lunes, 14 de junio de 2021

La invención del mundo.- Olivier Rolin (1947)


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3.-Costurera ilustrada en las islas de Cabo Verde


  «A continuación, es posible –al menos, ciertos escépticos lo afirman- que me durmiera en mi biblioteca y soñase. Es posible –no faltan quienes afirman que estoy encerrado: ¡encerrado, yo, que veo todo, participo en todo, monto en el primer metro del amanecer en la estación Nueve de Julio, en la avenida del mismo nombre en Buenos Aires, y me apeo para almorzar, un minuto después, en la stantsiya Alexandra Nevskogo plochad, al final de la Perspectiva Nevski (es un ejemplo)!- que esté loco. Desde luego, señores míos, pero también es posible que el mundo no exista, simplemente. Mentes preclaras lo han sostenido (tal vez sea yo uno de ésos). ¿Entonces? ¡Ah! ¿Así no decís ni pío? Pues sigamos. Digo, yo, si me lo permitís, que aquel día, veinte-veintiuno de marzo de mil novecientos ochenta y nueve (¿hay que recordar a los ignorantes que siempre hay dos fechas en funcionamiento, por decirlo así, en la Tierra? ¿Que no transcurren veinticuatro, sino cuarenta y ocho horas, entre el momento en que el veintiuno de marzo –pongamos por caso- surge de la espuma del Pacífico a lo largo de la línea del meridiano ciento ochenta –ya oigo la pregunta. ¿Este u Oeste? ¡Es igual, cretinos!- con un rodeo a la izquierda –si recorremos esa línea ideal de Norte a Sur, evidentemente- para englobar el hocico cuadrado de la península de los chukches, otro a la derecha para apartar las Aleutianas, un tercero de nuevo a la izquierda, mucho más al Sur, para meter en el saco las Gilbert, Fiji, Ellis, Kermadec, Wallis y Futuna y otras menudencias oceánicas, y aquel en que queda sepultado definitivamente en esa misma línea, tras haber dado la vuelta a la Tierra de Este a Oeste? ¿Me seguís? A veces tengo la impresión de hablar en el desierto. Tendré que volver al respecto, lo siento), descubrí que el mundo era instantáneamente visible-legible por un lado y por el otro, en cualquiera de sus líneas mezcladas. Vi –sí, afirmo que vi- el mundo, tranquilamente, sin esfuerzo, en sus menores detalles. Si no me creéis, verificadlo. Citaré nombres, lugares, la labor de cotejo será larga, seguramente, pero no imposible. Venga, os invito. Si tenéis estómago para ello. De todos modos, no es asunto mío. Yo vi en la ciudad de Paarl, en Sudáfrica, el rostro de una mujer alta y con binóculos, de pelo ensortijado, vestida con un corpiño de raso y un vestido tableado, y las orejas adornadas con dijes, mostrar una ancha sonrisa al contemplar el vestido informe, de la talla de un saco de dormir doble, que llevaba antes de su cura de adelgazamiento: la vi y me alegré por ella (y lo repito: si no existe en la ciudad de Paarl una robusta comadre bóer cuyo pelo se curva en caracolillos sobre el cráneo, si no comprobó ésta con júbilo, al pasar a pesarse aquel día, que ya sólo ostentaba ciento diecisiete kilos, si no decidió regalar a sus sobrinos su antiguo vestido, estampado en azul y rosa, para que se hicieran con él una tienda –pero ¿cómo, Dios del Cielo, habría yo inventado todo eso?-… pues que me declaren convicto de impostura y locura). Y, al instante, muy lejos de allí, vi a otro ser enorme disputando una competición de golf para cardíacos en los greens del Royal Melbourne: su pechuga, sus brazos abiertos, la mano derecha sólidamente crispada sobre el palo, su boquita abierta por encima de una barbilla casi tan alta como el frente crestado de una mata pilosa, toda su actitud, en una palabra, parecía sugerir que, descontenta por haber sido molestada en pleno esfuerzo, se disponía a hacerme pasar un duro cuarto de hora a golpes de bate de golf: me escabullí. Adiós, miss Mónica (distinguí muy bien su nombre, cosido en su tee-shirt rayado). Contemplé una escena más apacible, con el sol en el ocaso, pomelo fulgurante en un cielo salmón, cerca de Anchorage. Corrían centelleos sobre la nieve malva pálida, agujereada por las ramas desnudas de arbustos sepultados. En el horizonte, se veían siluetas de coníferas y las ramas de un árbol muerto, como un trazado de rayo negro: mal gusto, seguramente, pero sosegador. Ah, cristales… Un trazo pálido a lo lejos: ¿el mar? Sí, el mar. Ese mismo sol que hacía flamear el hielo de Alaska iluminaba el pómulo derecho de Gabriela Sabatini en una pista de tenis de Key Biscayne, en la que estaba dando una paliza a Helly Hakami, y los músculos nítidos de su cuello, en cuya base –en la exquisita sombra recortada por el escote en arco de la camiseta- volaba una cadenita (pude distinguir la medalla que de ella colgaba –la virgen de Luján- entre sus senos perlados de sudor y –siguiendo el deslizadero irregular de cada una de las lupas líquidas, súbita, aleatoriamente abultado- en la red azul de las venillas el erizamiento de una ligera pelusa de color castaño). Vi resplandecer su cabellera negra en torno al óvalo del rostro, brillar la mancha clara de un incisivo entre los labios entreabiertos, su mano izquierda –abandonada, abierta, con el pulgar separado, el índice apuntando hacia el suelo y los otros tres dedos ligeramente doblados hacia el cielo- iluminada y la derecha aferrada al mango de la raqueta y flotar su faldita sobre sus fuertes muslos…Prefería Gabriela a Mónica, me detuve un poco, sin dejarme ver, para no distraerla. En la cárcel municipal de Altamira, en Tampico, vi –sentados, apretujados en un banco detrás de las rejas, con la cabeza gacha- a José Antonio Hernández Aladro, Alfonso Torres García, Pedro de Ángel Figueroa y Bernabé Martínez Cruz, “después de haber intentado hacer el clásico ‘pisa y corre’, en la equívoca taberna Boca del Río, en la calle de Díaz-Mirón": es decir, que esos cuatro chorras se habían largado sin pagar y, encima, se habían llevado dos botellas de coñac; sólo, que no habían corrido bastante deprisa. Leí todo eso –y lo que sigue- en el informe que el agente Carlos Madero Márquez tecleaba con dedo vacilante (porque, si bien hay en el mundo muchas cosas inesperadas, las hay también que no cambian, por decirlo así, nunca: como, una vez más, el hecho de que el agente Márquez, con ayuda de otro dedo –de la otra mano- se hurgaba la nariz y se alisase el bigote, alternativamente. Sin esos puntos de referencia, esos estereotipos esenciales, el mundo sería un puro caos). Junto a ellos, Antonio García Robles, al que su gran cráneo y su perilla hacían parecer un Lenin mucho más favorecido, se esforzaba por reflexionar: lo habían detenido –al menos eso era lo que le habían dicho-, cuando, completamente borracho, estaba armando escándalo en la esquina de la avenida de Hidalgo y la calle de la Esperanza. A primera vista, podría haber parecido solapado, pero, en realidad, la expresión desagradablemente fija y oblicua de su mirada se debía simplemente a la concentración exigida por el acopio de recuerdos un poco dispersos e incompletos: ¿había sido él quien se lo había hecho accidentalmente así (el ojo derecho casi totalmente cerrado, los pómulos reventados) o lo habrían atizado cuando estaba ciego? No era lo mismo, evidentemente. Estaba también allí –con la camisa abierta, bigotito inclinado, pelo corto y erizado, orejas muy separadas, expresión un poco alucinada- Gustavo Rodríguez Ruiz, quien pegaba a su mujer y no le daba con qué alimentar a sus hijos, intentando seguir con los ojos el vuelo de una mosca que volvía regularmente a posarse sobre él y que no conseguía matar, junto con Heriberto Piña del Ángel y Roberto Bonita Santos, chavales a quienes habían echado el guante cuando intentaban birlar refrescos en una camioneta “Bonafina” aparcada en la esquina de Aduana y Madero y que ahora jugaban a los dados ante la taciturna mirada de María Concepción Rodríguez Márquez, perturbada en sus facultades mentales, a quien sus padres habían mandado encerrar allí en espera de que quedara libre una plaza en el hospital psiquiátrico. Y en otra celda vi también –caminando de un extremo a otro- a Benjamín Cordero Araujo, de barbilla fuerte y mal afeitada como el general Alcázar, cejas espesas bajo una frente baja y pelo negro y tupido, una jeta bastante atravesada, en realidad, que no resultaba más agradable precisamente con la mueca de furia que torcía sus gruesos labios, cuando recordaba que los polis –después de que, tras sorprenderlo afanando chatarra en un almacén de la refinería Madero, hubiera intentado golpear a uno o dos- no habían creído, los muy hijos de puta, en las “relaciones influyentes” de las que se había jactado con la esperanza de que ese notable ardid le permitiera escapar a los rigores de la ley, y seguía sin comprender –el industrioso Araujo- por qué no había funcionado. 
Resultado de imagen de olivier rolin la invencion del mundo  Y junto a él estaba sentado un gordinflón de camisa rayada y pelo rizado, Eduardo Tudón Torres, que había dejado destrozado “sin razón” (pero él sabía muy bien por qué) el Ford de Mauricio García Carrada, su vecino de la colonia Tamaulipas, tras reventar el parabrisas, desgarrar los asientos y descuajaringar el estéreo (y, a pesar de todas las consecuencias funestas que podían derivarse de ello, el recuerdo físico del cristal hecho añicos, de la espuma excavada, del ruido de pedo sonoro que hace el skay agujereado por un destornillador, de pedorrera desgranada por los cables arrancados con un golpe seco, que recuerda a las ráfagas flatulentas provocadas por el abuso de fríjoles, hacía sonreír a escondidas a ese antisocial). Vi –bajo las pirámides de hielo centelleante de Groenlandia y en un ligero trineo que sus patines curvados por delante y las altas astas del timón por detrás hacían parecer a una trirreme romana- a unos quince hombres con anorak que llevaban sobre los hombros –con una capucha de zorro a la que la luz polar hacía fulgurar hasta el último pelo como los rayos de una aureola- a Soren Madsen, el valeroso hijo de Ililussat, quien acababa de triunfar en la carrera anual de tiros de perros de Diskobugten, por delante de otros dos de sus compatriotas, y a la multitud despechada de los campeones de Qepertarsuak, Qasigiannguit, Aasiaat, Kangaatsiark y Niaqornaaruk. Vi a Legithor, montado por Elvio Bortuli, ganar el clásico Leteo de un kilómetro de longitud en el hipódromo de San Isidro de Buenos Aires, por delante de Auténtico y de Centaurus, y en los últimos metros cada rasgo móvil de los tres competidores galopando flanco con flanco –las espaldas de los jockeys, las grupas, los pechos, las cabezas de los caballos, con las patas dobladas debajo de ellos, los cascos agrupados, volando por encima de la pista- era tan perfectamente paralelo, trabado, idéntico (o bien separado por un ínfimo detalle, una casi imperceptible declinación, que el movimiento que la recomponía sin cesar no aumentaba), que parecía la imagen de uno solo, Leghitor, del que Auténtico, el otro inauténtico en el espejo, hubiera sido el reflejo y Centaurus el reflejo del reflejo. En un hotel de Lahore vi a un hombre sobresaltarse de espanto cuando su corbata verde con listas marrones se deslizó como una serpiente del borde de la cama, donde la había dejado.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Reverso Ediciones, 2005, en traducción de Carlos Manzano, pp. 33-38. ISBN: 84-934616-0-1.] 
    

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