menton, luego os enseñaré donde está en el mapa, está muy cerca de la frontera italiana, ya lo encontraréis.
La voz de Maurice se alza.
-Pero, ¿cómo tomaremos el tren?
-No te asustes, os daré dinero, pero cuidado con perderlo y con los ladrones. Llevaréis cinco mil francos cada uno.
¡Cinco mil francos!
Ni las noches de "atraco a lo grande" logré reunir más de diez francos. ¡Vaya fortuna!
Papá no ha terminado y por el tono que emplea sé que ahora viene lo más importante.
-Y para terminar debéis saber que sois judíos, pero no lo digáis jamás. Ya lo habéis oído: JAMÁS.
Ambos asentimos a la vez con la cabeza.
-No se lo diréis ni a vuestro mejor amigo, no lo susurraréis ni que sea en voz baja, lo negaréis siempre. Ya habéis oído, siempre. Joseph, ven aquí.
Me levanto y me acerco. Ahora ya no le veo en absoluto.
-Joseph, ¿eres judío?
-No.
Su mano restalló en mi mejilla, un golpe seco. Nunca hasta entonces me había puesto la mano encima.
-No mientas, ¿eres judío, Joseph?
-No.
Había gritado sin darme cuenta, fue un grito decidido, definitivo.
Mi padre se puso de pie.
-Bueno, creo que ya os lo he dicho todo.
La mejilla me escocía todavía, pero había una pregunta que me daba vueltas por la cabeza desde el principio de la charla y necesitaba una respuesta.
-Quisiera preguntarte una cosa: ¿qué es un judío?
Entonces papá encendió la lamparita con pantalla verde que había sobre la mesilla de noche de Maurice. Me gustaba, aquella lámpara, filtraba una luz difusa y entrañable que nunca volvería ver.
Papá se rascó la cabeza.
-Pues bien, Joseph, me sabe mal reconocerlo, pero la verdad es que no lo sé con exactitud.
Le mirábamos y él debió de sentir que tenía que terminar, que aquella respuesta podía parecer un subterfugio a nuestro entender de niño.
-Antiguamente vivíamos en un país, nos echaron, y nos fuimos a otras partes, y hay épocas, como ésta que vivimos, en que la cosa continúa. Levantan la veda, y hay que huir de nuevo, esconderse y esperar a que el cazador se canse. Vamos, ya es hora de ir a la mesa, os marcharéis inmediatamente después de cenar.
Ya no recuerdo aquella cena, me han quedado los sonidos tenues de las cucharas al chocar con los platos, los murmullos para pedir el agua, la sal, cosas así. En una silla de anea estaban nuestros dos morrales, muy hinchados, con ropa dentro, las cosas de aseo y varios pañuelos doblados.»
[El extracto pertenece a la edición en español del Grupo Editorial Random House Mondadori, en traducción de Lluís María Todó. ISBN: 978-84-9759-568-1.]
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