martes, 29 de mayo de 2018

Cumandá o un drama entre salvajes.- Juan León Mera (1832-1894)


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VI. Años antes

«En ese mismo día aconteció el alzamiento de los indios de Guamote y Columbe, que se despeñaron en sangrientas atrocidades, conservadas hasta hoy con espanto en la memoria de nuestros pueblos.
 Ya muy avanzada la tarde, llegó a Riobamba la noticia del suceso. Orozco que penetró al punto el peligro de su familia, montó a caballo y voló a su hacienda. La noche le sorprendió en medio camino. Un mozo que venía del lugar de la sublevación le dice que varias casas de campo se hallan ardiendo incendiadas por los indios, quienes además no han dejado un blanco con vida. Don José Domingo despedaza los ijares del caballo, que hace los postreros esfuerzos, pero que al empezar una cuesta cae muerto de fatiga. No importa: el temor de llegar tarde, el deseo de volar, la ansiedad, le prestan alas y corona la subida. Observa que se elevan al cielo, de distintas partes, espesas columnas de humo entre las que relumbran millares de chispas. Avanza un poco más; pónese al principio del declivio de una loma... ¡Qué horrible espectáculo! Todas las casas de la llanura inferior están envueltas en llamas. ¿Y la suya? ¡Dios santos! ¿Y la suya? ¡Allí está y arde también! Al ruido que hace el incendio se mezclan los feroces alaridos de los sublevados y el ronco y pavoroso son del caracol que ha servido para convocarlos y que ahora los anima a la venganza y al exterminio. Orozco, sin embargo, no teme la muerte que pueden darle los indios y echa a correr; salva cercados, salta zanjas, atraviesa sementeras y está en el linde de su hacienda, y al cabo, delante de la casa que acaba de ser consumida por las llamas. ¡Qué abandono! ¡Qué silencio! Sólo se ven las últimas lenguas de fuego que se desprenden de entre las paredes ennegrecidas y las brasas que las rodean. ¿Dónde está la gente de la hacienda? ¿Dónde los indios enemigos? D. José Domingo grita desesperado; da vueltas en torno de la hoguera, llama a su esposa, a sus hijos, a sus criados y nadie le responde. ¡Todos han huido o han muerto!...
 Entretanto, los sublevados contemplan desde una altura la obra de su saña infernal y repiten los gritos de salvaje alegría, las carcajadas y los juramentos contra la raza blanca que desearían barrer del suelo que fue de sus mayores. Orozco repite, asimismo, sus voces angustiosas:
 -¡Carmen! ¡Carmen! ¡Hijos! ¡Hijos míos!
 Y de este modo, clamando, torna a correr aquí y acullá sin saber qué hacer ni aun qué pensar. Ocúrresele un pensamiento, el de ir en pos de los indios, pues quizá tienen presa a su familia: ¿por qué han de haber matado a su Carmen, a su virtuosa Carmen, ni menos a sus inocentes hijos? Va a poner por obra su idea; da algunos pasos... Mas asoma al cabo una criada, temblando de pies a cabeza; está lela y muda: es la personificación del espanto.
 [...] A la aurora siguiente ya no es difícil apartar los escombros y las cenizas. De entre ellos sacan un tronco humano negro y deforme, medio envuelto en retazos de tela que el fuego no había quemado del todo. ¡Ese desfigurado cadáver fue la virtuosa y bella Carmen! Orozco se echa desesperado sobre él, le ajusta a su corazón y queda sin sentido. El paroxismo que le dura largo tiempo le evita mirar la conclusión de la escena en que se van desenterrando, de entre la ceniza y los carbones, humeantes todavía, los restos de los infelices niños. Casi los ha consumido el fuego; no se puede distinguir a ninguno. Julia, como la más tierna, ha sido devorada sin duda completamente por las llamas y no ha quedado reliquia ninguna de su cuerpecito...
 Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora y, frecuentemente, asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos, por lo inhumano de su proceder con los primeros. En 1790 la cobranza del diezmo de las hortalizas, antes no acostumbrada y por primera vez entonces dispuesta por el Gobierno, fue el pretexto que los indios de Guamote y Columbe tomaron para derramar el odio y venganza que no cabían en sus pechos y acabar con cuantos españoles pudiesen haber a las manos.
 D. José Domino Orozco, cierto, no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas propias de muy malo. Esto parecerá inconcebible a quien no ha penetrado alguna vez en el corazón humano para admirarse de cuántas anomalías y absurdos es capaz. Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos. ¡Ah, y cuanto más duros e incurables son los males que proceden de un bueno engañado que los provenientes del perverso! Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha de cruel tirano de los indios. Notábanse en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre, el honrado ciudadano y cumplido caballero y hasta el piadoso católico, por una parte, y por otra el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras semidiabólicas en la historia de la conquista. Caracteres de esta laya eran comunes en la época de la colonia y aun en días de vivos no escasean: el hombre bueno formado por los principios cristianos y por la tradición de la nobleza española, se halla contrariado y casi ofuscado por completo por el hombre malo, obra de las injustas ideas de la conquista, de sus crueldades y del hábito que se estableció entre los sojuzgadores de andar siempre vibrando el látigo sobre los vencidos, cargándoles de cadenas, arrebatándoles con la libertad los bienes de fortuna, y hollando y aniquilando cuanto en ellos quedaba de honor, virtud y hasta de afectos racionales. Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena: para las primeras el sol de la libertad va ascendiendo al cenit, aunque frecuentemente oscurecido por negras nubes; para la última comienza apenas a rayar la aurora.
 La venganza de los indios no podía, pues, dejar desadvertido a D. José Domingo en el memorado levantamiento; y como ella venda siempre los ojos de quienes la invocan, la atroz conspiración envolvió a los inocentes con los culpados y los hirió con la misma cuchilla: Carmen y sus hijos fueron, por tanto, sacrificados en las aras que debieron empaparse en la sangre de Orozco.
 Muchos indios jornaleros de la hacienda de éste tomaron parte activa en el alzamiento, y entre todos se distinguió el joven Tubón, a quien movían las recientes desgracias y fieros ultrajes que sufriera de parte de su amo. Una corta falta del viejo padre de aquél fue castigada con numerosos azotes y muchos días de cepo; el hijo salió en su defensa, y tan buena acción le atrajo una pena no menos fuerte; la anciana madre lloró por el hijo y por el esposo y la recompensa de sus lágrimas fue abrirle las espaldas con el rebenque. Los tres, juntamente, quisieron dejar el servicio de amo tan cruel e injusto y acudieron a la justicia civil, ante la cual se sinceró D. José Domino, y apareció impecable como un ángel. No así los indios, que habían cometido el grave delito de quejarse contra el amo, el cual, para castigarlos, vendió a un obrajero la deuda que, por salarios adelantados, habían contraído los Tubones. Quien en aquellos tiempos nombraba una hacienda de obraje nombraba el infierno de los indios; y en ese infierno fueron arrojados el viejo Tubón, su esposa e hijo. La pobre mujer sucumbió muy pronto a las fatigas de un trabajo a que no estaba acostumbrada y al espantoso maltrato de los capataces. El látigo, el perpetuo encierro y el hambre acabaron poco después con el anciano: un día le hallaron muerto con la cardadera en la mano. El hijo, que pudo resistir a beneficio de la corta edad, salió de su prisión a los muchos años por convenio celebrado entre su antiguo amo y el dueño del obraje, y cargado, además de su primera deuda, con la del padre difunto; pero repleto también de odio mortal contra el blanco autor de sus infortunios y ansioso de vengarse.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1998. ISBN: 84-376-1627-1.]

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