3.-Costurera ilustrada en las islas de Cabo Verde
«A continuación, es posible –al menos, ciertos
escépticos lo afirman- que me durmiera en mi biblioteca y soñase. Es posible
–no faltan quienes afirman que estoy encerrado: ¡encerrado, yo, que veo todo,
participo en todo, monto en el primer metro del amanecer en la estación Nueve
de Julio, en la avenida del mismo nombre en Buenos Aires, y me apeo para
almorzar, un minuto después, en la stantsiya Alexandra Nevskogo plochad, al
final de la Perspectiva Nevski (es un ejemplo)!- que esté loco. Desde luego,
señores míos, pero también es posible que el mundo no exista, simplemente.
Mentes preclaras lo han sostenido (tal vez sea yo uno de ésos). ¿Entonces? ¡Ah!
¿Así no decís ni pío? Pues sigamos. Digo, yo, si me lo permitís, que aquel día, veinte-veintiuno de marzo de
mil novecientos ochenta y nueve (¿hay que recordar a los ignorantes que siempre
hay dos fechas en funcionamiento, por decirlo así, en la Tierra? ¿Que no
transcurren veinticuatro, sino cuarenta y ocho horas, entre el momento en que
el veintiuno de marzo –pongamos por caso- surge de la espuma del Pacífico a lo
largo de la línea del meridiano ciento ochenta –ya oigo la pregunta. ¿Este u
Oeste? ¡Es igual, cretinos!- con un
rodeo a la izquierda –si recorremos esa línea ideal de Norte a Sur,
evidentemente- para englobar el hocico cuadrado de la península de los
chukches, otro a la derecha para apartar las Aleutianas, un tercero de nuevo a
la izquierda, mucho más al Sur, para meter en el saco las Gilbert, Fiji, Ellis,
Kermadec, Wallis y Futuna y otras menudencias oceánicas, y aquel en que queda
sepultado definitivamente en esa misma
línea, tras haber dado la vuelta a la Tierra de Este a Oeste? ¿Me seguís? A veces tengo la impresión
de hablar en el desierto. Tendré que volver al respecto, lo siento), descubrí
que el mundo era instantáneamente visible-legible por un lado y por el otro, en
cualquiera de sus líneas mezcladas. Vi –sí, afirmo que vi- el mundo,
tranquilamente, sin esfuerzo, en sus menores detalles. Si no me creéis,
verificadlo. Citaré nombres, lugares, la labor de cotejo será larga,
seguramente, pero no imposible. Venga, os invito. Si tenéis estómago para ello.
De todos modos, no es asunto mío. Yo vi en la ciudad de Paarl, en Sudáfrica, el
rostro de una mujer alta y con binóculos, de pelo ensortijado, vestida con un
corpiño de raso y un vestido tableado, y las orejas adornadas con dijes,
mostrar una ancha sonrisa al contemplar el vestido informe, de la talla de un
saco de dormir doble, que llevaba antes de su cura de adelgazamiento: la vi y
me alegré por ella (y lo repito: si no existe en la ciudad de Paarl una robusta
comadre bóer cuyo pelo se curva en caracolillos sobre el cráneo, si no comprobó
ésta con júbilo, al pasar a pesarse aquel día, que ya sólo ostentaba ciento
diecisiete kilos, si no decidió regalar a sus sobrinos su antiguo vestido,
estampado en azul y rosa, para que se hicieran con él una tienda –pero ¿cómo,
Dios del Cielo, habría yo inventado todo eso?-… pues que me declaren convicto
de impostura y locura). Y, al instante, muy lejos de allí, vi a otro ser enorme
disputando una competición de golf para cardíacos en los greens del Royal
Melbourne: su pechuga, sus brazos abiertos, la mano derecha sólidamente
crispada sobre el palo, su boquita abierta por encima de una barbilla casi tan
alta como el frente crestado de una mata pilosa, toda su actitud, en una
palabra, parecía sugerir que, descontenta por haber sido molestada en pleno
esfuerzo, se disponía a hacerme pasar un duro cuarto de hora a golpes de bate
de golf: me escabullí. Adiós, miss Mónica (distinguí muy bien su nombre, cosido
en su tee-shirt rayado). Contemplé una escena más apacible, con el sol en el
ocaso, pomelo fulgurante en un cielo salmón, cerca de Anchorage. Corrían
centelleos sobre la nieve malva pálida, agujereada por las ramas desnudas de
arbustos sepultados. En el horizonte, se veían siluetas de coníferas y las
ramas de un árbol muerto, como un trazado de rayo negro: mal gusto, seguramente,
pero sosegador. Ah, cristales… Un trazo pálido a lo lejos: ¿el mar? Sí, el mar.
Ese mismo sol que hacía flamear el hielo de Alaska iluminaba el pómulo derecho
de Gabriela Sabatini en una pista de tenis de Key Biscayne, en la que estaba
dando una paliza a Helly Hakami, y los músculos nítidos de su cuello, en cuya
base –en la exquisita sombra recortada por el escote en arco de la camiseta-
volaba una cadenita (pude distinguir la medalla que de ella colgaba –la virgen
de Luján- entre sus senos perlados de sudor y –siguiendo el deslizadero
irregular de cada una de las lupas líquidas, súbita, aleatoriamente abultado-
en la red azul de las venillas el erizamiento de una ligera pelusa de color
castaño). Vi resplandecer su cabellera negra en torno al óvalo del rostro,
brillar la mancha clara de un incisivo entre los labios entreabiertos, su mano
izquierda –abandonada, abierta, con el pulgar separado, el índice apuntando
hacia el suelo y los otros tres dedos ligeramente doblados hacia el cielo-
iluminada y la derecha aferrada al mango de la raqueta y flotar su faldita
sobre sus fuertes muslos…Prefería Gabriela a Mónica, me detuve un poco, sin dejarme ver, para no distraerla. En la cárcel municipal de Altamira, en
Tampico, vi –sentados, apretujados en un banco detrás de las rejas, con la
cabeza gacha- a José Antonio Hernández Aladro, Alfonso Torres García, Pedro de
Ángel Figueroa y Bernabé Martínez Cruz, “después de haber intentado hacer el
clásico ‘pisa y corre’, en la equívoca taberna Boca del Río, en la calle de Díaz-Mirón":
es decir, que esos cuatro chorras se habían largado sin pagar y, encima, se
habían llevado dos botellas de coñac; sólo, que no habían corrido bastante
deprisa. Leí todo eso –y lo que sigue- en el informe que el agente Carlos
Madero Márquez tecleaba con dedo vacilante (porque, si bien hay en el mundo
muchas cosas inesperadas, las hay también que no cambian, por decirlo así,
nunca: como, una vez más, el hecho de que el agente Márquez, con ayuda de otro
dedo –de la otra mano- se hurgaba la nariz y se alisase el bigote,
alternativamente. Sin esos puntos de referencia, esos estereotipos esenciales,
el mundo sería un puro caos). Junto a ellos, Antonio García Robles, al que su
gran cráneo y su perilla hacían parecer un Lenin mucho más favorecido, se esforzaba
por reflexionar: lo habían detenido –al menos eso era lo que le habían dicho-,
cuando, completamente borracho, estaba armando escándalo en la esquina de la
avenida de Hidalgo y la calle de la Esperanza. A primera vista, podría haber
parecido solapado, pero, en realidad, la expresión desagradablemente fija y
oblicua de su mirada se debía simplemente a la concentración exigida por el
acopio de recuerdos un poco dispersos e incompletos: ¿había sido él quien se lo
había hecho accidentalmente así (el ojo derecho casi totalmente cerrado, los
pómulos reventados) o lo habrían atizado cuando estaba ciego? No era lo mismo,
evidentemente. Estaba también allí –con la camisa abierta, bigotito inclinado,
pelo corto y erizado, orejas muy separadas, expresión un poco alucinada-
Gustavo Rodríguez Ruiz, quien pegaba a su mujer y no le daba con qué alimentar
a sus hijos, intentando seguir con los ojos el vuelo de una mosca que volvía
regularmente a posarse sobre él y que no conseguía matar, junto con Heriberto
Piña del Ángel y Roberto Bonita Santos, chavales a quienes habían echado el
guante cuando intentaban birlar refrescos en una camioneta “Bonafina” aparcada
en la esquina de Aduana y Madero y que ahora jugaban a los dados ante la
taciturna mirada de María Concepción Rodríguez Márquez, perturbada en sus
facultades mentales, a quien sus padres habían mandado encerrar allí en espera
de que quedara libre una plaza en el hospital psiquiátrico. Y en otra celda vi
también –caminando de un extremo a otro- a Benjamín Cordero Araujo, de barbilla
fuerte y mal afeitada como el general Alcázar, cejas espesas bajo una frente
baja y pelo negro y tupido, una jeta bastante atravesada, en realidad, que no
resultaba más agradable precisamente con la mueca de furia que torcía sus
gruesos labios, cuando recordaba que los polis –después de que, tras
sorprenderlo afanando chatarra en un almacén de la refinería Madero, hubiera
intentado golpear a uno o dos- no habían creído, los muy hijos de puta, en las
“relaciones influyentes” de las que se había jactado con la esperanza de que
ese notable ardid le permitiera escapar a los rigores de la ley, y seguía sin
comprender –el industrioso Araujo- por qué no había funcionado.
Y junto a él
estaba sentado un gordinflón de camisa rayada y pelo rizado, Eduardo Tudón
Torres, que había dejado destrozado “sin razón” (pero él sabía muy bien por
qué) el Ford de Mauricio García Carrada, su vecino de la colonia Tamaulipas,
tras reventar el parabrisas, desgarrar los asientos y descuajaringar el estéreo
(y, a pesar de todas las consecuencias funestas que podían derivarse de ello,
el recuerdo físico del cristal hecho añicos, de la espuma excavada, del ruido
de pedo sonoro que hace el skay agujereado por un destornillador, de pedorrera
desgranada por los cables arrancados con un golpe seco, que recuerda a las
ráfagas flatulentas provocadas por el abuso de fríjoles, hacía sonreír a
escondidas a ese antisocial). Vi –bajo las pirámides de hielo centelleante de
Groenlandia y en un ligero trineo que sus patines curvados por delante y las
altas astas del timón por detrás hacían parecer a una trirreme romana- a unos
quince hombres con anorak que llevaban sobre los hombros –con una capucha de
zorro a la que la luz polar hacía fulgurar hasta el último pelo como los rayos
de una aureola- a Soren Madsen, el valeroso hijo de Ililussat, quien acababa de
triunfar en la carrera anual de tiros de perros de Diskobugten, por delante de
otros dos de sus compatriotas, y a la multitud despechada de los campeones de
Qepertarsuak, Qasigiannguit, Aasiaat, Kangaatsiark y Niaqornaaruk. Vi a
Legithor, montado por Elvio Bortuli, ganar el clásico Leteo de un kilómetro de
longitud en el hipódromo de San Isidro de Buenos Aires, por delante de
Auténtico y de Centaurus, y en los últimos metros cada rasgo móvil de los tres
competidores galopando flanco con flanco –las espaldas de los jockeys, las
grupas, los pechos, las cabezas de los caballos, con las patas dobladas debajo
de ellos, los cascos agrupados, volando por encima de la pista- era tan
perfectamente paralelo, trabado, idéntico (o bien separado por un ínfimo
detalle, una casi imperceptible declinación, que el movimiento que la
recomponía sin cesar no aumentaba), que parecía la imagen de uno solo,
Leghitor, del que Auténtico, el otro inauténtico en el espejo, hubiera sido el
reflejo y Centaurus el reflejo del reflejo. En un hotel de Lahore vi a un
hombre sobresaltarse de espanto cuando su corbata verde con listas marrones se
deslizó como una serpiente del borde de la cama, donde la había dejado.»
[El texto pertenece a la edición en español de Reverso Ediciones, 2005, en
traducción de Carlos Manzano, pp. 33-38. ISBN: 84-934616-0-1.]
Glup! Esto es una tonelada de información!!!
ResponderEliminarSí, en efecto... Un maravilloso texto
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