martes, 22 de junio de 2021

Los samuráis.- Wolfgang Schwentker (1953)


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5.-Vida cotidiana y ámbito doméstico del samurái

Formas de morir

 «Después del nacimiento, del ritual de iniciación a la edad adulta y del matrimonio, la muerte constituía el cuarto y último acontecimiento fundamental en la vida de todo samurái. La muerte podía sobrevenir al guerrero de dos maneras totalmente diferentes: a consecuencia de un accidente, de una enfermedad o, simplemente, de la edad, o bien a resultas de una lucha o una decisión tomada libremente. En el primer caso se trataba de una muerte involuntaria que puede adscribirse sin dudar a la vida privada de un samurái. En caso de enfermedad grave que no pudiese curarse con remedios caseros solía consultarse, en el período Edo, a un médico perteneciente a la casta samurái y versado en medicina china (y a partir de 1780 aproximadamente, también en medicina occidental). Si ya no había salvación posible y el guerrero enfermo moría, se lo enterraba por lo común según los dictados del ritual budista. Este hecho guarda relación directa con el departamento creado por el bakufu tras el aniquilamiento del cristianismo en 1640 para controlar los asuntos religiosos, así como con el conjunto de ordenanzas que se decretaron, referentes al ejercicio de la religión. Cada individuo y cada familia debía inscribirse en un templo budista que dispusiese de un cementerio en sus terrenos. Resulta así muy lógico que los difuntos del estamento samurái y de otras clases sociales fuesen enterrados según el ritual budista en la mayoría de los casos.
 Cuando un guerrero fallecía de muerte natural, se procedía en primer lugar a lavar su cadáver, a envolverlo en un kimono blanco de algodón y a colocarlo en un ataúd en el que se introducían plantas, perfumes y monedas que servían como pago de la travesía al más allá. Aunque el sintoísmo prohibía las incineraciones, éstas estaban muy extendidas, si bien aún no generalizadas, en el ámbito budista del Japón premoderno. El tipo de funeral dependía del estatus y de los deseos personales expresados en vida por el difunto. Cuando el sexto shogún Ienobu murió en 1712 a la edad de 51 años, sus vasallos más cercanos leyeron en voz alta su testamento y dieron a conocer su deseo de ser enterrado en el templo Zojo de Edo según el ritual budista. Por lo común, los familiares, amigos y vasallos del difunto se reunían la tarde anterior al entierro en un velatorio, una tarea que en las zonas rurales se hacía necesaria para proteger al cadáver de los animales salvajes. Las viudas se cortaban el pelo en señal de renuncia a un nuevo matrimonio, aunque este deseo así manifestado podía tornarse en su contrario tan pronto como el cabello volvía a crecer. El luto duraba por norma general un año para los parientes de primer grado y para los miembros de la corte en caso de fallecimiento del tennó, y se reducía en consonancia con el grado de parentesco guardado con el difunto.
 Suele asociarse al samurái un género de muerte que guarda relación directa con la manera, propia y específica del guerrero japonés, en que éste afrontaba el fin de su vida en la tierra. Nos referimos a la muerte sobrevenida en el campo de batalla, así como al suicidio ritual de carácter voluntario denominado seppuku y que nosotros conocemos generalmente como harakiri. Esta forma de muerte iba unida a la pretensión de conseguir fama y gloria, dos valores que, al estar socialmente condicionados, hacían del seppuku un acontecimiento de carácter público (un carácter que, de no existir, despojaría al suicidio ritual de todo su sentido). Por esta razón, la persona que lo practicase podía hacerlo bien en función de su calidad de individuo directamente afectado, o bien actuar como miembro elegido para representar a un grupo concreto de índole elitista. Aún hoy siguen existiendo dudas acerca de los orígenes precisos del seppuku. Ikegami Eiko localiza sus principios en las luchas y rebeliones que precedieron a la fundación del shogunato Kamakura, es decir, en el último tercio del siglo XII, al tiempo que considera que los suicidios rituales realizados en el campo de batalla fueron más frecuentes entre los Minamoto del nordeste que entre los Taira del sudoeste de Japón. En las fuentes que nos informan sobre las luchas acontecidas en el período Heian no consta caso alguno en que esta costumbre fuese llevada a la práctica. Muy al contrario, parece ser que los primeros samuráis no se caracterizaron por luchar hasta perder al último de sus hombres: en caso de peligro intenso optaban por huir o rendirse al enemigo. Sea como fuere, el número de víctimas que causaron estos enfrentamientos, incluidos los de mayor envergadura, es sorprendentemente pequeño.
 Esta situación cambió en la segunda mitad del siglo XII. De epopeyas militares tales como el Hógen monogatari o el Heike monogatari puede deducirse que sobre todo los jefes guerreros de los Minamoto ponían a prueba su honor en cada batalla que emprendían, que luchaban en nombre de tal honor y que preferían, cuando no les quedaba escapatoria, suicidarse antes que caer en manos del enemigo. La reputación individual, obtenida en función de los méritos militares conseguidos y de la entereza demostrada en la lucha, tenía más peso que la posición social o la familia. Esta actitud ideológica denota, además, una nueva forma de asumir la muerte y la “impureza” (kegare) a ella asociada: en este sentido, la conducta del samurái se diferenciaba claramente de los hábitos de la alta nobleza cortesana de Kyoto. Ésta, acorde con la idea de pureza propia del sintoísmo, procuraba que la muerte y el enterramiento de altos dignatarios, e incluso del tennó, tuviesen lugar de forma separada del resto de la sociedad. La idea de “impureza” asociada a la muerte era, en cambio, desconocida para el budismo, y así éste propagaba a través de sus distintas comunidades religiosas la “unidad de la vida y la muerte” y el carácter efímero de la existencia, ideas que gozaron de gran aceptación entre los samuráis.
 En el período Edo se produjo una transformación del seppuku como consecuencia de la pacificación de la sociedad en el curso de la unificación del imperio en torno al año 1600. A partir de entonces, las posibilidades al alcance de un samurái de morir de manera honrosa en el campo de batalla pasaron a ser de índole meramente teórica. En la práctica esto sólo se hizo posible en casos excepcionales, como por ejemplo en las represiones de las revueltas, pues el Estado no tuvo ya necesidad de declarar más guerras. De este modo, el seppuku se convirtió en un método indirecto de ejecución, así como en la forma privilegiada de castigo que se imponía a los samuráis de alto rango. Si un miembro de la clase social más distinguida era declarado culpable de un delito grave, podía ser condenado al suicidio ritual. Con ello se conseguía no sólo reparar el honor del delincuente, sino también evidenciar públicamente la autoridad del Estado y de la clase alta.
Resultado de imagen de wolfgang schwentker los samurais Se tiene constancia de una gran cantidad de normas reguladoras de las ceremonias y los procedimientos a seguir en un ritual  de este tipo, que muestran hasta qué punto se extendió la práctica del suicidio en el período Edo. Al condenado le estaba permitido tomar un baño purificador y hacerse un peinado ceremonial. Se le vestía a continuación con ropa interior blanca y un kimono del mismo color. El seppuku tenía lugar sobre dos tatamis previamente dispuestos, cubiertos con telas blancas. Una vez que el condenado tomaba asiento, recibía dos tazas de sake y viandas exquisitas y finalmente, sobre una bandeja, una espada que a veces estaba envuelta en papel blanco. Detrás de la persona que iba a morir se colocaba un padrino (kaishaku), cuya función consistía en decapitar al condenado una vez que éste se había hundido la espada en el estómago y se había practicado un corte en sentido ascendente. En el transcurso del período Edo el ritual se fue refinando de forma paulatina, con el resultado de que en ocasiones se entregaba  al condenado una daga de madera o un abanico como símbolo del suicidio y que servían al padrino de señal para proceder a la decapitación. Se hablaba en estos casos de ogibara donde ogi significaba “abanico” y bara “estómago”.
 Un tipo específico de suicidio es el denominado “séquito de la muerte” (junshi), en el que un vasallo de alto rango seguía a su señor a la tumba. Esta costumbre ha seguido practicándose en el Japón moderno, si bien sólo de forma ocasional. Se hizo famoso el caso del general Nogi Maresuke quien, junto con su esposa, se suicidó durante el entierro de “su” tennó Meiji el 13 de septiembre de 1912. Durante la Edad Media el “séquito de la muerte” adquirió un carácter inmediato, en el sentido de que los vasallos más cercanos seguían a su señor militar a la muerte aún antes de abandonar el campo de batalla, siempre y cuando no se vislumbrara otra salvación posible para el conjunto de la tropa. En tales situaciones, el suicidio representaba la mejor y más perfecta forma de morir, al tiempo que constituía la expresión más radical del lazo de lealtad que unía a señor y vasallo. Se dieron incluso casos extremos de suicidios masivos. Valga como ejemplo el caso de Hojo Nakatoki quien, tras luchar desesperadamente y sin éxito por hacerse con el shogunato Kamakura, se quitó la vida en el patio del templo Renge (en la provincia de Omi) en 1333 y fue acto seguido imitado por 432 de sus súbditos más fieles.
 En años posteriores, los gobiernos de los shogunes Tokugawa intentaron extirpar esta costumbre de la sociedad, con el fin de poner freno a la pérdida de miembros de la elite militar. Así, el junshi se prohibió bajo fuertes amenazas, tal como consta en varios apéndices a las Leyes para la aristocracia guerrera de los años 1663 y 1683. Una de las medidas de disuasión y castigo que se tomaron consistió en decapitar a los hijos de los criados domésticos que hubiesen seguido a su daimio a la tumba. Aunque el bakufu obtuvo un gran éxito con la aplicación de estas disposiciones,no dejó de haber casos en los que la nueva ley se infringió. Por una parte, el séquito de la muerte continuó considerándose como una “buena costumbre” que servía para mantener vivo el antiguo espíritu samurái, incluso en una sociedad pacificada; por otra parte estaba el compromiso de entregar una gratificación a la familia del finado. Estas creencias fueron diluyéndose de forma paulatina en el curso del período Tokugawa. En el Japón moderno sólo algún que otro héroe solitario ha llegado a practicar el junshi, casi siempre como expresión de sentimientos políticos chovinistas o de mantenimiento de la tradición.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Alianza editorial, 2015, en traducción de Mª Carmen Arias Rodríguez, pp. 107-113. ISBN: 978-84-206-8773-5.]

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