Espiritualidades del caminar
Caminar como renacimiento
«Caminar implica reducir la utilización del
mundo a lo esencial. La carga que se puede llevar se restringe a lo elemental:
un puñado de ropa y de utensilios, algo para hacer un fuego y no morirse de
frío, instrumentos para no perderse, un poco de comida, a veces armas, siempre
algún libro. Lo superfluo se cuenta en penas, sudor, dolores futuros. Caminar
es pues un desnudarse, que revela al hombre en su cara a cara con el mundo. Su
arte, dice Thoreau, que se refiere aquí a una de las etimologías de sauntering (pasear, deambular en
inglés), consiste en llegar simbólicamente a una tierra santa, a entregar sus pasos al magnetismo de la ruta,
pues “el saunterer, en el recto
sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin
descanso el camino más directo al mar” (Thoreau, 1998). Caminar es un camino
para el desacondicionamiento de la mirada, trazando una ruta no solamente en el
espacio, sino en el yo, y lleva a recorrer las sinuosidades –las del mundo y
las propias- en un estado de receptividad, de alianza. Geografía del afuera que
se une a la de la interioridad, liberándola de las obligaciones sociales
ordinarias. “El hermoso camino color lavanda palidece un poco más a cada
segundo que pasa. Nadie lo ha recorrido, ha nacido con el día. Y eres TÚ a
quien ese pueblo espera al final del camino, para despertar a la existencia”
(Roud, 1984, 84). E. Abbey lo confirma a su manera: “Cada vez que miro dentro
de uno de esos pequeños cañones secretos, espero secretamente encontrar no sólo
el álamo de Fremont alimentándose de su minúscula fuente –el dios frondoso, el
ojo líquido del desierto-, sino también una corona de luz flameante, color
arcoiris, espíritu puro, puro ser, pura inteligencia, desencarnada, lista para
pronunciar mi nombre” (Abbey, 1995, 253). Si los obstáculos en el curso del
camino (frío, nieve, heladas, lluvias, montañas imponentes) son para los
tibetanos la obra de los demonios que quieren poner a prueba la serenidad de
los peregrinos, quizá nosotros debamos también pensar que las dificultades del
camino son para el viajero como las piedras miliares de su ruta interior hacia
el corazón palpitante de cosas que todavía ignora.
El camino lleva a momentos en los que el mundo
se abre sin reticencia, revelándosenos plenamente bajo una luz radiante –primer
paso, quizá, de una metamorfosis personal-. Descubriendo el mundo a la altura
del hombre, el caminante se pone a la vez en situación de descubrirse a sí
mismo en la quemazón de unos acontecimientos cuyo resultado desconoce –pues, al
igual que la vida, el camino está hecho de lo improbable, más que de lo
previsible-. “Durante dos horas más avanzo penosamente y jadeo y trepo y
resbalo y vuelvo a trepar y me quedo sin aliento, obtuso como cualquier
irracional, mientras mucho más arriba, los estandartes de plegarias ondean
sobre el sol occidental, que vuelve ígneas las rocas frías, y llena el duro
cielo de luz blanca. Sombras de estandartes bailan sobre las paredes de los
ventisqueros mientras entro en la sombra del pico, en un túnel de hielo,
moviéndome con dificultad y jadeando, los ojos estúpidamente fijos en la nieve.
Luego estoy otra vez al sol, en el último de los pasos de alta montaña, quitándome
el gorro de lana para que el aire me aclare la cabeza; caigo de rodillas,
jubiloso, deshecho, sobre una estrecha cresta que separa dos mundos”.
(Matthiessen, 1995, 304).
En el agotamiento propio de las largas
caminatas hay a veces tanta fuerza y tanta belleza que el sufrimiento del
caminante prácticamente se disuelve. Desgastado por el contacto con el camino,
erosionado por la necesidad de avanzar, el caminar se hace menos incisivo, más
llevadero. A medida que pasa el tiempo, el miedo al dolor deja de ser la
principal motivación del caminante para dar paso a la metamorfosis de sí mismo,
al despojamiento a una renovada entrega al mundo, entrega que requiere de la
alquimia de la ruta y de un cuerpo que se funda en ella –una alianza afortunada
y exigente del hombre con el camino-. “Si bien ese puerto de montaña representa
para mí una feliz coronación, un lugar abierto y al fin propicio a la
contemplación, era también una invitación a mi superación, portal de hierba, de
aire y de piedra hacia otro paisaje y hacia otro yo –dice Thierry Guinhut sobre
los montes del Cantal-. El temblor de mis piernas, la palpitación en el corazón
de mis miradas, el aliento inhalado, saboreado, al pasar por el alto, parecían
cargarme de la tensión y la fuerza de un hombre distinto” (Guinhut, 1991, 20).
Caminar es a veces una memoria reencontrada,
no sólo debido a la invitación que hace a que meditemos sobre nosotros mismos
en el curso de nuestro vagabundeo, sino también porque a veces llega a trazar
un cambio que remonta el curso del tiempo y nos libra a un sinfín de recuerdos.
Es entonces cuando caminar ronda la muerte, la nostalgia, la tristeza;
despierta el tiempo por la gracia de un árbol, de una casa, de un río o un
torrente, a veces de un rostro avejentado, que nos cruzamos una vez en un
sendero o una calle. “El trazado del camino –dice Pierre Sansot- no es
solamente de orden material, también requiere de unas señales invisibles sin
las cuales desaparecería; y si nosotros continuamos, nuestro caminar no sería ya por un camino propiamente dicho,
sino por una abundancia de recuerdos personales o de amistades tipológicas,
sentimentales, de las que carece el hombre sin corazón” (Sansot, 1983, 78).
Caminar es un remedio contra la ansiedad o la
melancolía. Mi primer libro (Le Breton, 1982) reconstruía la larga marcha de un
hombre absolutamente desamparado en las rutas del noreste brasileño. Entre la
narración y la historia personal, el vínculo a veces era casi imperceptible; se
trataba al fin y al cabo de una novela,
pero la experiencia del acoso, de la desaparición de sí mismo en medio de una
larga caminata por las carreteras o las calles del país me resultaba muy
familiar. Primer aprendizaje de la amargura y la dulzura del mundo. Había que
llevar a cabo la travesía física de la noche para dar a luz al yo. Caminar
fabrica lentamente el sentido que permitirá reencontrar la evidencia del mundo;
a menudo se camina para reencontrar un centro de gravedad, perdido al haber
sido alejado de uno mismo. El camino recorrido es un laberinto que provoca el
descorazonamiento y el cansancio; pero su salida, radicalmente interior, es a
veces un reencuentro con el sentido y con el gozo de saber que hemos invertido,
a nuestro favor, todas las dificultades con las que nos hemos cruzado. Muchas rutas
son travesías del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación
con el mundo. La suerte del caminante, dentro de su angustia, es la oportunidad
que se le ofrece de un cuerpo a cuerpo con su existencia, de conservar un
contacto físico con las cosas. Embriagándose de fatiga, planteándose objetivos
minúsculos pero eficaces, como ir allí en lugar de allá, controla todavía su
relación con el mundo. Esta desorientado, cierto, pero busca una solución, si
bien aún no lo sabe. El camino deviene entonces camino iniciático,
transformando la dificultad en oportunidad; la alquimia de la ruta lleva a cabo
su eterna tarea de transformar al hombre, de volver a encauzarlo en el camino
de su vida.
La travesía por el desafío moral encuentra en
el desafío físico que es el caminar su antídoto por excelencia, el que modifica
el centro de gravedad del hombre. Sumergiéndose en otro ritmo, en una relación
nueva con el tiempo, el espacio, los otros, gracias a su encuentro con el
cuerpo, el sujeto restablece su lugar en el mundo, relativiza sus valores y
recupera la confianza en sus recursos propios. Caminar le hace revelarse a sí
mismo, no de manera narcisista, sino congraciándolo con el placer de vivir y
con el vínculo social. Su duración, su dureza ocasional, la vuelta a lo
elemental que provoca, hacen que el caminar pueda romper una historia personal
dolorosa, abriendo los caminos secundarios del interior del yo, lejos de los
caminos trillados sonde la pena se va rumiando poco a poco. Hoy se organizan
marchas especialmente pensadas para enfermos, de cáncer o de esclerosis
múltiple, por ejemplo, para que recuperen la confianza en sí mismos y activen
todos sus recursos, tanto físicos como morales, en su guerra contra la
enfermedad. En la trama del camino, hay que intentar reencontrar el hilo de la
vida.
Fin del viaje
Al final del camino, después de horas o de
días, a veces incluso más, tras una larga marcha por las rutas, los pasos se
precipitan o se hacen más pesados, según el deseo que se tenga de reencontrarse con los demás, con la vida cotidiana, momentáneamente puesta entre paréntesis
hasta entonces. John Dundas Cochrane, que recorrió a pie varios miles de
kilómetros, desde Rusia hasta la península de Kamchatka, no sueña con otra cosa
que no sea volver al camino: “Se podría pensar que después de un periplo como
éste me haya curado del espíritu viajero, al menos de su forma más excéntrica;
pero esa suposición está muy alejada de
la realidad, pues así como soy plenamente consciente de que jamás he
sido tan feliz como en las llanuras tártaras, del igual forma nunca como ahora
he deseado tanto volver a aventurarme en aquel lugar” (Dundas Cochrane, T1,
1829, prefacio XXI). Matthiessen está terminando su largo viaje a pie por el
Dolpo. Aunque el leopardo de las nieves ha permanecido escondido y él ha tenido
que volver con las manos vacías, Matthiessen acaba satisfecho con este largo
viaje que le ha llevado tan lejos en la reapropiación de sí mismo: “Bajo mi
anorak, brilla el estandarte de plegarias doblado. El té con manteca y los
dibujos del viento, la Montaña de Cristal y corderos azules bailando sobre la
nieve… ¡son más que suficiente! ¿Has visto el leopardo de las nieves? ¡No! ¿No
es maravilloso?” (Matthiessen, 1995, 266).
¿Qué importa el resultado? Lo que cuenta es el
camino recorrido. No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos
inventa. Y si bien llegamos aquí al final de este libro, en realidad la última
palabra no es más que una etapa en el camino: la página en blanco es siempre un
umbral, una antesala. Por suerte, volveremos a partir, a pasear por las
ciudades del mundo, por los bosques, las montañas, los desiertos, para
proveernos nuevamente de imágenes y sensaciones, de nuevos lugares y nuevos
rostros, buscar un pretexto para escribir y renovar nuestra mirada, sin olvidar
nunca que la tierra está hecha para los pies más que para los neumáticos, y que
ya que tenemos un cuerpo, lo mejor será que lo utilicemos. La Tierra es
redonda, y si damos la vuelta al mundo, al final acabaremos llegando al punto de
partida, listos de nuevo para un nuevo viaje. Tantas rutas, tantos caminos,
tantos pueblos, ciudades, colinas, bosques, montañas, mares, desiertos, tantos
itinerarios por recorrer, sentir, observar, extender nuestra memoria en el gozo
de estar allí. Los senderos, la tierra, la arena, las orillas del mar, incluso
el lodo o las rocas, están todos hechos a la medida del cuerpo, y de la
conmoción de existir.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, en traducción
de Hugo Castignani, pp. 231-241.]
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