sábado, 19 de junio de 2021

Dos viajes al Monte Athos.- Nikolái Strájov (1828-1896) y otros


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Viaje al Monte Athos

II

  «¿Adónde hacer un viaje? ¿Para qué hacer un viaje? Si nos planteamos estas preguntas con seriedad, no es sencillo darles respuesta. Salvar el alma es necesario y es posible en cualquier lugar: uno no puede escapar a su alma. En cualquier lugar hay gente y siempre están frente a nosotros la tierra y el cielo, los elementos de la naturaleza y de la vida humana… ¡Dichoso aquél que vive en paz con los elementos que lo rodean, que no se siente atraído por lo lejano, que extrae su alimento espiritual de la tierra que le es cercana y familiar! Para dichas personas el viaje no tiene mayor interés; viajar nunca será para ellas nada más que un entretenimiento, “un gusto”. Así se pasean por el planeta entero los ingleses, llevando en el pecho su Inglaterra natal y mirando al resto del mundo con indiferencia y desprecio. Les resulta muy difícil entender y entienden muy poco la vida de los otros, lo que no les impide disfrutar de buena salud espiritual.
 Para nosotros los rusos, ya se sabe, las cosas son distintas. A nosotros nos gusta ensanchar nuestros horizontes: no se nos dificulta ahondar en la vida de los demás, nos entregamos con facilidad a las ideas ajenas, aunque sabemos que muchas veces con eso estropeamos nuestra actividad espiritual. Si fuéramos un poco más serios debería aterrarnos la ausencia de lazos sólidos con toda vida –la propia y la ajena-, una ausencia con la que nos tropezamos a cada paso. Todo lo entendemos, todo nos llama la atención, pero no nos dedicamos a nada con seriedad ni tenemos verdadero interés por nada que no sea, si acaso, nuestras pequeñas veleidades y comodidades. A consecuencia de un largo errar intelectual por las distintas épocas de la historia y los distintos pueblos del planeta, el ruso culto a menudo se parece –por su forma espiritual de ser- a un gastado anciano que, sin habérselo propuesto, por fin alcanzó ese grado de comprensión abstracta en el que todas las cosas son iguales y ya nada es novedoso ni excitante, en el que todo confluye en el monótono caudal de la eternidad.
 Sea como fuere, creo que en vez de jactarme frente al lector debería reconocerme culpable, y explicarle que una de las razones de mi viaje a Tsargrad* y al Monte Athos fue, sin más rodeos, la lujuria de la vista. Tenía dos meses libres y quise ver algo nuevo, ver con mis propios ojos algún espectáculo magnífico que no se pareciera a nada de lo que había visto hasta entonces y darle a mi alma la oportunidad de atisbar alguna vida humana que no se ciñera a los principios que nosotros acatamos. Europa no me atraía, a pesar de que mis viajes a París nunca duraron más de diez días y a que todavía no he tenido la oportunidad de visitar Londres. Europa puede ser vista aquí, en Petersburgo; su vida, sus costumbres y sus preferencias nos llegan en amplias oleadas a través de la “ventana abierta” y se instalan entre nosotros con una propiedad abrumadora. Incluso hablamos en francés, aun cuando los refinados occidentalistas, como Turguéniev, comenten que el francés de Petersburgo es desagradable si se le compara con el encanto del francés auténtico. Pero no todo el mundo es tan sutil; para el ojo ordinario nuestro Petersburgo es una ciudad absolutamente europea. No sólo las calles, las casas y las tiendas están hechas a la manera europea, también los libros, los cuadros, las cocottes, los principios, los modales y los gustos –todo nos llega de Occidente y se enseñorea de nuestra vida. Petersburgo ha sido y sigue siendo una ciudad de gala; es como la habitación elegante de una casa, aquella donde se recibe a los huéspedes. Sin embargo, bajo su aspecto reluciente y lejos de los lugares principales, al ojo experimentado no le cuesta vislumbrar la dejadez, la mugre, el desorden… En una palabra, la entrañable negligencia de la vida rusa. En medio del bullicio y de los eufónicos murmullos que reinan en la capital, un oído con experiencia puede detectar sonidos puramente animales e incluso, a menudo, una grosería genuinamente tártara. Y mejor ni mencionar el grandioso espíritu que muchos atribuyen en exclusiva a Moscú y a la provincia y que, sin embargo, también está presente en Petersburgo aunque de manera más silenciosa y menos visible que en otros lados. Pese a todo, el elemento europeo en sus rasgos más importantes y más significativos es tan fuerte aquí que no hace falta viajar a Londres para conocer de cerca los principios en los que se basa la vida de los pueblos ilustrados. Con todo, nosotros los rusos, vamos mucho a Europa pero más que nada para vivir allá y para pasear, no para aprender.
 ¿Dónde buscar, pues, otra vida? Los usos y las costumbres europeas se han diseminado por todo el planeta. En todos lados el poder y el movimiento, el crecimiento y la fuerza pertenecen a Europa y cualquier otra vida carece de desarrollo y porvenir. Cientos de millones de personas que aún no se asimilan a los europeos constituyen la población que sirve, que trabaja, que tributa, que no puede soñar ni con una independencia política, ni con una cultura particular, ni con tener una participación mínima en la historia de la humanidad. El campo de acción de la historia está, no cabe duda, en manos de Europa y nada hace pensar que pueda transferirse a alguien más.
 Y así, es difícil alejarse de Europa. ¿Quién puede querer visitar Egipto? Tendría que viajar Nilo arriba en un barco francés, hospedarse en El Cairo en el “Hotel Europa” y por las noches ir al teatro a oír ópera italiana. Es decir, vivir en otro punto del planeta pero a la usanza europea, con los restos de una antigua civilización como telón de fondo, pero sin hallar formas o movimientos en los que se manifieste la fuerza y la creatividad de ese pueblo único, de esa historia única. ¡No tiene ningún interés!
 Pero, ¿acaso no ocurre en el mundo entero lo mismo que en Egipto? El mundo entero está sembrado de ruinas y de civilizaciones antiguas; en el mundo entero la población aborigen se ha visto privada de un eje y de un movimiento propio y ha sido relegada a un segundo plano, mientras en primer plano vive y se mueve esa Europa de la que también aquí, en Petersburgo, podemos encontrar excelentes ejemplos. Un solo país, según dicen, ha conservado hasta hoy su vida de antaño y aún puede albergarla la esperanza de desarrollarla en el futuro. Se trata de la India, cuna de la religión más extendida, de la filosofía más abstracta y de las matemáticas. No hace mucho que uno de nuestros senadores hizo un viaje a la India, así, por dar un paseo durante el tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre. ¡Imposible no alabarlo por su audacia! ¡Imposible, también, no envidiarlo! Pero no se puede negar que, para dar un paseo, la India queda bastante lejos y resulta bastante caro; además, si uno tiene la intención de callejear por allí ha de prepararse de antemano para que el viaje sea verdaderamente interesante. Entre tanto, aquí cerca, al lado, hay países que, sin lugar a dudas, también se revelan muy atractivos. En Constantinopla aún reina el Asia más terrible, al última forma majestuosa de la vida oriental; gracias a los esfuerzos de Europa, en el propio continente europeo todavía se conserva el que alguna vez fuera el temible imperio de los turcos.
 “Aun si no consigo entender muchas cosas de esa vida que me es ajena –pensé- sí podré, seguramente, ver ese lugar incomparable y admirar ese paisaje que no tiene igual en el mundo entero. Y además visitaré Santa Sofía, un templo con cuya belleza, a decir de muchos, nada puede compararse”.
Resultado de imagen de nikolai strajov Y de ahí ya no está lejos otro lugar que, según tengo entendido, es más interesante todavía;  un lugar que quizá sólo frente a la India podría palidecer. Se trata del Monte Athos, una pequeña península en el mar Egeo, habitada por monjes. Allí se ha conservado hasta nuestros días –y aún florece intacta- una vida muy peculiar que comenzó con los primeros siglos del Cristianismo y que hace casi mil años se consolidó definitivamente. Estos religiosos han mostrado, como si de un inmenso ejemplo histórico se tratara, la auténtica naturaleza del monacato. Es decir, son creyentes que han renunciado voluntaria e irrevocablemente al mundo y viven ajenos a cualquier asunto terrenal. Así lo entendieron los feroces turcos y los dejaron en paz. De modo que esas personas que de buen grado se privaron de todos los bienes terrenales, conservaron a lo largo de muchos desastrosos siglos el mayor bien: la independencia y una peculiar forma de vida. Su propósito era claro desde el principio y los medios para conseguirlo se definieron de una vez y para siempre; por eso a ellos no les hacía falta ningún cambio y no tuvieron progreso ni historia. Según testimonio de los investigadores, el Monte Athos es un auténtico remanente vivo de la más remota antigüedad y, en ese sentido, un lugar único en su especie, un lugar como no hay otro en ningún país del mundo habitado.
 Recordemos además qué espíritu habita allí: el de nuestra devoción ortodoxa. En el Monte Athos se encuentra una de las encarnaciones más puras  de ese principio vivificador que conforma la verdadera alma del pueblo ruso. El Monte Athos es la escuela de la santidad y su campo de acción, y no olvidemos que el hombre santo es el mayor ideal de los rusos, desde el campesinado analfabeto hasta Lev Tolstói.
 He aquí, lector, una breve explicación de por qué yo, pecador, quise visitar el Monte Athos.

III

 En 1881, el 16 de agosto cayó en domingo y a las nueve de la mañana tomé el barco que cada domingo zarpa de Sebastopol y va directamente a Constantinopla. La nave iba vacía; no había sino dos rusos, marido y mujer, y un inglés… pero, ¿dónde se ha visto un mar sin ingleses? De pronto sentí que en mi proceder había algo extraño. ¿Por qué iba a donde nadie va?
 Por lo general, Constantinopla está tan lejos de nuestros pensamientos que a veces tenemos la impresión de que se encuentra a más distancia que París, Londres o Roma. Pero en realidad está al lado. Es más sencillo y menos costoso viajar de Sebastopol o de Odesa a Constantinopla que de Petersburgo a Moscú. El lunes, hacia el mediodía, entramos en el Bósforo y, por supuesto, todo el mundo se lanzó a la cubierta. Desgraciadamente el día estaba nublado y el magnífico paisaje deslucía. Además, al observar con detenimiento las suntuosas construcciones que tan pintorescamente se recortan sobre el verde fondo de la elevada orilla, percibí cierta carencia en aquella suntuosidad. Tanto en las dimensiones de cada uno de los pisos, como en los muros que son tres veces más estrechos que las propias ventanas, se revelaba una extraña ligereza. “¡Parecen casitas de cartón!”, le dije al inglés. Más tarde me convencí de que así está construida toda Constantinopla. Delgadas paredes levantadas con tablones de madera colocados en forma de cruz y los espacios vacíos rellenos con ligeros ladrillos… La impresión arquitectónica que produce una gran cantidad de esas casas es lamentable.
 Al entrar en el Cuerno de Oro nos estaba esperando otra desilusión. En Constantinopla no existen los muelles ni los desembarcaderos. Los barcos, como si de un país desierto se tratara, sueltan el ancla en medio del golfo y la orilla sólo puede alcanzarse en lancha. Pero fuimos recibidos con gran cordialidad.»
   
    * Constantinopla.

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2007, en traducción de Selma Ancira, pp. 100-108. ISBN: 978-84-96489-74-5.]

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