Segunda parte: El
discurso vacío
El discurso
6 de enero
«Hay una cantidad de cosas inútiles que son
imprescindibles para el alma. Diría más: sólo las cosas inútiles son
imprescindibles para el alma (aunque no todas ellas). Pero no lo digo por no
caer en un extremismo del cual enseguida me habré de arrepentir. Estos
extremismos son producto de las circunstancias, de mi rebeldía ante las
circunstancias. Como estoy determinado por lo utilitario, mi defensa de las
cosas inútiles se hace demasiado vehemente. Pierdo equilibrio y buen criterio.
Estas reflexiones se generaron sin duda porque
estoy nuevamente solo en casa (y es domingo). Amo estos fines de semana en que
puedo estar solo, aunque deploro lo breve de este tiempo en soledad. No quiero
decir que desearía vivir solo; en realidad, desearía vivir en medio de gentes
que respetaran mi soledad, mi necesidad de silencio, de divagación. Mi mujer
está aprendiendo a hacerlo, pero en una medida que todavía no me resulta suficiente;
desearía que ella misma se plegara a este mundo, ideológicamente, por decirlo
así, y que alguna vez llegara a disfrutar de la paz y del silencio como yo los
disfruto.
Esta mañana, al despertar solo en casa, en
medio de un gran silencio, de una gran paz, se me dio una colección de
inutilidades, de esas que son gratas al alma. Mientras desayunaba leí algunas
cartas de Dylan Thomas; en una de ellas, de su juventud, decía que no podía
considerar hermosa ninguna cosa efímera; que la belleza es cuestión de eternidad.
Yo no estuve de acuerdo pues no puedo pensar en nada que no sea efímero. Aun
las formas puras necesitan de una mente efímera para existir. La belleza está
en la mente, no en las cosas; y las formas puras sólo existen en la mente.
Después puse un casete al azar y lo primero
que se escuchó fue una versión –por una orquesta para mí desconocida- de un
tema popularizado hace muchos años por la orquesta de Enrique Rodríguez (algo
así como “Noches de Hungría” o “Amor en Estambul”). Me produjo una sensación
deliciosa, y de inmediato se me presentó la imagen de un gran galpón o una
barraca que habíamos visto con mi mujer días atrás en una playita cercana al
hipódromo; un viejo edificio lleno de vidrios. En aquel momento había deseado
tener una cámara fotográfica para retratar ese paisaje de vidrios (algunos
sanos, muchos rotos) en la luz especial de la puesta de sol. Y además de esos
vidrios había maquinarias y bobinas abandonadas entre pastizales y yuyos.
Delicioso: me produce un placer casi erótico la contemplación de ciertas
ruinas, de casas abandonadas, de casas demolidas, sobre todo cuando son
invadidas por la vegetación.
Recuerdo ahora una casa en Pan de Azúcar,
abandonada o bien sin terminar, casi un esqueleto de casa; tal vez haya sido
abandonada antes de terminarse de construir. A través del hueco de una ventana
salía la rama de un árbol crecido en su interior. Diga lo que diga Dylan
Thomas, esto es belleza para mí. Como es belleza, y constituyó según creo mi
primera vivencia místico-religiosa auténtica, la contemplación –en ese mismo
camino que desde Piriápolis lleva a Pan de Azúcar- de una iglesia abandonada,
cayéndose materialmente a pedazos, y con un horrible cristo de madera sobre el
portal (después me contaron que ese cristo había llegado a la costa flotando en
las olas del mar).
La orquesta de Enrique Rodríguez es algo
parecido a todo eso. Cuando regresábamos con mi mujer de un largo viaje en
auto, durante un buen rato nos había acompañado un programa de radio dedicado
precisamente a Enrique Rodríguez. Fue algo maravilloso, sólo empañado por la
imposibilidad de compartirlo con mi mujer, concentrada en el volante y muy
incómoda por verse obligada a escuchar semejante mamarracho.
Yo puedo gozar de Bach y de Vivaldi tanto como
ella y sé distinguir entre Bach o Vivaldi y Enrique Rodríguez. Pero en ese
momento no podía explicarle que esa orquesta es para mí algo similar a la
contemplación de ruinas invadidas por la vegetación. No por el tiempo
transcurrido, aunque en cierta forma el tiempo transcurrido acentúa el efecto,
sino que, en este caso particular, ya la intención original de Enrique
Rodríguez era en su momento una ruina invadida por la vegetación. Eso es lo que
me dice su música y lo que hoy, después del desayuno, se sumó a mi discusión
secreta con Dylan Thomas y al recuerdo de la puesta de sol en la playita
próxima al hipódromo. Y así fue como rescaté una parte esencial de mí mismo,
perdida en medio del fragor de estos últimos años.
*
Cree la gente, de modo casi unánime, que lo
que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo
sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el
corazón, como la palabra cordial,
pero me gustaría que fuera así.
La gente incluso suele decirme: “Ahí tiene un
argumento para una de sus novelas”, como si yo anduviera a la pesca de
argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para
recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus
caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del
alma y no invenciones.
El alma tiene su propia percepción y en ella
viven cosas de nuestra vigilia pero también cosas particulares y exclusivas de
ella, pues participa de un conocimiento universal de orden superior, al cual
nuestra conciencia no tiene acceso en forma directa. De modo que la visión del
alma, de las cosas que suceden dentro y fuera de nosotros, es mucho más
completa que lo que puede percibir el yo, tan estrecho y limitado.
Hoy recuperé esos distintos tipos de ruinas, y
sé que con eso el alma me está diciendo que yo
soy esas ruinas. Mi contemplación casi erótica de las ruinas es una
contemplación narcisista. Y si bien tiene su precio, esa autocontemplación es
placentera aunque la visión sea triste. Me miro en el espejo y veo a alguien
que no me gusta del todo, pero es alguien en quien puedo confiar. Lo mismo
sucede con estas contemplaciones interiores: no importa si percibo un retrato
feo, mientras sea auténtico.
Claro que no sé hasta dónde mi alma es mía;
más bien yo pertenezco al alma y esta alma no está, como señala más de un
filósofo, necesariamente dentro de mí. Es simplemente algo que no conozco; el
yo no es otra cosa que una parte modificada, en función de cierta conciencia
práctica, de un vasto mar que me trasciende y sin duda no me pertenece; un
espécimen surgido, o emergente, de un vasto mar de ácidos nucleicos. Pero qué
hay detrás, cuál es el impulso que se expresa mediante el ácido. Ese deseo, esa
curiosidad, esa voracidad subyacente en las partículas materiales.
No tengo, en verdad ya no tengo, curiosidad
por conocer respuestas; hoy me basta con las preguntas –o ni siquiera necesito
las preguntas. El discurso hoy ha tomado esta forma justamente por mis
carencias, porque he vislumbrado durante unos instantes esos fragmentos de
memoria, memoria del alma, y me he recordado por unos instantes, y el resto de
mi vida, fuera de esos instantes, se vuelve, por el contraste, todavía más
insustancial.
[…]
Ejercicios: 12 de enero
Insisto en tratar de disciplinarme en aquellas
cosas que, como estos ejercicios, pueden darme una cierta estructura en medio
del caos pre-mudanza. Pero para que realmente esta disciplina resulte útil,
debe ser un ejercicio fundamentalmente del dibujo de la letra, sin dejarme llevar
por los contenidos del discurso. Debo procurar una letra más grande y, por
supuesto, perfectamente legible. Respiro profundamente para tratar de calmar la
ansiedad, sin pensar en todo lo que debo hacer luego –pero como realmente no
puedo dejar de pensar en ello, más vale que lo escriba. Debo empaquetar mis
libros, es decir formar con ellos pilar armoniosas y atarlas con trozos de
cuerda. Debo también mirar un número apreciable de vídeos, parte de ellos en
relación a un trabajo encarado, y parte para aprovechar el dinero gastado en el
alquiler de la videocasetera. Debo ocuparme de otros detalles en relación con
la mudanza, que en este momento no tengo muy claros, aunque debería tenerlos;
debo, pues, pensar en ellos y hacer una lista. También debo ocuparme de entrar
oficialmente en el año 1991, poniendo al día mis agendas –y debo comprar una
agenda de este año-. Luego debo, o debería, ocuparme de preparar la
publicación, o el intento de publicación, de ciertos libros míos. Como se ve,
el tiempo no me alcanza; entonces opto por desentenderme de todo y jugar con la
computadora.
13 de enero
El ejercicio caligráfico de ayer me ha ayudado
sin duda a centrarme un poco en mis cosas, e incluso pude comenzar sin
desesperarme el trabajo de ordenar y atar los libros. En estos momentos estoy
escribiendo con bastante incomodidad, porque de los libros se han desprendido
algunos grumos de pintura y revoque a su vez desprendidos de la pared, que se
habían ido acumulando sobre ellos durante un largo período, y muchos de esos
pequeños grumos han quedado debajo de este papel donde escribo, dificultándome
la tarea y causándome irritación. No sé por qué no se me ha ocurrido limpiar la
tapa del escritorio (creo recordar que no se dice tapa sino tabla).
Tampoco sé por qué no lo hago ahora. Sigo escribiendo.
BBBBBBBBBBBBBB Bien, otra vez había olvidado
la manera de escribir la B. El problema es que olvido por dónde comenzar a
trazarla, y si no me sale espontáneamente, pensándolo no puedo conseguirlo. Hay
algún truco en alguna parte y no termino de descubrirlo.
Soy consciente de que no estoy haciendo buena
letra. Escribo muy rápida y nerviosamente. La carga de stress y ansiedad
por el asunto de la mudanza es muy grande. Debo seguir atando libros en
paquetes y hacer muchas cosas más. No tengo ganas de hacerlo. No quiero
mudarme. Estoy harto de mudanzas y cambios. Pero hay que hacerlo, porque así lo
han dispuesto las fuerzas supremas.»
[El texto pertenece a la edición en español de la editorial Caballo de Troya, 2007, pp.
118-128. ISBN: 978-84-96594-12-8.]
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