Carta de Saiko
«Sí, ahora que he dicho tanto, no quiero
ocultar nada más. Te suplico que no te enfades. Durante aquella noche en que el
viento sopló tan fuerte, en Atami, aquella noche en que, ambos, pusimos a
prueba nuestra decisión de ser pecadores y de engañar a todo el mundo al objeto
de velar por la seguridad de nuestro amor…
Luego de jurar que permaneceríamos fieles a
nuestro audaz amor, inmediatamente después, no supimos ya qué decirnos. Yo
estaba tumbada en la sábana y contemplaba en silencio la oscuridad por encima
de mi cabeza. En ningún otro momento, había experimentado tal sensación de
sosiego. ¿Duró mucho tiempo aquello? ¿Cinco, seis minutos? ¿Duró media hora o
una hora el rato que permanecimos silenciosos, cada cual en su sitio?
Yo me sentía entonces muy sola. Había olvidado
tu presencia a mi lado y abrazaba mi alma solitaria. Acabábamos de establecer
un frente unido para defender nuestro amor, pero si íbamos a ser tan felices
como es posible serlo, ¿por qué sucumbía yo a aquel acceso de desesperada
tristeza?
Habías tomado aquella noche la precaución de
engañar a todo el mundo. Quiero creer que no decidiste engañarme también a mí.
Pero yo, por mi parte, en aquel instante no hacía ninguna excepción, ni siquiera
contigo. “Mientras viva, engañaré a todo el mundo, no sólo a Midori-san y a
todos los demás, sino también a ti y a mi misma. Tal es mi destino”. Este
pensamiento ardió apaciblemente, como la llama de un fuego fatuo, en el fondo
de mi corazón solitario.
Antaño, hube de romper totalmente con Kadota.
No puedo decir si lo hice por amor o por odio. Aun cuando su falta fuera
producto de la inconsciencia, me sentía incapaz de perdonarle su conducta. Y
entregada al placer de separarme de él, no me preocupé ni de qué sería de mí ni
de lo que tendría que hacer. Más tarde, conocí la auténtica angustia. Busqué
con todas mis fuerzas un remedio para ahogarla.
¡Qué poco razonable resultaba! Trece años
después, todo se presenta bajo el mismo aspecto que antaño.
¡Amar, ser amada! Nuestros actos son
patéticos. Por la época en que estudiaba segundo o tercero en el colegio de
niñas, nos preguntaron en un examen de gramática inglesa la voz activa y pasiva
de los verbos. Golpear, ser golpeado; ver, ser visto. Entre muchos ejemplos de
esa índole, brillaba esta pareja de palabras: amar, ser amado. Mientras cada alumna examinaba las preguntas meditando con atención y chupando la punta del
lápiz, una de ellas, no sin malicia, hizo circular un trozo de papel, y la
chica que estaba detrás de mí me lo pasó. Cuando lo tuve ante los ojos me topé
con la siguiente pregunta: “¿Deseas amar? ¿Deseas ser amada?” Y bajo las
palabras “deseas ser amada” aparecían numerosos círculos trazados con tinta,
con lápiz azul o rojo. En cambio, bajo las palabras “deseas amar” no figuraba
ningún signo. No me erigí en excepción y añadí un círculo más debajo de “deseas
ser amada”. Aun a los dieciséis o diecisiete años, pese a no acabar de saber en
qué consiste “amar” o “ser amada”, las mujeres parecemos conocer ya por
instinto la dicha de ser amadas.
Pero, durante aquel examen, la alumna sentada
a mi lado cogió el papel, le echó un vistazo y sin vacilar, trazó un gran
círculo, apretando bien el lápiz, en el sitio en que no figuraba ningún signo.
Ella deseaba amar. Aun hoy, recuerdo perfectamente que en aquel momento me
sentí desconcertada, como si me hubiesen atacado de repente a traición; con
todo, en el mismo instante, me invadió un leve sentimiento de rebelión, a causa
de la actitud intransigente de mi compañera. Era una de las alumnas más grises
de la clase, una muchacha apagada, más bien encerrada en sí misma. Ignoro qué
habrá sido de su vida, con su pelo tirando a castaño y siempre sola. Pero hoy,
mientras escribo esta carta, ya más de veinte años después, me vuelve el rostro
de aquella muchacha solitaria, como si sólo hubiese transcurrido un breve
espacio de tiempo.
Cuando sus vidas tocan a su fin, cuando
descansan en paz, vuelto el rostro hacia el muro de la muerte, ¿a cuál de ambas
concede Dios el auténtico descanso, la paz eterna, a la mujer que puede
pretender haber gustado plenamente del placer de ser amada, o a la que puede
afirmar haber amado, por desdichada que haya sido su vida? ¿Pero existe alguna
en este mundo que pueda pretender ante Dios el haber amado? Sí que debe de
haber. Aquella muchacha de pelo ralo estaba sin duda abocada a ser una de esas
escasas elegidas. ¡Pese a su cabello arreglado sin gusto y su ropa poco
cuidada, pese a su cuerpo sin atractivo, puede enorgullecerse de haber amado!
¡Cómo la odio! ¡Cuánto me gustaría olvidar su
imagen! Pero no puedo zafarme del recuerdo de su rostro, que no deja de
obsesionarme, por muchos esfuerzos que haga por liberarme de él. ¿Por qué ha de
agobiarme esta insoportable angustia en el momento en que me enfrento con la
muerte, una muerte que estará aquí dentro de unas horas? Recibo el castigo
merecido por una mujer que, incapaz de limitarse a amar, intentó hacer suya la
felicidad de ser amada.
Tras conocer trece años de felicidad porque me
amaste, cuán penoso me resulta verme obligada a escribir este tipo de carta.
El momento, que sabía que había de llegar
fatalmente, el momento en que el barco de pesca ardiendo en la superficie del
mar debe hundirse sepultado en las llamas, ha llegado por fin. No me quedan
fuerzas suficientes para seguir viviendo. Ahora, te he mostrado mi auténtico
yo. Con ser la vida contenida en esta carta una vida extremadamente corta
–apenas quince o veinte minutos-, es mi vida real, la auténtica vida de Saiko.
Déjame decirte una vez más, antes de concluir,
que estos trece años resultan para mí tan nebulosos como un sueño. Con todo, he
conocido la felicidad, gracias a tu inmenso amor. Más que nadie en este mundo.»
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