Sexta vigilia: El juicio Final
«¡Que no daría yo por saber relatar con la
sencillez y coherencia de otros honrados protestantes, escritores y poetas, que
consiguen de ese modo sus laureles, que saben trocar ideas de oro en no menos
áureas realidades! Es evidente que a mí no me ha sido concedido ese don. Yo
nunca he poseído talento, y a pesar de que esta simple y breve historia de
asesinatos me hay costado sudores y fatigas, sigue pareciendo aún bastante
descabellada e insuficiente.
Yo soy ya un fracaso desde los años de mi
juventud, de algún modo, ya desde el huevo, puesto que, si se puede ver a otros
muchachos instruidos y prometedores cómo se esfuerzan por crecer en sabiduría y
sensatez, yo, al contrario, he mostrado siempre una especial debilidad por las
locuras, siempre dispuesto a llegar en mí hasta la confusión más absoluta,
precisamente para alcanzar el caos más perfectamente acabado a partir del cual,
como al buen Dios, me fuera posible organizar, si es que me venía en gana, un
mundo más o menos ordenado.
En ciertos momentos de exaltación ha llegado a
parecerme incluso que la Humanidad, en su precipitación por darse un orden, haya incluso destruido el Caos, con lo cual nada puede ocupar ya su lugar apropiado;
el Creador debería hacer pronto todo lo posible para borrar y eliminar el mundo
como un sistema fracasado.
¡Sólo yo puedo saber hasta qué punto me ha
perjudicado esta obsesión! Poco faltó para que me costase incluso el empleo de
guardián nocturno aquella vez en que, en los últimos instantes del siglo, se me
ocurrió proclamar el fin del mundo y, en lugar de dar la hora, anunciar la
llegada de la eternidad, con lo que un sinnúmero de autoridades espirituales y
temporales vinieron a caerse de la cama y fueron presas de gran confusión;
ninguno estaba preparado para el gran evento.
La escena provocada por la falsa alarma del
Apocalipsis resultó bastante divertida; yo fui el único espectador que conservó
su sangre fría, mientras todos los demás me tuvieron que servir de actores
apasionados. ¡Qué confusión, cómo corría la pobre gente! Y, mezclada con los
otros, una nobleza aterrorizada procuraba ordenarse por rango ante su señor
divino, una jauría de lobos pertenecientes a la justicia y, en general, de todo
pelaje, intentaban desesperadamente mudarse en corderos: aquí reconocían
pensiones a viudas y huérfanos, igual que ellos, muertos de miedo; allí
anulaban públicamente condenas injustas, prometiendo, sobre todo, restituir
inmediatamente después del Juicio Final las sumas rapiñadas a tantos pobres
diablos reducidos por su culpa a la mendicidad. Se llegó a ver a estos vampiros
y otras sanguijuelas denunciarse a sí mismos y proclamarse reos de la horca y
aun reclamarla con urgencia antes de que una Mano más alta cayera sobre sus
cabezas. El hombre más soberbio del Estado estaba allí, por primera vez abatido
y casi servil, con la corona en la mano, disputándose el honor de ser el
primero en ceder el paso a un individuo vestido de harapos, pues le parecía ya
muy próximo el momento de la igualdad universal.
Se abandonaron cargos; órdenes e insignias
honoríficas eran arrancadas por la propia mano de aquellos a los que
indignamente habían adornado el pecho; pastores de almas prometieron
solemnemente ser los primeros, a partir de aquel momento, en dar ejemplo y no
sólo buenas palabritas, esperando que el Señor quisiera mostrarse clemente.
¡Cómo describir los rezos llenos de miedo, los
gritos, aullidos, lamentos y juramentos del pueblo, corriendo de aquí para
allá, loco de terror, sobre el teatro de la ciudad! A todas las máscaras se les
caía el antifaz de los rostros, se podía reconocer a los monarcas bajo los
hábitos miserables y a famosos gallinas con aguerrido armamento, de forma que
entre ropaje y hombre había una contradicción absoluta.
Para mi regocijo, permanecieron de este modo
durante largo tiempo, sin advertir que la justicia penal del cielo estaba
tardando quizás mucho en llegar; la ciudad mostró todos sus vicios y virtudes,
se desnudó, por así decirlo, enteramente ante mí, el último de los ciudadanos.
El único fragmento genial de la representación ocurrió cuando un joven espíritu
satírico, decidido por aburrimiento a no llegar al siglo XIX, se descerrajó un
tiro en la cabeza para comprobar si en ese momento de indiferencia entre la
muerte y la resurrección, fuera del tiempo, era posible efectivamente morir y
desprenderse del tedio que amenazaba acompañarle toda la eternidad.
Junto a mí aún existía alguien capaz de
conservar la calma: era el poeta de la ciudad que, insolente, contemplaba desde
lo alto de su buhardilla este inmenso fresco miguelangelesco mientras que,
desde sus alturas poéticas, parecía querer interpretar literariamente el fin
del mundo.
Un astrónomo cercano a donde yo me encontraba,
observó finalmente que el gran actus
sollemnis quizás se retrasaba demasiado, y que la espada de fuego de la
justicia divina que se podía ver hacia el norte, acaso pudiera no ser otra cosa
que la misma aurora boreal. En este instante crucial, en que ya alguno de
aquellos ladrones se atrevía a levantar la cabeza, juzgué útil mantenerlos en
su estado de contrición, al menos durante el tiempo que durase una corta
bombilla, y di comienzo a mi arenga con las siguientes palabras:
“Estimadísimos conciudadanos:
Un astrónomo no es juez competente en esta
instancia, porque un fenómeno de la importancia del que parece querer obrarse
en el cielo, por encima de nuestras cabezas, no puede ser tratado como un
insignificante cometa, puesto que tan sólo puede manifestarse una vez en toda
la historia universal; así pues, no olvidemos despreocupadamente nuestra
compostura, y consideremos conspicuamente la situación, tal como ésta lo
requiere.
Qué ocupación mejor, en el día del Juicio
Final, que la de echar un vistazo al planeta que vacila bajo nuestros pies y
que bien pronto se hundirá en la nada con sus paraísos, sus prisiones, sus
academias y sus manicomios. En este momento final de la historia sometamos a
examen, por tanto, lo que hemos hecho desde que el globo surgió del caos.
Muchos años han transcurrido desde Adán, a menos que queramos adoptar el
calendario chino, y ¿qué hemos logrado tras todo ese tiempo? Nada, me parece.
No me miréis con tanto asombro; no es éste el
mejor momento para sentirse ofendidos. Antes de que sea demasiado tarde, es
necesario que nos mostremos un poco humildes.
Decidme, ¿cómo os vais a presentar ante
Nuestro Señor, vosotros, mis hermanos, príncipes, usureros, soldados, asesinos,
capitalistas, ladrones, servidores del Estado, juristas, teólogos, filósofos,
orates, y cualquier otro oficio que se os ocurra, porque nadie hoy en día puede
abstenerse de esta asamblea general, por mucho que algunos de vosotros, según
veo, preferirían poner pies en polvorosa?
En honor a la verdad, ¿qué habéis realizado
que valga la pena de recordar? Vosotros, filósofos, por ejemplo, ¿habéis
llegado a decir acaso algo más profundo que esto: ‘Sólo sabemos que no sabemos
nada’, que es el corolario de todas las filosofías que hasta hoy han sido? Y
vosotros, los sabios, ¿adónde os ha llevado vuestra sabiduría si no es a
disecar y disolver el espíritu humano para poder, a continuación, pavonearos de
vuestra importancia a placer, aplicándoos a lo que queda, al caput mortuum? Vosotros, teólogos, que
tanto gustáis de ser contados entre los allegados de la corte divina, mientras
que coqueteáis y os hacéis los astutos con lo más alto, aquí abajo organizáis
verdaderas carnicerías, dividís a los hombres en sectas irreconciliables, en
vez de unirlos, e incluso habéis envenenado las cordiales relaciones fraternas
y familiares, igual que falsos amigos domésticos. Y vosotros, los juristas,
hombres por mitad, deberíais completar el hombre entero con los teólogos, de
los que sólo os separasteis, en mala hora, para destruir los cuerpos, como
ellos destruyen las almas. No os dais la manos más que por encima del patíbulo del
pobre condenado, verdugos –espiritual, el uno, temporal, el otro-, ¡y es en ese
momento cuando más dignamente figuráis uno al lado del otro!
Y qué decir de vosotros, hombres de Estado,
que reducís el género humano a meros principios de la mecánica. ¡Dónde quedarán
vuestras leyes cuando el cielo las revise! Y, puesto que ya sólo poseeremos la
condición espiritual, ¿qué haréis con las víctimas humanas a las que habéis
extirpado el espíritu para poder usar con más facilidad su piel desollada?
¡Ah, se atropellan ya en mi boca tantas cosas
por declarar sobre vosotros, los gigantes de este mundo, príncipes y tiranos,
que pagáis en hombres como otros lo hacen en moneda y os traéis un vergonzoso
comercio con la muerte!
Todas estas cosas, ¡hombres!, me han vuelto
loco de rabia y viendo ahora la ralea humana arrastrarse en torno a mí con
otros tantos méritos y virtudes, me gustaría hacer el papel de demonio en este
Juicio Universal, aunque sólo fuese durante una hora, y entonces sí que oiríais
un discurso terrorífico.
El acto solemne se retrasa aún; os ha sido
concedido un nuevo tiempo para convertiros. Rezad y gemid, hipócritas, tal como
acostumbráis hacer en el momento de vuestra muerte, cuando ya no sabéis qué
hacer con vuestra vida gastada y desperdiciada, y ya no tenéis fuerzas ni para
seguir pecando.
Detrás de vosotros yace la historia universal
como una novela estúpida en la que algunos personajes discretos se mezclan con
una multitud de personajes lamentables. ¡Ay!, el único error divino ha sido el
de dejarla en vuestras manos en vez de haberla escrito Él personalmente. ¡Ea!,
decidme, ¿vale la pena que se escriba en un lenguaje más elevado esta
porquería, o acaso no será mejor que Él, viéndola ante sí en toda su bajeza, la
despedace y os suma a vosotros todos y a todos vuestros proyectos en el más
profundo de los olvidos? ¡Otra solución no veo! ¿O es que, tal y como os
contemplo ahora, podéis hacer valer el más mínimo derecho al cielo o al
infierno? Para aquel resultáis demasiado abominables; para éste, demasiado
aburridos.
Las instancias celestiales van todavía para
largo, pero no veáis en ello la más mínima esperanza; recogeos, os lo aconsejo,
andad todavía algún paso por el camino de la contrición antes de que el suelo
se abra bajo vuestros pies. Voy a ofreceros el mejor de mis argumentos: el
Todopoderoso salvó una vez a Sodoma y Gomorra merced a un solo justo, pero que
eso no os lleve a concluir que vaya a hacer lo mismo con todo un planeta de
hipócritas por el mero hecho de la existencia de un puñado de piadosos.
¿Alguien de vosotros es capaz de sugerir algo mínimamente razonable acerca del
lugar que os corresponde? Ya el bueno de Kant demostró en su momento que tiempo
y espacio no son otra cosa que simples formas de nuestra concepción sensible,
cada uno de nosotros sabe que estas formas no existen en el reino espiritual;
ahora os pregunto a vosotros que vivís tan sólo en el ámbito de la mera
sensualidad: ¿qué espacio esperáis encontrar allí donde ya no existe el
espacio?, ¿qué queréis comenzar, si el tiempo no será más que memoria de aquí
abajo?”»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones El Acantilado, 2001, en
traducción de Marisa Siguan y Eduardo Aznar, pp.60-67. ISBN: 84-95359-31-6.]
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