Las compañeras
Yvonne
«Era una extraordinaria chica de Lorena, de
mirada pura. En su cara reinaban unos ojos grandes y de un azul como de
porcelana.
Cuando nos encontramos por última vez, en
diciembre, llevaba la muerte marcada en su pequeño rostro.
Yo hubiera querido insuflarle vida a su pesar,
suscitar en ella algo del coraje que yo ya ni siquiera poseía, el justo para
ayudarla a vivir. No mucho tiempo, sólo unos cuantos días.
De entre todas, era ella quien más merecía
regresar.
Hella
No era hermosa. Con aquella narizota y
aquellos ojos, más bien apagados. De complexión robusta, poco elegante.
Inteligente, pero sin un atractivo especial.
Era simplemente, mi amiga.
Nos habíamos visto una vez, antes de la
deportación, y habíamos intercambiado algunas palabras. Sin embargo, no había
sentido por ella ninguna simpatía especial.
Fue la primera noche, en las duchas, cuando
Hella me reconoció y se me acercó.
A partir de aquel momento, tácitamente,
formamos un equipo.
Sólo dos horas después de haberme conocido, ya
había robado para mí una blusa andrajosa.
“Toma, tienes más frío que yo”.
Parece ridículo, pero cuánto valor tenía aquel
gesto y cuán precioso me fue aquel jirón de satén cuando casi nada más me
protegía de las agrias brisas matinales.
Hella había nacido en Polonia, de padre judío
y madre católica. Vivía en Francia desde hacía cinco años.
La arrestaron en Montpellier, donde acababa
sus estudios de medicina.
Esta joven polaca hablaba francés con una rara
perfección y conocía muy bien nuestra literatura. Sólo tenía veintitrés años,
pero una madurez de espíritu tal que parecía mucho mayor.
Trabajábamos juntas, juntas pasábamos frío,
juntas sufríamos.
Yo le daba mi pan porque ella tenía más hambre
que yo.
Por las noches, pacientemente, ella curaba mis
llagas. Yo le contaba cómo había sido nuestro trabajo en la clandestinidad y me
emocionaba recordando miles de detalles. Me sentía feliz al ver cómo le
apasionaban mis historias.
Por aquel entonces, los únicos momentos en que
yo era consciente de mi dignidad eran aquellos en los que le hablaba de mi
“tarea” anterior.
Hoy me doy cuenta de que una gran parte de mi
coraje se lo debo a Hella: me importaba mucho su opinión y deseaba que pensara
que yo era fuerte. Decepcionarla habría sido destruir aquel extraño sentimiento
mío.
Hella había tenido la oportunidad de entrar
como médico en el Revier. Pero
siempre lo había rechazado por dos razones: tenía miedo a contagiarse y no me
quería abandonar.
Ahora bien, al terminar la cuarentena, nos
separaron. Sin duda aquélla fue la primera y mayor decepción que experimenté en
el Campo. Aunque ambas tuviésemos otras amigas, nos sentimos, literalmente,
amputadas de una parte de nosotras mismas.
Tener una amiga ayuda tanto a soportar el
sufrimiento…
En 1944, después de algunos cambios, nos
encontrábamos en Blocks vecinos. Esta
cercanía nos permitió vernos con mucha frecuencia, al menos unos instantes,
durante las horas del trabajo. En ocasiones, Hella venía a verme hacia las
cinco de la mañana, antes de que pasaran lista. Y yo me arrastraba por la noche
hasta su Block a la vuelta del
trabajo, después de que volvieran a hacerlo; encontraba la fuerza necesaria
para dar algunos pasos más.
Cuando nos llegaban ecos de alguna buena
nueva, nos la comunicábamos con entusiasmo.
A veces, gracias a su conocimiento del polaco,
Hella lograba conseguir algunos periódicos, que hacíamos circular a escondidas.
En julio tuve que ingresar en el Block “de reposo” a causa de una llaga
en la pierna, que no me dejaba de supurar.
Cuando volví al Lager A supe que Hella había sido ingresada en el Revier.
Aquella noticia me estremeció, pues sabía de
su miedo a las selecciones para los hornos. Hella había prolongado la decisión
de hospitalizarse hasta el último minuto.
Aquejada de un angina diftérica, había dicho,
sin embargo, que padecía unas simples anginas. Cuando la forzaron a entrar en
el hospital ya era tarde.
Perdió la vista, el tacto y el habla.
El 8 de agosto yo misma ingresé en el
hospital, con una fiebre muy alta.
Allí me enteré, a través de una amiga doctora,
de que Hella estaba mucho mejor: había recobrado la vista y el tacto, pero no
del todo, desafortunadamente, el habla.
Cinco semanas más tarde, la víspera de mi
salida del Revier, tuve la inmensa
alegría de ver aparecer a Hella en persona.
Venía envuelta en una manta gris y no se le
veían más que la cabeza rapada y la cara, que no me pareció tan flaca.
Nos lanzamos a los brazos mutuamente. Ay, ella
prácticamente no podía hablar en voz alta y todo cuanto me dijo esa noche no
fue sino un prolongado y triste murmullo. Pese a todo, el reencuentro nos hizo
verdaderamente felices y provocó en ambas un extraordinario entusiasmo.
Esperábamos con ansiedad importantes
acontecimientos para el otoño, y deseábamos considerar nuestro providencial
encuentro como un feliz augurio.
Al día siguiente, el 5 de septiembre, a causa
de mi extrema delgadez fui enviada a un Block
de reposo.
En octubre, se produjo en el Campo una
violenta ola de selecciones.
Quemaron gente a todas horas.
Sin haber podido recuperar el habla, Hella
seguía en el Revier, convaleciente.
Nunca más la volví a ver.
Los alemanes se la llevaron y la quemaron.
Hélène
Hélène era muy hermosa.
Con un no sé qué extraordinariamente suave y
puro.
De ojos negros, inmensos y algo lentos, como
los de una cierva.
Hélène era una apasionada de Shakespeare y
conocía su obra como nadie. Creo que en un principio fue esta pasión común la
que nos acercó.
Ambas nos encerrábamos en nuestra torre de
marfil, y ni siquiera los bastonazos lograban hacernos bajar a la tierra.
En medio de todo lo que vivíamos, nos parecía
que Shakespeare era el único que estaba a la altura.
Hélène está muerta.
Marie
Se burlaban de ella porque tenía barba.
A pesar de su dulzura y de su pasividad, no
lograba causar la menor simpatía. Nadie parecía darse cuenta de su existencia.
Aquella proscrita entre los proscritos me
conmovía. Le dije que se viniera a dormir con nosotras.
Y cuando le pregunté qué había sido en la vida
respondió, simplemente: “Era sirvienta”.
[…]
Los gemelos
No sólo los ancianos, también los niños judíos
eran quemados junto a sus madres al llegar al Campo.
Había que tener al menos trece años y no más
de cincuenta para tener derecho a trabajar y vivir.
Con excepción de los gemelos.
Éstos, considerados como fetiches, conservaban
el derecho a morir de muerte natural.
Tenían una suerte extraordinaria: aunque las
bestias alemanas los sometían a experimentos “científicos”, gozaban de grandes
ventajas.
La primera, y no la menor, era la atribución
de una ración alimenticia mucho más abundante.
La segunda, ay, era bastante falaz: no ser
destinados a los hornos.
En conjunto, sus condiciones de vida eran
sensiblemente mejores.
El 15 de noviembre, por primera vez en el
campo de Birkenau, una judía francesa trajo al mundo gemelos.
Le hicieron una verdadera fiesta. Mengele, el
doctor en jefe del Campo, el asesino con patente, el encargado de las
selecciones, fue el padrino de los dos niños.
Les concedieron una cuna, con algo parecido a
sábanas, y la feliz madre recibió una alimentación copiosa y selecta. Lo nunca
visto.
Primero, desfiló ante ella todo el cuerpo
médico. Seguidamente, las eminencias, que la felicitaron. Es más, le
agradecieron haber aportado al Campo un amuleto.
Hasta entonces, las mujeres judías que estaban
embarazadas habían sido relativamente bien tratadas: las ponían en un Block especial, donde recibían pan
blanco, sopa de sémola y miel e incluso mantequilla.
Pero en el momento en que daban a luz cesaba
el tratamiento especial.
Los niños judíos no tenían derecho a vivir.
No probaban leche ni alimentos.
Así que morían de hambre.
Eran pocas las madres que podían dar el pecho,
y de todas maneras no lograban hacerlo por mucho tiempo. La vida del Campo no
les dejaba fuerzas.
Muchas tuvieron que asfixiar a sus bebés.
Las que no eran capaces de llevar a cabo
aquella acción los dejaban a cargo de los verdugos.
Ahora bien, a partir del famoso día en que
nacieron los gemelos se decidió que todos los bebés judíos que vieran la luz en
el Campo serían dejados con vida, registrados y matriculados, y recibirían una
ración extra de alimentos.
A pesar de que los gemelos de Jeannette
recibieron un trato especial, uno de ellos se resfrió y murió al cabo de cinco
días.
La madre se vio privada entonces de todas sus
ventajas. A petición de las demás madres, se le redujo su ración hasta
equipararla a la normal.
Si ya no había gemelos, tampoco sopa dulce, ni
pan blanco ni mantequilla.
La infeliz siguió dando el pecho a su único
hijo y durante algún tiempo tuvo tanta leche que hasta pudo alimentar a otros
bebés.
Después, con los efectos de la mala
alimentación y el frío, se debilitó y perdió la leche.
Apenas dos meses y medio más tarde, cuando los
alemanes ya habían huido, a dos días de la liberación, murió de hambre su
segundo bebé.
En realidad, aquel bebé jamás había sido
matriculado. Jamás había tenido derecho a la leche en polvo reservada sólo a
los niños arios.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2008,
en traducción de Luis Eduardo Rivera, pp. 69-84. ISBN: 978-84-936232-3-4.]
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