Capítulo
1.-Introducción
1.7.-Las calles
«La vida de los seres humanos estuvo
organizada en las ciudades modernas sobre la base de la distinción entre casa,
calle y lugar de trabajo. Como vamos viendo, Telépolis tiende a fundir estos
tres lugares en uno, si seguimos contemplando la nueva ciudad desde la
perspectiva espacial clásica. A lo largo de este ensayo iremos viendo que la
auténtica estructura urbanística de Telépolis es muy distinta a la de las
ciudades y metrópolis modernas y contemporáneas: el recurso metafórico
utilizado en este primer capítulo se mostrará inadecuado, además de deformante.
Tarde o temprano (capítulos 2 y 3) habrá que introducir nuevas categorías para
analizar Telépolis.
En la gran mayoría de las ciudades, sobre todo
desde la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo, había una vida
doméstica, una actividad laboral y una vida social. Genéricamente hablando, se
puede llamar calle al ámbito en donde
discurría esta última. Se salía a la calle para ir al trabajo, mas también para
pasear, para tomar un café o unas copas, para encontrarse con alguien, para
acudir a alguna fiesta o espectáculo o para ir de compras. La calle siempre ha
sido el lugar del comercio, incluido el carnal: no en vano se acuñó la
expresión hacer la calle. Desde los
teléfonos y vídeos eróticos a las secciones de anuncios de relax en la prensa y
en las guías del ocio, no cabe duda de que Telépolis también ha transformado
“el oficio más viejo del mundo”.
Pero las calles de las ciudades y de los
pueblos eran mucho más. El sociólogo Lefebvre caracterizaba a las calles como
“lugares de encuentro”, pero también afirmaba que “la calle es un escaparate,
un camino entre tiendas” (La revolución
urbana, pp. 25-26). Criticando a Le Corbusier, en cuyos “barrios nuevos” desaparecían
las calles, Lefebvre resaltaba sus tres funciones sociales básicas: una función
informativa, una función simbólica y una función de esparcimiento.
Contrariamente a las propuestas de suprimirlas por ser ámbitos de inseguridad
ciudadana, propugnaba mantenerlas como una estructura urbanística esencial para
la vida social, porque “allí donde desaparece la calle, la criminalidad aumenta
y se organiza” (Ibid.). Controlar la
calle era el objetivo fundamental de las fuerzas del orden; inversamente, las
antiguas “rebeliones de masas” tenían como objetivo principal tomar la calle, mediante
manifestaciones, barricadas o, más modestamente, celebrando mítines públicos y
haciendo propaganda de las nuevas ideas políticas por medio de carteles,
octavillas y pintadas. La calle era el lugar principal para la actividad
política de los insurgentes y los revolucionarios. Por eso surgieron las
llamadas fuerzas de orden público: para mantener el orden en las calles. Los
toques de queda responden a esta lógica: “el acontecimiento revolucionario
tiene lugar generalmente en la calle” (Ibid.).
Hay que decir que todas estas concepciones
están periclitadas. Buena parte del romanticismo izquierdista (pero también del
fascismo y del nazismo) ha estado dominado por el mito de la calle. Los cafés, los teatros, los estadios y las plazas
de toros, pasando por las tertulias en las ramblas o en las plazas mayores de
los pueblos, fueron los escenarios en donde se formaba la opinión pública.
Desde el asalto a la Bastilla hasta la toma del Palacio de Invierno en el
“octubre Rojo”, sin olvidar las proclamaciones de Independencia o de la nueva
República desde algún balcón, toda la parafernalia de la política decimonónica
ha tenido la calle como el lugar en donde “todos los elementos de la vida
humana se liberan y confluyen” (Ibid.).
La voz de la calle era la voz del pueblo,
o cuando menos su oráculo. Todavía ahora cualquier teledemagogo contrapone la
voz de la Calle a la voz del Gobierno o de los Parlamentos. Eso sí: todas estas
afirmaciones se hacen a través de la radio, la prensa o la televisión. En el
fondo, ya nadie cree en “el poder de la calle”, salvo los desesperados que
salen de vez en cuando a romper escaparates y a quemar tiendas y automóviles.
Los auténticos profesionales convocan manifestaciones masivas exclusivamente para que sean filmadas por
las cámaras. De hecho, la manifestación y el lanzamiento de piedras y
cócteles molotov sólo tiene lugar
cuando la presencia de los media está
garantizada. La escenografía, por supuesto, resulta muy importante. Desde los
chavales enmascarados (tipo intifada
palestina) hasta los mineros con casco y garrote (como en Rumanía), el objetivo
principal de las acciones en la calle estriba en ofrecer un buen espectáculo, con el fin de lograr
el máximo impacto en los medios de comunicación.
Los economistas clásicos, a la hora de
elaborar sus teorías, atribuyeron también una cierta importancia a las calles y
plazas públicas. Aunque sólo fuera por motivos pedagógicos, cuando no por
estrategias de persuasión, partían de la estructura del mercado tal y como éste
se representaba fenomenológicamente en la calle: compradores, vendedores,
tenderetes y tiendas (ambulantes o fijas), recaudadores de impuestos, fuerzas
del orden y chulos y mafias que ejercían su protección y su dominio, acotando
entre sí sus territorios. Basta visitar un país árabe, o cualquier ciudad
latinoamericana, china o hindú (pero también los sofisticados Rastros y
mercados de antigüedades europeos) para poder seguir contemplando este tipo de
actividad social, cuyo interés actual es más etnográfico que económico.
Porque, en efecto, Telépolis supone un nuevo
concepto de calle. O si se prefiere, comporta la minimización de la relevancia
social que han tenido las calles que históricamente hemos conocido, y que
todavía persisten como monumentos y reliquias. Las principales líneas de fuerza
de la actividad social ya no pasan por ellas, y aunque sigan teniendo una
cierta importancia, por lo cual tampoco es cuestión de desatenderlas, cabe
decir que están llamadas a desaparecer, o cuando menos a ser recesivas desde el
punto de vista económico y social.
Las tres funciones que Lefebvre asignaba a la
calle son cumplidas hoy por los medios de comunicación; por consiguiente, se
puede ser ciudadano activo estando en casa, sin salir a la calle. La opinión
pública ya no se forma sólo en los mercados, en los mentideros y en las plazas
públicas, sino que cada cual configura la suya propia desde la intimidad, y a
lo sumo la contrasta luego con grupos de su elección. Sin embargo, la función
informativa no se reduce en Telépolis a los medios de comunicación. Hay otro
tipo de personajes que, aparezcan o no en los medios, crean opinión o distribuyen información privilegiada: localizar sus
ubicaciones es fundamental para la sociología telepolitana.
Llamaremos teleporteros
a este tipo de personas. Los antiguos porteros eran quienes controlaban el
tránsito entre las casas y las calles de las ciudades clásicas. No cabe duda de
que desempeñaban una función relevante como transmisores privados de
información. A la hora de localizar a los nuevos porteros, o si se prefiere a
los teleporteros, hay candidatos claros: los llamados gate-keepers.
Cuando Kurt Lewin introdujo este concepto,
trataba de caracterizar a los censores que podían colapsar (o potenciar) el
flujo de información entre personas y grupos, por ocupar puestos claves dentro
de la estructura de un canal de comunicación. Vistos desde la perspectiva
telepolitana, los porteros son
identificables con los creadores de opinión, por una parte, pero también con
los controladores de las claves de acceso a las informaciones especialmente
valiosas. Son teleporteros los informadores, los comentaristas y los analistas
sociales, sea su ámbito de actuación una ciudad, una región o un país, y sean
sus temas la política, la economía, la cultura, el deporte o simplemente la jet-set; pero también son teleporteros
los brokers y los traficantes de
información privilegiada. Por las calles de las ciudades clásicas circulaban
personas y mercancías, indistintamente. Por las calles de Telépolis sólo
circulan telemercancías y en su mayor parte son de uso exclusivamente privado.
Cualquier empresa económica que tenga una cierta relevancia mantiene unos
canales de comunicación e información que están estrictamente protegidos por
sistemas de seguridad informática. Paralelamente, las entidades públicas
utilizan circuitos especiales tanto para las informaciones reservadas como para
producir filtraciones de aquellas
informaciones que, por uno u otro motivo, conviene que sean conocidas en las
plazas públicas. Los teleporteros siguen siendo los guardianes de las diversas
puertas de acceso a los centros de poder (como en El castillo de Kafka), y siempre se remiten a otros porteros de
mayor rango. Los portavoces y los encargados de relaciones públicas tienen a su
cargo las puertas que comunican con las plazas públicas (medios de
comunicación, servicios de atención al cliente). Mas hay otras muchas puertas
en cualquiera de las calles de Telépolis. Acceder a algunas de ellas implica
traspasar numerosos controles de acceso:
en los locales correspondientes se contemplan aspectos de la nueva ciudad que
casi nunca pasarán a ser de dominio público. Sólo de cuando en cuando los
jueces obligan a la apertura pública de algunos de esos umbrales, normalmente
para investigar formas de corrupción y de tráfico ilegal que en las ciudades
antiguas tenían lugar en las calles asfaltadas y en sus locales colindantes.
En resumen, también hay calles en Telépolis, y
a veces muy sinuosas y retorcidas. Para localizarlas hay que adentrarse mucho
en la nueva ciudad, accediendo electrónicamente a costosas bases de datos;
sobre todo, hay que conocer a los correspondientes porteros y tener permiso
para entrar. Hablando en términos generales, ningún individuo tiene acceso al
conocimiento global y exacto de ninguna calle telepolitana. Incluso los más
expertos analistas, que actúan como asesores directos (y a muy altos sueldos)
en todo proceso de toma de decisiones, sólo poseen un conocimiento parcial de
cada calle. Las plazas públicas (medios de comunicación) son encrucijadas de
calles, pero desde ellas sólo se divisa una parte ínfima de la intrincada
estructura del callejero telepolitano. Y aunque continuamente se invoca la
transparencia como exigencia urbanística, lo cierto es que, pese a tanta
pantalla, hoy por hoy reina la más estricta opacidad con respecto a la
estructura vial por la que fluye gran parte de la vida social telepolitana.
Para orientarse mínimamente en el Barrio Viejo (por ejemplo, en las
Euroventanillas) hay que tener una formación técnica considerable. Así como
algunas plazas están abiertas a todo el mundo (no hay que olvidar que también
hay plazas de uso exclusivamente privado), para circular mínimamente por las
calles de Telépolis hay que tener guías. Todo esto genera numerosos puestos de
trabajo (y las consiguientes empresas de transferencia de información y
tecnología), pero da lugar también a una estructura urbanística selvática, que
se contrapone por completo a la aparente claridad de las plazas públicas y de
la distribución de barrios que componen la ciudad.
Pongamos un ejemplo de calle pública en
Telépolis: la red Internet. Como es
sabido ofrece cinco servicios básicos: acceso a catálogos bibliotecarios y de
documentación, acceso a bases de datos comerciales, correo electrónico,
teleconferencias y, por último, boletines y revistas electrónicas. En realidad
no es una red, sino un ensamblaje de más de dos mil redes interconectadas. En
1992 tenía más de medio millón de ordenadores conectados en más de cincuenta
países del mundo y era todavía una calle
sin peaje, al menos para centros educativos y organizaciones sin ánimo de
lucro. En tanto telecalle, se calcula que tiene unos tres millones de usuarios:
ni el mayor boulevard de las
metrópolis clásicas podría dar cabida a tantos paseantes. Está gestionada por
una sociedad, la Internet Society (IS) que se ocupa de ordenar la circulación
en dicha telecalle, así como de “barrerla”, “decorarla” y ampliarla, con el fin
de que puedan “pasear” por ella un mayor número de telepeatones. Los habituales
de Internet están muy orgullosos de
su calle y suelen reunirse en Asambleas Generales (la última en San Francisco,
1993) para decidir sobre sus normas de circulación. Numerosas empresas y
organizaciones estatales utilizan dicha telecalle, pero en las Asambleas
Generales sólo pueden votar los miembros individuales de la IS: un estudiante
puede serlo con sólo pagar 25 dólares al año. Por la calle de Internet sólo circulaba texto, hasta
hace unos años, pero recientemente se han añadido las imágenes. Todo telepolita
puede tener “portal” en la calle Internet,
numerado conforme a su clave de usuario. […] Millares de “teleencuentros” entre
personas se producen a diario, y por supuesto muchísimos negocios. Pese a ello,
todavía no ha surgido una policía para mantener el orden en Internet.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1994, pp. 50-59. ISBN:
84-233-2366-8.]
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