lunes, 21 de mayo de 2018

Soy un gato.- Natsume Soseki (1867-1916)


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Capítulo 7

«En nuestros tiempos  modernos hay numerosos maestros de pintura que insisten una y otra vez en lo fascinante del cuerpo humano desnudo. Pero yo creo que incurren en un tremendo error. Yo, por ejemplo, desde que nací nunca me he quitado de encima mi peludo abrigo, y no por ello resulto menos atractivo e interesante. Esos maestros tan a la vanguardia se equivocan de cabo a rabo. La moda y el gusto por el desnudo artístico empezaron a popularizarse en la época del Renacimiento gracias a los artistas italianos que tomaban como modelo los cánones de belleza de las antiguas Grecia y Roma. Aquellos griegos y romanos, habitantes de países con un clima del todo benéfico, estaban acostumbrados a ir por ahí desnudos, y no relacionaban de ninguna manera su desnudez con nada que tuviera que ver con la moral pública. Sin embargo, en el norte de Europa hace muchísimo frío. Lo mismo pasa en Japón, donde incluso tenemos un refrán muy famoso que dice: "No se puede viajar desnudo". En países como Alemania o Inglaterra, un hombre desnudo se convertiría pronto en un hombre muerto y si todos y cada uno de los humanos cubrían su cuerpo con ropa, se convertían entonces en animales vestidos y, por tanto, un hombre desnudo dejaba de considerarse  como tal para entrar en la categoría de las bestias salvajes. Consecuentemente, las pinturas y desnudos de los europeos, especialmente de los europeos que vivían más al norte, pueden considerarse sencillamente bestiales. En otras palabras, europeos y japoneses tienen el buen sentido de considerar el desnudo humano como una forma de vida inferior a la de los propios gatos. ¿Es que acaso existe un cuerpo desnudo que a la vez sea bello? Las bestias, aunque sean hermosas, no dejan de ser bestias. Quizás a alguien se le ocurra preguntarme si he visto en alguna ocasión los vestidos de noche con que se adornan las mujeres europeas. No he tenido la oportunidad, pero, según parece, se trata de una vestimenta que muestra a los demás los brazos y la espalda y que, además, les realza el pecho. Algo, como entenderán, de lo más chabacano y desagradable. Antes del Renacimiento, las mujeres no osaban vestirse con semejantes prendas ni mostrar un solo centímetro de piel. En aquella época se vestía de un modo más natural. Entonces, ¿cuál es la razón que ha impulsado a los hombres a cambiar de vestimenta como lo han hecho, hasta acabar convirtiéndose en poco menos que titiriteros? Sería muy largo explicar con detalle la historia de esta decadencia. Quien conozca las razones, lo entenderá y quien no las conozca no tendrá necesidad de que me extienda, pues salta a la vista. Eso debería bastar. En cualquier caso, y sean cuales sean las razones históricas, el hecho es que las mujeres modernas siguen vistiéndose a medias cada noche con evidente satisfacción, a pesar de que al final su aspecto suele ser lamentable. Sin embargo, parece que tras su apariencia de animales sin civilizar siguen conservando un cierto rastro de recato humano, pues tan pronto como sale un rayo de sol esas mismas mujeres se cubren inmediatamente brazos, pecho y espalda, e incluso se avergüenzan de mostrar a los demás el inocente dedo de un pie. Sin duda, esta actitud da a entender que todas las normas acerca de la forma de vestir en sociedad son sólo el resultado de las elucubraciones de una mente enferma. Si no están de acuerdo con las opiniones que expreso, ¿por qué razón no andan también a plena luz del día con parte de su cuerpo descubierto, como hacen por la noche? Lo mismo les digo a los partidarios del desnudo porque sí. Si tan bueno es, ¿por qué no mandan a sus hijas desnudas a la calle? ¿Por qué no dejan su ropa en casa y se van a pasear con la familia por el parque Ueno como Dios les trajo al mundo? "Eso no se puede hacer", dirán. Pero yo les responderé: por supuesto que se puede. La única razón por la que uno no sale desnudo a la calle a pasear es porque los europeos tampoco lo hacen. Para apoyar mis razonamientos no hay más que fijarse en las mujeres japonesas que acuden cada noche embutidas en absurdos vestidos de estilo occidental al Hotel Imperial. Si lo hacen es por pura imitación de los modos y modas de las mujeres occidentales y no por alguna razón que tenga que ver ni por asomo con nuestra identidad nacional. En éste y otros ámbitos, los europeos son poderosos y siempre habrá alguien dispuesto a hacer el estúpido y a copiar sus maneras, se lo pueda permitir o no. Se rendirá ante los poderosos, se humillará ante los ricos y se dejará aplastar por los que marcan las tendencias desde el extranjero. Si estas actitudes tan lamentables se debieran a algún tipo de necedad o de estupidez congénita, al menos quedaría un margen para la compasión. Pero entonces que no argumenten que Japón es una gran nación. Y sucede tres cuartos de lo mismo en el campo de los estudios académicos. Sin embargo, como no se trata de entrar aquí en temas espinosos, dejémoslo como está.
 El vestido es fundamental en la vida humana. De hecho, es tan trascendental, que me pregunto qué fue antes, si el hombre o su atuendo. En ocasiones se tiene la impresión de que la historia de la humanidad no es la de su carne, la de sus huesos o la de su sangre, sino la de su indumentaria. Por esa razón, cuando uno se planta delante de alguien desnudo, la impresión es la de estar ante un monstruo y no ante un ser humano. Si de mutuo acuerdo todos llegaran al consenso de que los que andan por ahí en cueros son monstruos, evidentemente ninguno vería nada monstruoso en los demás, y todos tan felices. Cuando los hombres aparecieron sobre la faz de la tierra, todos venían construidos según las mismas normas y especificaciones, y todos, luciendo una desnudez igualitaria, se lanzaron en igualdad de condiciones a la aventura de la vida. El ser humano fue hecho para contentarse con sus atributos uniformes, pero lo que yo no alcanzo a entender es cómo no se conformó con lo que tenía y afrontó por tanto su condición de ser humano sin necesidad de adornarla con ropajes de lo más variopinto. Quizás a alguno se le ocurrió pensar que, si tan idénticos eran, no valía la pena esforzarse, pues no les reportaría ninguna distinción. Por eso, seguramente, decidió inventar algo, una prenda que pusiera una nota de color y que hiciera evidente a ojos de los demás que se trataba de un ser distinto a los otros. Estoy convencido de que, al primero que se lanzó a cubrirse el cuerpo con telas de colores, esa idea le debió de rondar la cabeza al menos durante un período de diez años, hasta que, finalmente, descubrió la utilidad de los calzoncillos. Se los puso y se paseó delante de sus compañeros con aires de superioridad. De estos pioneros descienden, con total seguridad, nuestros actuales carreteros que tiran de esos carritos con dos grandes ruedas y que solemos ver vestidos con un pantalón pesquero bien arremangado. Es extraño que fuese necesario que transcurriese un período tan largo para concebir una cosa tan simple como son los calzoncillos, pero esa extrañeza puede que sea sólo una especie de ilusión óptica generada por la inmensa perspectiva del tiempo. En la época de la prehistoria humana, alcanzar un hito como ése no era baladí. Si no, consideremos la década de esfuerzos intelectuales que le costó a Descartes llegar a su famosa conclusión: "Pienso, luego existo", algo que un niño de tres años es capaz de comprender sin necesidad de tener mucho raciocinio. Si tenemos en cuenta los esfuerzos desplegados para inventar los calzoncillos, es justo reconocer que aquel proto-carretero probablemente estaría dotado de una gran inteligencia y debía de ser una de las personas más influyentes de su entorno, a pesar de que al resto de sus congéneres no les agradase mucho el hecho de que fuera el único que se paseaba por ahí pomposamente con un trapo cubriéndole las nalgas.
 A juzgar por su inutilidad, y basándome en la máxima de que cuanto más absurda sea una cosa, más tiempo se invertirá en su gestación, diría que diseñar el haori le llevaría a su inventor no menos de seis años de arduo trabajo mental. Fue entonces cuando se inició la decadencia de la era del calzón y comenzó la edad de oro del haori. Pero, por ser demasiado larga, esta prenda resultaba poco práctica. Cuando llegó el ocaso del haori, comenzó la edad de esa prenda tan japonesa, inventada con toda seguridad por un hombre de muy mal genio, llamada hakama. Una moda que causó furor entre los samuráis y los miembros del gobierno en las épocas medievales. Otros, en cambio, para no quedarse atrás en el asunto de la vestimenta, tuvieron la genial ocurrencia de inventar un ridículo traje, al que llamaron frac, y cuyo mero lucimiento hacía que su dueño pareciera una enorme golondrina con piernas.»
  
 [El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Impedimenta, 2010, en traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. ISBN: 978-84-937601-5-1.]
  

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