domingo, 20 de junio de 2021

Supervivientes.- Java Rosenfarb (1923-2011)


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El último poeta de Lódz


 «Después de que los alemanes conquistaran Polonia, Shayevitch se trasladó con su mujer  y su hija al gueto de Lódz, donde ocupaban una cabaña sórdida y ruinosa en el número 14 de la calle Lotnicza. La cabaña tenía una estancia y un cobertizo que hacía las veces de cocina. Sus padres y sus hermanas encontraron alojamiento en otra calle. Sin trabajo ni medios de subsistencia, Shayevitch vivió desde el principio bajo la amenaza de la muerte por inanición. Sus preocupaciones se dividían en dos casas: la de sus padres y la suya.  Empezó a buscar frenéticamente algo que hacer. Naturalmente orgulloso, tímido, de habla suave, y siempre dubitativo sobre su valía como escritor, adquirió una ferocidad leonina en la lucha por la supervivencia de su familia. Llamaba a puertas, mendigaba, negociaba y presumía de su vocación de escritor para defender que merecía un trato especial.
 Hasta comienzos de 1941, él y su familia vivían de la limosna del departamento de ayuda social de Rumkowski. Había poca comida en la casa, pero mucho tiempo para escribir. Pasó de escribir prosa a escribir poesía, porque debió de sentir que la poesía expresaría mejor el estado de su mente y de su alma.
 Obtuvo trabajo como conserje y portero en el mercado de verduras, el gran espacio donde se distribuían las raciones de verduras entre la población del gueto. En los días en los que se repartía la ración de unos nabos, zanahorias y alguna patata, su trabajo era quedarse en la puerta y dejar que entrasen los hambrientos habitantes del gueto, unos pocos cada vez, que estaban en la cola de la calle. Debía aguantar el insoportable tumulto de la gente que intentaba colarse para no quedarse solamente con los restos.
 No hay palabras que puedan describir mejor el tormento que soportaba en esa época que la carta que escribió a Rosenberg el 30 de septiembre, donde se quejaba de que hasta entonces había aceptado el trabajo con estoicismo, aunque los consumidores y el director le habían hecho sufrir. Este último, escribe Shayevitch, “acostumbrado a tiempos pasados en los que un conserje se ponía de rodillas ante su amo, no me soporta. Además, alguien ha delatado mi secreto de ser un escritor yiddish, y el director no necesita más para despreciarme y convertirme en el objetivo de su risa burlona. Me ha costado mucho tiempo lograr que adopte una actitud adecuada”. Después se queja de los consumidores que se aprovechan de su rechazo a maltratar físicamente a nadie: “Me humillan hasta el punto de hacerme sangre… Basta con pasar por esa experiencia una sola vez para quedar herido hasta la profundidad del alma”.
 A continuación confiesa: “Le juro que nunca en mi vida he sentido tanta amargura. En el mes de Sivan murió mi padre y treinta días después mi madre. ¡Y cómo me duele en la conciencia no haber podido hacer nada para salvarlos! Ahora tengo que ver cómo mi mujer y mi hija de cinco años se marchitan. La niña está enferma a menudo y no tengo  ningún medio (para salvarla)”.
 También confiesa a Rosenstein: “Estoy escribiendo un largo poema sobre el gueto. Nuestra compañera, la señora Ulinover, me animó, dijo que el poema sería un monumento a nuestras experiencias en el gueto, y otros superlativos parecidos”.
 Añade: “Como seguro que sabe, el trabajo en el mercado dura desde el alba a la noche. La gente que aparece en mi poema revolotea a menudo en el centro de mi mente con sus súplicas; los más arrogantes con amargura y amenazas, mientras que quienes son más permisivos azotan mi corazón con amargos reproches: ‘¿Por qué nos dejaste? ¿Por qué no dices: Hágase la luz en nuestro caos contemporáneo? ¿Nos has convertido en pequeños demonios?’. Uno de ellos, medio monstruo  y medio payaso, se burla de mí: ‘¡Que Dios lo prohíba! ¡Quizás no vivas para terminar tu trabajo!’”
 Shayevitch anota: “Soy consciente de que la opinión que expresan algunas personas no carece de fundamento, de que en el gueto todo es nitchevo [una palabra polaca que significa ‘nada’]. Pero discrepo. Uno puede decir con la cabeza fría que precisamente en este momento difícil hay que prestar la máxima atención a la cultura”. Continúa adulando a Rosenstein: “Estoy convencido –no me importa lo que piense al respecto- de que sólo usted puede entender la sensación de abatimiento y vacío que tengo estos días. Usted es el único capaz de oír el menor sonido de la desesperación en el gueto”. Después de muchos otros cumplidos, pide que Rosenstein lo salve de la opresión material y el vacío moral en los que se ha hundido. “Por favor –suplica-, garantíceme las condiciones para realizarme de acuerdo a mi potencial. […] Confíe por favor en las posibilidades que duermen en mi interior. Póngase en el papel del Alto Sacerdote que entra en el Sanctasanctórum para encender la llama de la menorá. ¡Qué renacer podría llevar a mi vida! Creo en usted y, de nuevo, creo en usted!”.
 A finales de 1941, la situación en el gueto había empeorado. Impotente, Shayevitch veía cómo los miembros de su familia sucumbían uno tras otro a la enfermedad y el hambre. Además habían empezado las deportaciones masivas del gueto. El invierno era inmisericorde. No había madera ni briquetas de turba para calentar las casas. Alguna gente estaba tan desesperada que se unió a las deportaciones voluntariamente. Nadie pensaba que el camino que habían elegido esos deportados voluntarios los llevaba directamente a su aniquilación.
 Shayevitch se encontró entre aquellos que estaban en lo más bajo de la jerarquía del gueto, los más pobres entre los pobres, los primeros en ser enviados. Sabía que cualquier día recibiría “una invitación de boda” –como llamaban a las convocatorias a la deportación los habitantes del gueto- y que le ordenarían que se uniera, con su mujer y su hija, a la procesión.
 Fue entonces cuando dejó a un lado el largo poema en el que estaba trabajando y se puso a escribir “Lekh-Lekho”. En ese poema se muestra como un profeta, que intuye que esas marchas eran marchas hacia la separación y la muerte. Abre el poema con las siguientes palabras a su hija de seis años:

 Y ahora, Blimele, hija mía,  /  apaga tu alegría de niña,
 el río plateado de tu risa. / Nos preparamos para el camino desconocido.

 No me mires curiosa / con esos grandes ojos marrones,
 y no me preguntes por qué y para qué /  tenemos que dejar nuestro hogar.

También le pide a Blimele:

Resultado de imagen de java rosenfarb Ponte las medias calientes / que tu madre remendó
 anoche para ti / mientras cantaba y reía,

 sin saber que esa sería / su última risa alegre,
 como la vaca que muge y no imagina / la navaja en la mano del matarife. […]

 Y ahora, Blimele, hija mía, / no me sonrías con esos dientes blancos.
 Abandonar nuestra casa / es todo el tiempo que nos queda. […]

 Y aunque eres una niña pequeña / y quien enseña la Torá a su hija
 es un hombre indigno / que le enseña un pecado,

 ha llegado el día amargo / en el que debo enseñarte
 mi niña /  la horrible sección “Lekh-Lekho”.

 Pero, ¡cómo puede compararse esa orden / al sangriento lekh-lekho de hoy?
“Y Dios dijo a Abraham: / Vete de tu tierra”.

 En el poema Shayevitch y su hija dejan su casa y todos los objetos que se han transformado en testigos de sus viejas alegrías y actuales penas. Los objetos, convertidos en registros de la existencia diaria de la familia, expanden los símbolos. Los versos del monólogo poético del padre se presentan con la mayor simplicidad, como se habla con un niño, pero el padre no oculta a la niña la terrible verdad. La desnudez del lenguaje sugiere la contención de un grito ahogado en el silencio. En el texto original los versos tienen rimas muy simples y encajan en el lamento oculto en la cadencia del ritmo.
 No mucho después, Rosenstein le hizo a Shayevitch un favor extraordinario, gracias al que Shayevitch pudo seguir escribiendo su obra épica sobre el gueto de Lódz. Le consiguió un trabajo en una “cocina de gas”. Siempre escaseaban la leña y las briquetas de turba en el gueto, y casi nunca había carbón. Así, ocurría a menudo que, si un habitante del gueto tenía algo que cocinar en su cacerola, no tenía nada con lo que cocinarlo. Las cocinas de gas eran salas comunes equipadas con hornos de gas donde por unos pocos pfennigs se podían hacer unos trozos de patata o se podía calentar la ración de sopa. La función del supervisor en una cocina de gas de esas características era mantener el orden en la cola de gente que esperaba con sus cacerolas, vigilar el reloj y recoger el dinero. Desde que llevaba la cocina, Shayevitch podía escribir en los intervalos entre esas actividades. En el ruido de los silbantes quemadores y las cacerolas humeantes, así como en la agitación general causada por gente impaciente y agotada, componía sus versos en una hoja de papel de contabilidad cubierta de letras por un lado y limpia por el otro.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Xórdica Editorial, 2016, en traducción de Daniel Gascón, pp. 178-183. ISBN: 978-84-16461-06-6.]

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