5.-Vida cotidiana y
ámbito doméstico del samurái
Formas de morir
«Después del nacimiento, del ritual de
iniciación a la edad adulta y del matrimonio, la muerte constituía el cuarto y
último acontecimiento fundamental en la vida de todo samurái. La muerte podía sobrevenir al guerrero de dos maneras totalmente diferentes: a consecuencia de
un accidente, de una enfermedad o, simplemente, de la edad, o bien a resultas
de una lucha o una decisión tomada libremente. En el primer caso se trataba de
una muerte involuntaria que puede adscribirse sin dudar a la vida privada de un
samurái. En caso de enfermedad grave que no pudiese curarse con remedios
caseros solía consultarse, en el período Edo, a un médico perteneciente a la casta
samurái y versado en medicina china (y a partir de 1780 aproximadamente,
también en medicina occidental). Si ya no había salvación posible y el guerrero
enfermo moría, se lo enterraba por lo común según los dictados del ritual
budista. Este hecho guarda relación directa con el departamento creado por el bakufu tras el aniquilamiento del
cristianismo en 1640 para controlar los asuntos religiosos, así como con el
conjunto de ordenanzas que se decretaron, referentes al ejercicio de la
religión. Cada individuo y cada familia debía inscribirse en un templo budista
que dispusiese de un cementerio en sus terrenos. Resulta así muy lógico que los
difuntos del estamento samurái y de otras clases sociales fuesen enterrados
según el ritual budista en la mayoría de los casos.
Cuando un guerrero fallecía de muerte natural,
se procedía en primer lugar a lavar su cadáver, a envolverlo en un kimono
blanco de algodón y a colocarlo en un ataúd en el que se introducían plantas,
perfumes y monedas que servían como pago de la travesía al más allá. Aunque el
sintoísmo prohibía las incineraciones, éstas estaban muy extendidas, si bien
aún no generalizadas, en el ámbito budista del Japón premoderno. El tipo de
funeral dependía del estatus y de los deseos personales expresados en vida por
el difunto. Cuando el sexto shogún Ienobu murió en 1712 a la edad de 51 años,
sus vasallos más cercanos leyeron en voz alta su testamento y dieron a conocer
su deseo de ser enterrado en el templo Zojo de Edo según el ritual budista. Por
lo común, los familiares, amigos y vasallos del difunto se reunían la tarde
anterior al entierro en un velatorio, una tarea que en las zonas rurales se
hacía necesaria para proteger al cadáver de los animales salvajes. Las viudas
se cortaban el pelo en señal de renuncia a un nuevo matrimonio, aunque este
deseo así manifestado podía tornarse en su contrario tan pronto como el cabello
volvía a crecer. El luto duraba por norma general un año para los parientes de
primer grado y para los miembros de la corte en caso de fallecimiento del tennó, y se reducía en consonancia con
el grado de parentesco guardado con el difunto.
Suele asociarse al samurái un género de muerte
que guarda relación directa con la manera, propia y específica del guerrero
japonés, en que éste afrontaba el fin de su vida en la tierra. Nos referimos a
la muerte sobrevenida en el campo de batalla, así como al suicidio ritual de
carácter voluntario denominado seppuku
y que nosotros conocemos generalmente como harakiri.
Esta forma de muerte iba unida a la pretensión de conseguir fama y gloria, dos
valores que, al estar socialmente condicionados, hacían del seppuku un acontecimiento de carácter
público (un carácter que, de no existir, despojaría al suicidio ritual de todo
su sentido). Por esta razón, la persona que lo practicase podía hacerlo bien en
función de su calidad de individuo directamente afectado, o bien actuar como
miembro elegido para representar a un grupo concreto de índole elitista. Aún
hoy siguen existiendo dudas acerca de los orígenes precisos del seppuku. Ikegami Eiko localiza sus
principios en las luchas y rebeliones que precedieron a la fundación del
shogunato Kamakura, es decir, en el último tercio del siglo XII, al tiempo que
considera que los suicidios rituales realizados en el campo de batalla fueron
más frecuentes entre los Minamoto del nordeste que entre los Taira del sudoeste
de Japón. En las fuentes que nos informan sobre las luchas acontecidas en el
período Heian no consta caso alguno en que esta costumbre fuese llevada a la
práctica. Muy al contrario, parece ser que los primeros samuráis no se
caracterizaron por luchar hasta perder al último de sus hombres: en caso de
peligro intenso optaban por huir o rendirse al enemigo. Sea como fuere, el
número de víctimas que causaron estos enfrentamientos, incluidos los de mayor
envergadura, es sorprendentemente pequeño.
Esta situación cambió en la segunda mitad del
siglo XII. De epopeyas militares tales como el Hógen monogatari o el Heike
monogatari puede deducirse que sobre todo los jefes guerreros de los
Minamoto ponían a prueba su honor en cada batalla que emprendían, que luchaban
en nombre de tal honor y que preferían, cuando no les quedaba escapatoria,
suicidarse antes que caer en manos del enemigo. La reputación individual,
obtenida en función de los méritos militares conseguidos y de la entereza
demostrada en la lucha, tenía más peso que la posición social o la familia.
Esta actitud ideológica denota, además, una nueva forma de asumir la muerte y
la “impureza” (kegare) a ella
asociada: en este sentido, la conducta del samurái se diferenciaba claramente
de los hábitos de la alta nobleza cortesana de Kyoto. Ésta, acorde con la idea
de pureza propia del sintoísmo, procuraba que la muerte y el enterramiento de
altos dignatarios, e incluso del tennó,
tuviesen lugar de forma separada del resto de la sociedad. La idea de
“impureza” asociada a la muerte era, en cambio, desconocida para el budismo, y
así éste propagaba a través de sus distintas comunidades religiosas la “unidad
de la vida y la muerte” y el carácter efímero de la existencia, ideas que
gozaron de gran aceptación entre los samuráis.
En el período Edo se produjo una
transformación del seppuku como
consecuencia de la pacificación de la sociedad en el curso de la unificación
del imperio en torno al año 1600.
A partir de entonces, las posibilidades al alcance de un
samurái de morir de manera honrosa en el campo de batalla pasaron a ser de
índole meramente teórica. En la práctica esto sólo se hizo posible en casos
excepcionales, como por ejemplo en las represiones de las revueltas, pues el
Estado no tuvo ya necesidad de declarar más guerras. De este modo, el seppuku se convirtió en un método
indirecto de ejecución, así como en la forma privilegiada de castigo que se
imponía a los samuráis de alto rango. Si un miembro de la clase social más
distinguida era declarado culpable de un delito grave, podía ser condenado al
suicidio ritual. Con ello se conseguía no sólo reparar el honor del
delincuente, sino también evidenciar públicamente la autoridad del Estado y de
la clase alta.
Se tiene constancia de una gran cantidad de
normas reguladoras de las ceremonias y los procedimientos a seguir en un
ritual de este tipo, que muestran hasta
qué punto se extendió la práctica del suicidio en el período Edo. Al condenado
le estaba permitido tomar un baño purificador y hacerse un peinado ceremonial.
Se le vestía a continuación con ropa interior blanca y un kimono del mismo
color. El seppuku tenía lugar sobre
dos tatamis previamente dispuestos, cubiertos con telas blancas. Una vez que el
condenado tomaba asiento, recibía dos tazas de sake y viandas exquisitas y
finalmente, sobre una bandeja, una espada que a veces estaba envuelta en papel
blanco. Detrás de la persona que iba a morir se colocaba un padrino (kaishaku), cuya función consistía en
decapitar al condenado una vez que éste se había hundido la espada en el
estómago y se había practicado un corte en sentido ascendente. En el transcurso
del período Edo el ritual se fue refinando de forma paulatina, con el resultado
de que en ocasiones se entregaba al
condenado una daga de madera o un abanico como símbolo del suicidio y que
servían al padrino de señal para proceder a la decapitación. Se hablaba en
estos casos de ogibara donde ogi significaba “abanico” y bara “estómago”.
Un tipo específico de suicidio es el
denominado “séquito de la muerte” (junshi),
en el que un vasallo de alto rango seguía a su señor a la tumba. Esta costumbre
ha seguido practicándose en el Japón moderno, si bien sólo de forma ocasional. Se
hizo famoso el caso del general Nogi Maresuke quien, junto con su esposa, se
suicidó durante el entierro de “su” tennó
Meiji el 13 de septiembre de 1912. Durante la Edad Media el “séquito de la
muerte” adquirió un carácter inmediato, en el sentido de que los vasallos más
cercanos seguían a su señor militar a la muerte aún antes de abandonar el campo
de batalla, siempre y cuando no se vislumbrara otra salvación posible para el
conjunto de la tropa. En tales situaciones, el suicidio representaba la mejor y
más perfecta forma de morir, al tiempo que constituía la expresión más radical
del lazo de lealtad que unía a señor y vasallo. Se dieron incluso casos
extremos de suicidios masivos. Valga como ejemplo el caso de Hojo Nakatoki
quien, tras luchar desesperadamente y sin éxito por hacerse con el shogunato Kamakura,
se quitó la vida en el patio del templo Renge (en la provincia de Omi) en 1333
y fue acto seguido imitado por 432 de sus súbditos más fieles.
En años posteriores, los gobiernos de los
shogunes Tokugawa intentaron extirpar esta costumbre de la sociedad, con el fin
de poner freno a la pérdida de miembros de la elite militar. Así, el junshi se prohibió bajo fuertes
amenazas, tal como consta en varios apéndices a las Leyes para la aristocracia guerrera de los años 1663 y 1683. Una de
las medidas de disuasión y castigo que se tomaron consistió en decapitar a los
hijos de los criados domésticos que hubiesen seguido a su daimio a la tumba.
Aunque el bakufu obtuvo un gran éxito
con la aplicación de estas disposiciones,no dejó de haber casos en los que la
nueva ley se infringió. Por una parte, el séquito de la muerte continuó
considerándose como una “buena costumbre” que servía para mantener vivo el
antiguo espíritu samurái, incluso en una sociedad pacificada; por otra parte
estaba el compromiso de entregar una gratificación a la familia del finado.
Estas creencias fueron diluyéndose de forma paulatina en el curso del período
Tokugawa. En el Japón moderno sólo algún que otro héroe solitario ha llegado a
practicar el junshi, casi siempre
como expresión de sentimientos políticos chovinistas o de mantenimiento de la
tradición.»
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