Viaje al Monte Athos
II
«¿Adónde
hacer un viaje? ¿Para qué hacer un viaje? Si nos planteamos estas preguntas con
seriedad, no es sencillo darles respuesta. Salvar el alma es necesario y es
posible en cualquier lugar: uno no puede escapar a su alma. En cualquier lugar
hay gente y siempre están frente a nosotros la tierra y el cielo, los elementos
de la naturaleza y de la vida humana… ¡Dichoso aquél que vive en paz con los
elementos que lo rodean, que no se siente atraído por lo lejano, que extrae su
alimento espiritual de la tierra que le es cercana y familiar! Para dichas
personas el viaje no tiene mayor interés; viajar nunca será para ellas nada más
que un entretenimiento, “un gusto”. Así se pasean por el planeta entero los
ingleses, llevando en el pecho su Inglaterra natal y mirando al resto del mundo
con indiferencia y desprecio. Les resulta muy difícil entender y entienden muy
poco la vida de los otros, lo que no les impide disfrutar de buena salud espiritual.
Para nosotros los rusos, ya se sabe, las cosas
son distintas. A nosotros nos gusta ensanchar nuestros horizontes: no se nos
dificulta ahondar en la vida de los demás, nos entregamos con facilidad a las
ideas ajenas, aunque sabemos que muchas veces con eso estropeamos nuestra
actividad espiritual. Si fuéramos un poco más serios debería aterrarnos la
ausencia de lazos sólidos con toda vida –la propia y la ajena-, una ausencia
con la que nos tropezamos a cada paso. Todo lo entendemos, todo nos llama la atención,
pero no nos dedicamos a nada con seriedad ni tenemos verdadero interés por nada
que no sea, si acaso, nuestras pequeñas veleidades y comodidades. A
consecuencia de un largo errar intelectual por las distintas épocas de la
historia y los distintos pueblos del planeta, el ruso culto a menudo se parece
–por su forma espiritual de ser- a un gastado anciano que, sin habérselo
propuesto, por fin alcanzó ese grado de comprensión abstracta en el que todas
las cosas son iguales y ya nada es novedoso ni excitante, en el que todo
confluye en el monótono caudal de la eternidad.
Sea como fuere, creo que en vez de jactarme
frente al lector debería reconocerme culpable, y explicarle que una de las
razones de mi viaje a Tsargrad* y al Monte Athos fue, sin más rodeos, la lujuria de la vista. Tenía dos meses
libres y quise ver algo nuevo, ver con mis propios ojos algún espectáculo
magnífico que no se pareciera a nada de lo que había visto hasta entonces y
darle a mi alma la oportunidad de atisbar alguna vida humana que no se ciñera a
los principios que nosotros acatamos. Europa no me atraía, a pesar de que mis
viajes a París nunca duraron más de diez días y a que todavía no he tenido la
oportunidad de visitar Londres. Europa puede ser vista aquí, en Petersburgo; su
vida, sus costumbres y sus preferencias nos llegan en amplias oleadas a través
de la “ventana abierta” y se instalan entre nosotros con una propiedad
abrumadora. Incluso hablamos en francés, aun cuando los refinados
occidentalistas, como Turguéniev, comenten que el francés de Petersburgo es desagradable si se le compara con el
encanto del francés auténtico. Pero no todo el mundo es tan sutil; para el ojo
ordinario nuestro Petersburgo es una ciudad absolutamente europea. No sólo las
calles, las casas y las tiendas están hechas a la manera europea, también los
libros, los cuadros, las cocottes,
los principios, los modales y los gustos –todo nos llega de Occidente y se
enseñorea de nuestra vida. Petersburgo ha sido y sigue siendo una ciudad de gala; es como la habitación elegante
de una casa, aquella donde se recibe a los huéspedes. Sin embargo, bajo su
aspecto reluciente y lejos de los lugares principales, al ojo experimentado no
le cuesta vislumbrar la dejadez, la mugre, el desorden… En una palabra, la
entrañable negligencia de la vida
rusa. En medio del bullicio y de los eufónicos murmullos que reinan en la
capital, un oído con experiencia puede detectar sonidos puramente animales e
incluso, a menudo, una grosería genuinamente tártara. Y mejor ni mencionar el
grandioso espíritu que muchos atribuyen en exclusiva a Moscú y a la provincia y
que, sin embargo, también está presente en Petersburgo aunque de manera más
silenciosa y menos visible que en otros lados. Pese a todo, el elemento europeo
en sus rasgos más importantes y más significativos es tan fuerte aquí que no
hace falta viajar a Londres para conocer de cerca los principios en los que se
basa la vida de los pueblos ilustrados. Con todo, nosotros los rusos, vamos
mucho a Europa pero más que nada para vivir allá y para pasear, no para
aprender.
¿Dónde buscar, pues, otra vida? Los usos y las
costumbres europeas se han diseminado por todo el planeta. En todos lados el
poder y el movimiento, el crecimiento y la fuerza pertenecen a Europa y
cualquier otra vida carece de desarrollo y porvenir. Cientos de millones de
personas que aún no se asimilan a los europeos constituyen la población que
sirve, que trabaja, que tributa, que no puede soñar ni con una independencia
política, ni con una cultura particular, ni con tener una participación mínima
en la historia de la humanidad. El campo de acción de la historia está, no cabe
duda, en manos de Europa y nada hace pensar que pueda transferirse a alguien
más.
Y así, es difícil alejarse de Europa. ¿Quién
puede querer visitar Egipto? Tendría que viajar Nilo arriba en un barco
francés, hospedarse en El Cairo en el “Hotel Europa” y por las noches ir al
teatro a oír ópera italiana. Es decir, vivir en otro punto del planeta pero a
la usanza europea, con los restos de una antigua civilización como telón de
fondo, pero sin hallar formas o movimientos en los que se manifieste la fuerza
y la creatividad de ese pueblo único, de esa historia única. ¡No tiene ningún
interés!
Pero, ¿acaso no ocurre en el mundo entero lo
mismo que en Egipto? El mundo entero está sembrado de ruinas y de
civilizaciones antiguas; en el mundo entero la población aborigen se ha visto
privada de un eje y de un movimiento propio y ha sido relegada a un segundo
plano, mientras en primer plano vive y se mueve esa Europa de la que también
aquí, en Petersburgo, podemos encontrar excelentes ejemplos. Un solo país,
según dicen, ha conservado hasta hoy su vida de antaño y aún puede albergarla
la esperanza de desarrollarla en el futuro. Se trata de la India, cuna de la religión
más extendida, de la filosofía más abstracta y de las matemáticas. No hace
mucho que uno de nuestros senadores hizo un viaje a la India, así, por dar un
paseo durante el tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre. ¡Imposible no
alabarlo por su audacia! ¡Imposible, también, no envidiarlo! Pero no se puede
negar que, para dar un paseo, la India queda bastante lejos y resulta bastante
caro; además, si uno tiene la intención de callejear por allí ha de prepararse
de antemano para que el viaje sea verdaderamente interesante. Entre tanto, aquí
cerca, al lado, hay países que, sin lugar a dudas, también se revelan muy
atractivos. En Constantinopla aún reina el Asia más terrible, al última forma
majestuosa de la vida oriental; gracias a los esfuerzos de Europa, en el propio
continente europeo todavía se conserva el que alguna vez fuera el temible
imperio de los turcos.
“Aun si no consigo entender muchas cosas de
esa vida que me es ajena –pensé- sí podré, seguramente, ver ese lugar
incomparable y admirar ese paisaje que no tiene igual en el mundo entero. Y
además visitaré Santa Sofía, un templo con cuya belleza, a decir de muchos,
nada puede compararse”.
Y de ahí ya no está lejos otro lugar que,
según tengo entendido, es más interesante todavía; un lugar que quizá sólo frente a la India
podría palidecer. Se trata del Monte Athos, una pequeña península en el mar
Egeo, habitada por monjes. Allí se ha conservado hasta nuestros días –y aún
florece intacta- una vida muy peculiar que comenzó con los primeros siglos del
Cristianismo y que hace casi mil años se consolidó definitivamente. Estos
religiosos han mostrado, como si de un inmenso ejemplo histórico se tratara, la
auténtica naturaleza del monacato. Es decir, son creyentes que han renunciado
voluntaria e irrevocablemente al mundo y viven ajenos a cualquier asunto
terrenal. Así lo entendieron los feroces turcos y los dejaron en paz. De modo
que esas personas que de buen grado se privaron de todos los bienes terrenales,
conservaron a lo largo de muchos desastrosos siglos el mayor bien: la
independencia y una peculiar forma de vida. Su propósito era claro desde el
principio y los medios para conseguirlo se definieron de una vez y para
siempre; por eso a ellos no les hacía falta ningún cambio y no tuvieron
progreso ni historia. Según testimonio de los investigadores, el Monte Athos es
un auténtico remanente vivo de la más remota antigüedad y, en ese sentido, un
lugar único en su especie, un lugar como no hay otro en ningún país del mundo
habitado.
Recordemos además qué espíritu habita allí: el
de nuestra devoción ortodoxa. En el Monte Athos se encuentra una de las
encarnaciones más puras de ese principio
vivificador que conforma la verdadera alma del pueblo ruso. El Monte Athos es
la escuela de la santidad y su campo de acción, y no olvidemos que el hombre
santo es el mayor ideal de los rusos, desde el campesinado analfabeto hasta Lev
Tolstói.
He aquí, lector, una breve explicación de por
qué yo, pecador, quise visitar el Monte Athos.
III
En 1881, el 16 de agosto cayó en domingo y a
las nueve de la mañana tomé el barco que cada domingo zarpa de Sebastopol y va
directamente a Constantinopla. La nave iba vacía; no había sino dos rusos,
marido y mujer, y un inglés… pero, ¿dónde se ha visto un mar sin ingleses? De
pronto sentí que en mi proceder había algo extraño. ¿Por qué iba a donde nadie
va?
Por lo general, Constantinopla está tan lejos
de nuestros pensamientos que a veces tenemos la impresión de que se encuentra a
más distancia que París, Londres o Roma. Pero en realidad está al lado. Es más
sencillo y menos costoso viajar de Sebastopol o de Odesa a Constantinopla que
de Petersburgo a Moscú. El lunes, hacia el mediodía, entramos en el Bósforo y,
por supuesto, todo el mundo se lanzó a la cubierta. Desgraciadamente el día
estaba nublado y el magnífico paisaje deslucía. Además, al observar con
detenimiento las suntuosas construcciones que tan pintorescamente se recortan
sobre el verde fondo de la elevada orilla, percibí cierta carencia en aquella
suntuosidad. Tanto en las dimensiones de cada uno de los pisos, como en los
muros que son tres veces más estrechos que las propias ventanas, se revelaba
una extraña ligereza. “¡Parecen casitas de cartón!”, le dije al inglés. Más
tarde me convencí de que así está construida toda Constantinopla. Delgadas
paredes levantadas con tablones de madera colocados en forma de cruz y los
espacios vacíos rellenos con ligeros ladrillos… La impresión arquitectónica que
produce una gran cantidad de esas casas es lamentable.
Al entrar en el Cuerno de Oro nos estaba
esperando otra desilusión. En Constantinopla no existen los muelles ni los
desembarcaderos. Los barcos, como si de un país desierto se tratara, sueltan el
ancla en medio del golfo y la orilla sólo puede alcanzarse en lancha. Pero
fuimos recibidos con gran cordialidad.»
* Constantinopla.
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2007, en
traducción de Selma Ancira, pp. 100-108. ISBN: 978-84-96489-74-5.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: