viernes, 11 de junio de 2021

Elogio del caminar.- David Le Breton (1953)


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Espiritualidades del caminar
Caminar como renacimiento

 «Caminar implica reducir la utilización del mundo a lo esencial. La carga que se puede llevar se restringe a lo elemental: un puñado de ropa y de utensilios, algo para hacer un fuego y no morirse de frío, instrumentos para no perderse, un poco de comida, a veces armas, siempre algún libro. Lo superfluo se cuenta en penas, sudor, dolores futuros. Caminar es pues un desnudarse, que revela al hombre en su cara a cara con el mundo. Su arte, dice Thoreau, que se refiere aquí a una de las etimologías de sauntering (pasear, deambular en inglés), consiste en llegar simbólicamente a una tierra santa,  a entregar sus pasos al magnetismo de la ruta, pues “el saunterer, en el recto sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más directo al mar” (Thoreau, 1998). Caminar es un camino para el desacondicionamiento de la mirada, trazando una ruta no solamente en el espacio, sino en el yo, y lleva a recorrer las sinuosidades –las del mundo y las propias- en un estado de receptividad, de alianza. Geografía del afuera que se une a la de la interioridad, liberándola de las obligaciones sociales ordinarias. “El hermoso camino color lavanda palidece un poco más a cada segundo que pasa. Nadie lo ha recorrido, ha nacido con el día. Y eres TÚ a quien ese pueblo espera al final del camino, para despertar a la existencia” (Roud, 1984, 84). E. Abbey lo confirma a su manera: “Cada vez que miro dentro de uno de esos pequeños cañones secretos, espero secretamente encontrar no sólo el álamo de Fremont alimentándose de su minúscula fuente –el dios frondoso, el ojo líquido del desierto-, sino también una corona de luz flameante, color arcoiris, espíritu puro, puro ser, pura inteligencia, desencarnada, lista para pronunciar mi nombre” (Abbey, 1995, 253). Si los obstáculos en el curso del camino (frío, nieve, heladas, lluvias, montañas imponentes) son para los tibetanos la obra de los demonios que quieren poner a prueba la serenidad de los peregrinos, quizá nosotros debamos también pensar que las dificultades del camino son para el viajero como las piedras miliares de su ruta interior hacia el corazón palpitante de cosas que todavía ignora.
 El camino lleva a momentos en los que el mundo se abre sin reticencia, revelándosenos plenamente bajo una luz radiante –primer paso, quizá, de una metamorfosis personal-. Descubriendo el mundo a la altura del hombre, el caminante se pone a la vez en situación de descubrirse a sí mismo en la quemazón de unos acontecimientos cuyo resultado desconoce –pues, al igual que la vida, el camino está hecho de lo improbable, más que de lo previsible-. “Durante dos horas más avanzo penosamente y jadeo y trepo y resbalo y vuelvo a trepar y me quedo sin aliento, obtuso como cualquier irracional, mientras mucho más arriba, los estandartes de plegarias ondean sobre el sol occidental, que vuelve ígneas las rocas frías, y llena el duro cielo de luz blanca. Sombras de estandartes bailan sobre las paredes de los ventisqueros mientras entro en la sombra del pico, en un túnel de hielo, moviéndome con dificultad y jadeando, los ojos estúpidamente fijos en la nieve. Luego estoy otra vez al sol, en el último de los pasos de alta montaña, quitándome el gorro de lana para que el aire me aclare la cabeza; caigo de rodillas, jubiloso, deshecho, sobre una estrecha cresta que separa dos mundos”. (Matthiessen, 1995, 304).
 En el agotamiento propio de las largas caminatas hay a veces tanta fuerza y tanta belleza que el sufrimiento del caminante prácticamente se disuelve. Desgastado por el contacto con el camino, erosionado por la necesidad de avanzar, el caminar se hace menos incisivo, más llevadero. A medida que pasa el tiempo, el miedo al dolor deja de ser la principal motivación del caminante para dar paso a la metamorfosis de sí mismo, al despojamiento a una renovada entrega al mundo, entrega que requiere de la alquimia de la ruta y de un cuerpo que se funda en ella –una alianza afortunada y exigente del hombre con el camino-. “Si bien ese puerto de montaña representa para mí una feliz coronación, un lugar abierto y al fin propicio a la contemplación, era también una invitación a mi superación, portal de hierba, de aire y de piedra hacia otro paisaje y hacia otro yo –dice Thierry Guinhut sobre los montes del Cantal-. El temblor de mis piernas, la palpitación en el corazón de mis miradas, el aliento inhalado, saboreado, al pasar por el alto, parecían cargarme de la tensión y la fuerza de un hombre distinto” (Guinhut, 1991, 20).
 Caminar es a veces una memoria reencontrada, no sólo debido a la invitación que hace a que meditemos sobre nosotros mismos en el curso de nuestro vagabundeo, sino también porque a veces llega a trazar un cambio que remonta el curso del tiempo y nos libra a un sinfín de recuerdos. Es entonces cuando caminar ronda la muerte, la nostalgia, la tristeza; despierta el tiempo por la gracia de un árbol, de una casa, de un río o un torrente, a veces de un rostro avejentado, que nos cruzamos una vez en un sendero o una calle. “El trazado del camino –dice Pierre Sansot- no es solamente de orden material, también requiere de unas señales invisibles sin las cuales desaparecería; y si nosotros continuamos, nuestro caminar  no sería ya por un camino propiamente dicho, sino por una abundancia de recuerdos personales o de amistades tipológicas, sentimentales, de las que carece el hombre sin corazón” (Sansot, 1983, 78).
 Caminar es un remedio contra la ansiedad o la melancolía. Mi primer libro (Le Breton, 1982) reconstruía la larga marcha de un hombre absolutamente desamparado en las rutas del noreste brasileño. Entre la narración y la historia personal, el vínculo a veces era casi imperceptible; se trataba al fin y  al cabo de una novela, pero la experiencia del acoso, de la desaparición de sí mismo en medio de una larga caminata por las carreteras o las calles del país me resultaba muy familiar. Primer aprendizaje de la amargura y la dulzura del mundo. Había que llevar a cabo la travesía física de la noche para dar a luz al yo. Caminar fabrica lentamente el sentido que permitirá reencontrar la evidencia del mundo; a menudo se camina para reencontrar un centro de gravedad, perdido al haber sido alejado de uno mismo. El camino recorrido es un laberinto que provoca el descorazonamiento y el cansancio; pero su salida, radicalmente interior, es a veces un reencuentro con el sentido y con el gozo de saber que hemos invertido, a nuestro favor, todas las dificultades con las que nos hemos cruzado. Muchas rutas son travesías del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo. La suerte del caminante, dentro de su angustia, es la oportunidad que se le ofrece de un cuerpo a cuerpo con su existencia, de conservar un contacto físico con las cosas. Embriagándose de fatiga, planteándose objetivos minúsculos pero eficaces, como ir allí en lugar de allá, controla todavía su relación con el mundo. Esta desorientado, cierto, pero busca una solución, si bien aún no lo sabe. El camino deviene entonces camino iniciático, transformando la dificultad en oportunidad; la alquimia de la ruta lleva a cabo su eterna tarea de transformar al hombre, de volver a encauzarlo en el camino de su vida.
Resultado de imagen de david le breton elogio del caminar La travesía por el desafío moral encuentra en el desafío físico que es el caminar su antídoto por excelencia, el que modifica el centro de gravedad del hombre. Sumergiéndose en otro ritmo, en una relación nueva con el tiempo, el espacio, los otros, gracias a su encuentro con el cuerpo, el sujeto restablece su lugar en el mundo, relativiza sus valores y recupera la confianza en sus recursos propios. Caminar le hace revelarse a sí mismo, no de manera narcisista, sino congraciándolo con el placer de vivir y con el vínculo social. Su duración, su dureza ocasional, la vuelta a lo elemental que provoca, hacen que el caminar pueda romper una historia personal dolorosa, abriendo los caminos secundarios del interior del yo, lejos de los caminos trillados sonde la pena se va rumiando poco a poco. Hoy se organizan marchas especialmente pensadas para enfermos, de cáncer o de esclerosis múltiple, por ejemplo, para que recuperen la confianza en sí mismos y activen todos sus recursos, tanto físicos como morales, en su guerra contra la enfermedad. En la trama del camino, hay que intentar reencontrar el hilo de la vida.

Fin del viaje

 Al final del camino, después de horas o de días, a veces incluso más, tras una larga marcha por las rutas, los pasos se precipitan o se hacen más pesados, según el deseo que se tenga de reencontrarse con los demás, con la vida cotidiana, momentáneamente puesta entre paréntesis hasta entonces. John Dundas Cochrane, que recorrió a pie varios miles de kilómetros, desde Rusia hasta la península de Kamchatka, no sueña con otra cosa que no sea volver al camino: “Se podría pensar que después de un periplo como éste me haya curado del espíritu viajero, al menos de su forma más excéntrica; pero esa suposición está muy alejada de  la realidad, pues así como soy plenamente consciente de que jamás he sido tan feliz como en las llanuras tártaras, del igual forma nunca como ahora he deseado tanto volver a aventurarme en aquel lugar” (Dundas Cochrane, T1, 1829, prefacio XXI). Matthiessen está terminando su largo viaje a pie por el Dolpo. Aunque el leopardo de las nieves ha permanecido escondido y él ha tenido que volver con las manos vacías, Matthiessen acaba satisfecho con este largo viaje que le ha llevado tan lejos en la reapropiación de sí mismo: “Bajo mi anorak, brilla el estandarte de plegarias doblado. El té con manteca y los dibujos del viento, la Montaña de Cristal y corderos azules bailando sobre la nieve… ¡son más que suficiente! ¿Has visto el leopardo de las nieves? ¡No! ¿No es maravilloso?” (Matthiessen, 1995, 266).
 ¿Qué importa el resultado? Lo que cuenta es el camino recorrido. No se hace un viaje; el viaje nos hace y nos deshace, nos inventa. Y si bien llegamos aquí al final de este libro, en realidad la última palabra no es más que una etapa en el camino: la página en blanco es siempre un umbral, una antesala. Por suerte, volveremos a partir, a pasear por las ciudades del mundo, por los bosques, las montañas, los desiertos, para proveernos nuevamente de imágenes y sensaciones, de nuevos lugares y nuevos rostros, buscar un pretexto para escribir y renovar nuestra mirada, sin olvidar nunca que la tierra está hecha para los pies más que para los neumáticos, y que ya que tenemos un cuerpo, lo mejor será que lo utilicemos. La Tierra es redonda, y si damos la vuelta al mundo, al final acabaremos llegando al punto de partida, listos de nuevo para un nuevo viaje. Tantas rutas, tantos caminos, tantos pueblos, ciudades, colinas, bosques, montañas, mares, desiertos, tantos itinerarios por recorrer, sentir, observar, extender nuestra memoria en el gozo de estar allí. Los senderos, la tierra, la arena, las orillas del mar, incluso el lodo o las rocas, están todos hechos a la medida del cuerpo, y de la conmoción de existir.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Siruela, en traducción de Hugo Castignani, pp. 231-241.]

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