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«Arthur Dent había estado en algunos sitios
infectos a lo largo de su vida, pero jamás había visto un puerto espacial con
un letrero que dijera: “Incluso viajar sin esperanza es mejor que venir aquí”.
Para dar la bienvenida a los visitantes, en el vestíbulo de llegadas se exhibía
una foto del presidente de Ahoraqué, que sonreía. Era la única fotografía que
podía encontrarse de él, y la habían tomado poco después de que se pegara un tiro,
de modo que aun retocada lo mejor posible la sonrisa era más bien aterradora.
Un lado de la cabeza estaba dibujado a lápiz. Y no habían cambiado de
fotografía porque no se había encontrado sustituto para el presidente. Los
habitantes habían tenido desde siempre una sola ambición, que era marcharse del
planeta.
Arthur se registró en un pequeño motel de las
afueras de la ciudad y se sentó abatido en la cama, que estaba húmeda, y hojeó
el pequeño folleto informativo, que también estaba húmedo. Decía que el planeta
Ahoraqué recibió el nombre de las primeras palabras pronunciadas por los
primeros colonos que llegaron allí después de años luz de vagar por el espacio
en un esfuerzo por alcanzar los más remotos e inexplorados confines de la
Galaxia. La ciudad principal se llamaba Puesvaya. No había más ciudades
propiamente dichas. La colonización de Ahoraqué no había sido un éxito y la
clase de gente que verdaderamente quería vivir en aquel planeta no era muy
recomendable para hacer vida en común.
El folleto mencionaba el comercio. La
principal actividad económica era el comercio de pieles de puercos de las
marismas, pero no estaba muy desarrollada porque nadie en su sano juicio quería
comprar una piel de puerco de las marismas ahoraqueño. Dicho comercio sólo se
mantenía a duras penas porque en la Galaxia había un considerable número de
gente que no estaba en su sano juicio. Arthur se había sentido muy incómodo
observando a ciertos ocupantes de la pequeña cabina de pasajeros de la nave.
El folleto describía una parte de la historia
del planeta. Era evidente que la intención de su autor había sido suscitar
cierto entusiasmo por el lugar poniendo primero de relieve que no era frío y
húmedo todo el tiempo, pero, al no
poder añadir muchos rasgos positivos, el tono del artículo degeneraba
rápidamente en cruel ironía.
Hablaba de los primeros años de colonización.
Decía que las principales actividades llevadas a cabo en Ahoraqué consistían en
la captura, desuello e ingestión de puercos de las marismas ahoraqueños, únicas
formas de vida animal supervivientes en Ahoraqué, pues todas las demás habían
muerto o desaparecido mucho tiempo atrás. Los puercos de las marismas eran
criaturas pequeñas y maliciosas, y el escaso margen que les faltaba para ser
completamente incomestibles era el motivo por el que aún quedaba vida en el
planeta. Entonces, ¿qué ventajas había, por pequeñas que fuesen, para que
mereciese la pena vivir en Ahoraqué? Bueno, pues ninguna. Ni una sola. Incluso
el hacerse ropa de abrigo con pieles de puercos de las marismas era un esfuerzo
inútil y decepcionante, ya que las pieles eran inexplicablemente tenues y
permeables. Eso provocó un montón de confusas conjeturas en los colonos. ¿Tenía
el puerco de las marismas algún secreto para dar calor? Si alguien hubiera
aprendido alguna vez el lenguaje que hablaban los puercos de las marismas,
habría descubierto que no había ningún truco. Los puercos de las marismas eran
tan fríos y húmedos como cualquier otra cosa del planeta. Nadie tuvo jamás el
menor deseo de aprender el lenguaje de los puercos de las marismas por la
sencilla razón de que dichas criaturas se comunicaban mediante fortísimos
mordiscos en el muslo. Y en vista de cómo era la vida en Ahoraqué, la mayoría
de las opiniones que un puerco de las marismas tuviese sobre la existencia
podía expresarse fácilmente por ese medio.
Arthur hojeó el folleto hasta encontrar lo que
buscaba. Al final había unos mapas del planeta. Eran bastante toscos y
chapuceros, pues probablemente no tenían mucho interés para nadie, pero le
revelaron lo que quería saber.
Al principio no se dio cuenta porque los mapas
estaban puestos en sentido contrario al que cabía esperar, y por tanto
resultaban enteramente confusos. No cabe duda de que arriba y abajo, norte y
sur, son denominaciones absolutamente arbitrarias, pero estamos acostumbrados a
mirar las cosas de la forma en que estamos habituados a verlas y Arthur tuvo
que volver los mapas del revés para poder entenderlos.
En el extremo superior izquierdo de la página
había una enorme masa de tierra que se estrechaba en una cintura diminuta y
luego volvía a henchirse como una enorme coma. En la parte derecha había una
amalgama de amplias formas que le resultaba familiar. Los contornos no eran
exactamente los mismos y Arthur ignoraba si se debía a la tosquedad del mapa, a
que el nivel del mar era más alto o, bueno, a que las cosas eran diferentes en
aquel planeta. Pero los indicios eran concluyentes.
No cabía duda de que era la Tierra.
O, mejor dicho, no cabía duda de que no era la
Tierra.
Simplemente se parecía mucho y ocupaba las
mismas coordenadas del espacio temporales. Cualquiera sabía las coordenadas que
ocupaba en la Probabilidad.
Suspiró.
Comprendió que, probablemente, aquello era lo
más cerca de casa que iba a llegar. Lo que significaba que se encontraba lo más
lejos posible de casa. Abatido, cerró de golpe el folleto y se preguntó qué
demonios iba a hacer en aquella tierra.
Se permitió una sorda carcajada ante aquella
ocurrencia. Consultó su viejo reloj y lo sacudió un poco para darle cuerda.
Según su propia escala temporal, llegar allí le había costado un año de penosos
viajes. Un año desde el accidente en el hiperespacio en el que Fenchurch había
desaparecido como por ensalmo. En un momento dado estaba sentada junto a él en
el Desplomjet; al momento siguiente la nave había dado un salto perfectamente
normal en el hiperespacio y, cuando volvió a mirar, Fenchurch ya no estaba. Su
asiento ni siquiera estaba caliente. Su nombre ni siquiera figuraba en la lista
de pasajeros.
Cuando presentó la reclamación, la compañía
mostró cierta inquietud. En los viajes espaciales ocurren muchas cosas
extrañas, que suelen reportar un montón de dinero a los abogados. Pero cuando
le preguntaron de qué sector galáctico procedían Fenchurch y él contestó que de
ZZ9 Plural Z Alfa, los de la compañía adoptaron una actitud de absoluta
tranquilidad que no acabó de gustar a Arthur. Hasta se rieron un poco, aunque
con simpatía, claro está. En el contrato del billete le indicaron una cláusula
que recomendaba no viajar por el hiperespacio a los seres cuyo ciclo vital se
hubiese originado en algunas de las zonas Plural, advirtiendo de que, si lo
hacían, sería por su propia cuenta y riesgo. Todo el mundo lo sabía, le
aseguraron. Se rieron un poco entre dientes y sacudieron la cabeza.
Al salir de las oficinas de la compañía,
Arthur temblaba ligeramente. No sólo había perdido a Fenchurch de la forma más
completa y absoluta posible, sino que le daba la impresión de que cuanto más
tiempo pasaba en la Galaxia más parecía aumentar la cantidad de cosas de las
que no tenía la menor idea.
Justo en el momento que más absorto estaba en
aquellos vagos recuerdos, llamaron a la puerta de la habitación. Abrieron
inmediatamente y apareció un individuo gordo y desgreñado con la única maleta
de Arthur.
-¿Dónde le dejo…? –preguntó el recién llegado.
No llegó a decir más porque de pronto se
produjo una violenta conmoción y se derrumbó pesadamente contra la puerta,
tratando de desprenderse de una pequeña y asquerosa criatura que había surgido
con un grito de la húmeda noche para clavarle los dientes en el muslo,
traspasándole incluso la gruesa protección de cuero que llevaba en aquella
parte. Hubo un breve y horrible barullo de insultos y golpes. El hombre gritó
frenéticamente señalando algo con el dedo. Arthur cogió un pesado garrote
colocado junto a la puerta expresamente para esas circunstancias y dio un
trancazo al puerco de las marismas.
El animal se apartó súbitamente y retrocedió
cojeando, aturdido y calamitoso. Se volvió
con aire anhelante al extremo de la habitación, con la cola metida entre
las patas traseras y se quedó mirando nerviosamente a Arthur, sacudiendo la
cabeza hacia un lado de forma incongruente y repetida. Parecía tener la
mandíbula dislocada. Lloraba un poco y barría el suelo con la cola húmeda.
Sentado en el umbral, el individuo gordo que traía la maleta de Arthur estaba
soltando maldiciones, intentando contener la hemorragia del muslo. Tenía la
ropa empapada de lluvia.
Arthur observó al puerco de las marismas sin
saber qué hacer. El animal lo miraba con aire interrogativo. Trató de acercarse
a él, haciendo ruiditos lastimeros y quejosos. Movía penosamente la mandíbula.
De pronto saltó al muslo de Arthur, pero no tenía fuerza para apretar con la
mandíbula dislocada y cayó al suelo, gimiendo tristemente. El individuo gordo
se puso en pie de un salto, empuñó el garrote, golpeó al puerco de las marismas
hasta dejarle los sesos hechos una pulpa pegajosa en la tenue alfombra y
permaneció inmóvil, jadeante, como desafiando al animal a que hiciese el más
mínimo movimiento.
Entre los restos de la cabeza hecha puré, el
globo de un ojo del puerco de las marismas miraba a Arthur con aire de
reproche.
-¿Sabe usted qué quería decir? –preguntó
Arthur con voz queda.
-Pues, nada de particular –contestó el
hombre-... Sólo pretendía ser amable. Y ésta es nuestra manera de ser amables
–añadió, blandiendo el garrote.
-¿Cuándo sale el próximo vuelo? –preguntó
Arthur.
-Creía que acababa de llegar.
-Sí. No era más que una breve visita. Sólo
quería ver si éste era el sitio indicado. Lo siento.
-¿Quiere decir que se ha equivocado de
planeta? –preguntó el hombre en tono sombrío-. Es curioso, la cantidad de gente
que dice eso. Sobre todo los que viven aquí.
Miró los restos del puerco de las marismas con
un resentimiento profundo y ancestral.
-Oh, no. Es el planeta adecuado, ya lo creo
–repuso Arthur, recogiendo el folleto húmedo que estaba sobre la cama y
guardándoselo en el bolsillo-. Está bien, gracias. Me llevaré esto –añadió,
cogiendo la maleta. Se dirigió a la puerta y miró afuera, hacia la noche fría y
lluviosa.
-Sí, es el planeta adecuado, desde luego
–repitió-. El planeta correcto y el universo equivocado.
Un pájaro describió círculos sobre su cabeza
mientras él se ponía de nuevo en marcha hacia el puerto espacial.»
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