Las banderas en la calle
Una arquitectura que abofetea al hormigón armado (1918)
«El arte ha sacado sus vanguardias de los
túneles de tiempos pasados.
El cuerpo del arte se reencarna
incansablemente y refuerza la base de su esqueleto con los lazos tenaces y
sólidos de la armonía con el tiempo.
Los volcanes de nuevos embriones de fuerzas
creadoras lo barren todo, descomponen el viejo caparazón y fabrican uno nuevo.
Cada siglo corre más deprisa que el
precedente, toma una carga más pesada, se construye carreteras de hormigón
armado.
Nuestro siglo corre a la vez hacia los cuatro
puntos cardinales, como el corazón que se agranda aparta las paredes del
espacio, penetrando por todo.
La época prehistórica se lanzó por una sola línea,
a continuación por dos y luego por tres; actualmente, nuestra época se lanza al
espacio por cuatro líneas, despegándose de la tierra (1).
El futurismo ha esbozado los nuevos paisajes
de la rápida sucesión de las cosas en la época actual, ha expresado sobre los
lienzos el nuevo dinamismo de la vida del hormigón armado.
Así, el arte pictórico ha progresado tras las
huellas de la técnica de las máquinas modernas.
La literatura ha abandonado el trabajo de
funcionario de la palabra, se ha aproximado a la letra y ha desaparecido en su
esencia.
La música ha abandonado la melodía del salón,
las tiernas arias, para ir hacia el sonido puro como tal. El arte entero ha
liberado su rostro del elemento exterior, sólo la arquitectura lleva todavía en
la cara los granos de la época actual y las verrugas del pasado que no dejan de
crecer.
Por obligación los más bellos edificios se
apoyan en columnas griegas, muletas de lisiado.
Por obligación la corona de hojas
de acanto ciñe el edificio.
El rascacielos con sus ascensores, sus
lámparas eléctricas, sus teléfonos, está decorado con venus, querubines y los
diferentes atributos de la época griega.
Por otro lado el difunto estilo ruso no da
tregua.
De repente sobrenada; algunos originales
piensan incluso en resucitarlo y manchar con sus excentricidades los campos del
siglo de la rapidez.
Aquí está Lázaro que camina resucitado sobre
hormigón y asfalto, levanta la cabeza para mirar los hilos eléctricos, se
asombra a la vista de los automóviles y pide volver a su tumba.
Los tranvías, automóviles y aeroplanos
consideran también con asombro al desgraciado ciudadano y, apiadados, le dan
tres kopecks.
¡El ridículo e insignificante Lázaro
resucitado con su manto, entre la velocidad desenfrenada de nuestras máquinas
eléctricas!
Sus hombros son lamentables y el tiempo que
carga sobre su espalda lo aplastará como una torta. Señores originales, dense
prisa en llevarse los cadáveres de sus venerables sabios que obstruyen el
acceso a los rápidos del espíritu joven.
No impidan que corra. No impidan que el nuevo
cuerpo temple sus músculos vivos.
Persuádanse de que a pesar de todos sus
esfuerzos para resucitar un cadáver, no deja de ser un cadáver.
Sólo la imaginación enfermiza e ingenua del
arquitecto original supone que un cadáver untado de hormigón y forjado con
metal será capaz de sostener su esqueleto podrido.
La falta total de talento, la indigencia de
fuerzas creadoras, nos obligan a errar por los cementerios y a arrancar
podredumbre.
Los últimos edificios con los que se ha enriquecido
Moscú: la estación de Kazán y el Ministerio de Finanzas, el pasaje Afanasiev,
prueban evidentemente la nulidad de los constructores.
En su carrera nerviosa nuestro tiempo palpita
inmensa y violentamente sin un instante de reposo; su impulso es impetuoso y
fulminante, cada segundo que ve nacer un puntito rojo desencadena la
indignación. Nuestra época es la de la velocidad.
¡Y resulta que quieren que esta velocidad
lleve el traje del mamut y arreglar las catacumbas de Kiev para los partidos de
fútbol!
Ridículo proyecto. No hay que aprisionar a
nuestro siglo XX en el caftán del zar Alexis Mijailovich ni ponerle el gorro de
Monómaco; tampoco se lo debe sostener con columnas griegas de elegante pesadez.
Todo eso se reducirá a cenizas bajo la presión de nuestra fogosidad.
Yo vivo en la inmensa ciudad de Moscú, espero
que se reencarne y me siento feliz cada vez que veo demoler un hotelito
particular que data del tiempo de los Alexeiev.
Espero con impaciencia que la casa recién
nacida sea contemporánea de su padre y de su madre, llena de vida y de fuerza.
En realidad, todo ocurre de otra manera, menos
complicada pero original: se recoge al muerto, se lo entierra y bajo Rogneda,
al lado del cuerpo y en su lugar, crecen los cimientos, se coloca la construcción
enfoscada o previa según las recetas del hormigón armado, se instalan vigas con
sección de T en los lugares podridos.
Cuando la venerable estación de Kazán expiró
en su tiempo (muerta porque su esqueleto no podía contener la carrera moderna),
creí que se reconstruiría en su lugar un cuerpo esbelto y poderoso, capaz de
sostener la riada de la época actual.
Envidié al constructor que podría manifestar
su fuerza y realizar el gigante que la potencia iba a poner en el mundo.
Pero se le encargó a un original. Tomó el
ferrocarril y se fue al servicio de pompas fúnebres arqueológicas de Novgorod y
Iaroslavl, a consultar la lista de muertos consignados en el registro.
Quiso jugar al nacionalista, no es más que un
mero incapaz.
¿Se han imaginado los jefes de la línea de
Kazán nuestro siglo, el del hormigón armado? ¿Han visto las bellas criaturas de
músculos de hierro que son las locomotoras de doce ruedas?
¿Han oído su vivo aullido? La calma es el
suspiro. El gemido es durante la carrera. ¿Han visto las luces vivas de los
semáforos? ¿Ven la carrera de los viajeros?
Evidentemente, no. Han visto frente a ellos el
cementerio del arte nacional y han concebido como un cementerio toda la vía
férrea con sus ramales. Esto es lo que han realizado con un edificio que
pretendía ser contemporáneo.
¿Se ha preguntado el constructor lo que es una
estación? Aparentemente, no. ¿Ha comprendido que una estación es una puerta, un
túnel, la pulsión nerviosa del estremecimiento, el aliento de la ciudad, su
vena vibrante, su corazón palpitante?
Expresos de doce ruedas corren allí como
meteoritos, jadeantes, se hunden en la laringe del cuello de hormigón armado,
otros se lanzan fuera de la garganta de la ciudad llevando una multitud de
viajeros, que se agitan como vibriones en el organismo de la estación y de los
vagones.
[…]
La estación es el volcán de la vida, no hay
allí lugar para el reposo.
¡Y se coloca sobre la fuente hirviente de los
rápidos la techumbre de los viejos monasterios!
El hierro, el hormigón, el cemento, la
electricidad son ultrajados como la joven que ultraja el amor de un viejo.
Las locomotoras rugen de odio viendo un
hospicio ante ellas.
¿Qué esperan entonces las paredes de cemento?
Esperan ser pintarrajeadas por los pintores de antiguos iconos, alimentadas con
los pasteles bien dorados y el esteticismo de las viejas confiterías de la
pintura.
Las vanguardias de las destrucciones
revolucionarias avanzan por toda la humanidad del mundo, la vida se deshace de
la vieja cosecha, en los lugares del campo revolucionario deben construirse
edificios apropiados.
Estamos en el punto culminante de la fuente
moderna, el reino de las máquinas, de los motores, su funcionamiento en la
tierra y en el espacio.»
(1)
Malévich se refiere a la “cuarta dimensión”. [N. del
T.]
(2)
Vladimir Monómaco, príncipe de Kiev (1113-1125) [N. del
T.]
(3)
Rogneda, hija del príncipe Polotski y mujer del
príncipe Vladimir de Kiev. [N. del T.]
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Síntesis, 2007, en traducción de Miguel Etayo, pp.353-357. ISBN:
978-84-975654-4-8.]