El último poeta de Lódz
«Después de que los alemanes conquistaran
Polonia, Shayevitch se trasladó con su mujer
y su hija al gueto de Lódz, donde ocupaban una cabaña sórdida y ruinosa
en el número 14 de la calle Lotnicza. La cabaña tenía una estancia y un
cobertizo que hacía las veces de cocina. Sus padres y sus hermanas encontraron
alojamiento en otra calle. Sin trabajo ni medios de subsistencia, Shayevitch
vivió desde el principio bajo la amenaza de la muerte por inanición. Sus
preocupaciones se dividían en dos casas: la de sus padres y la suya. Empezó a buscar frenéticamente algo que
hacer. Naturalmente orgulloso, tímido, de habla suave, y siempre dubitativo
sobre su valía como escritor, adquirió una ferocidad leonina en la lucha por la
supervivencia de su familia. Llamaba a puertas, mendigaba, negociaba y presumía
de su vocación de escritor para defender que merecía un trato especial.
Hasta comienzos de 1941, él y su familia
vivían de la limosna del departamento de ayuda social de Rumkowski. Había poca
comida en la casa, pero mucho tiempo para escribir. Pasó de escribir prosa a
escribir poesía, porque debió de sentir que la poesía expresaría mejor el
estado de su mente y de su alma.
Obtuvo trabajo como conserje y portero en el
mercado de verduras, el gran espacio donde se distribuían las raciones de
verduras entre la población del gueto. En los días en los que se repartía la
ración de unos nabos, zanahorias y alguna patata, su trabajo era quedarse en la
puerta y dejar que entrasen los hambrientos habitantes del gueto, unos pocos
cada vez, que estaban en la cola de la calle. Debía aguantar el insoportable
tumulto de la gente que intentaba colarse para no quedarse solamente con los
restos.
No hay palabras que puedan describir mejor el
tormento que soportaba en esa época que la carta que escribió a Rosenberg el 30
de septiembre, donde se quejaba de que hasta entonces había aceptado el trabajo
con estoicismo, aunque los consumidores y el director le habían hecho sufrir. Este
último, escribe Shayevitch, “acostumbrado a tiempos pasados en los que un
conserje se ponía de rodillas ante su amo, no me soporta. Además, alguien ha
delatado mi secreto de ser un escritor yiddish, y el director no necesita más
para despreciarme y convertirme en el objetivo de su risa burlona. Me ha
costado mucho tiempo lograr que adopte una actitud adecuada”. Después se queja
de los consumidores que se aprovechan de su rechazo a maltratar físicamente a
nadie: “Me humillan hasta el punto de hacerme sangre… Basta con pasar por esa
experiencia una sola vez para quedar herido hasta la profundidad del alma”.
A continuación confiesa: “Le juro que nunca en
mi vida he sentido tanta amargura. En el mes de Sivan murió mi padre y treinta
días después mi madre. ¡Y cómo me duele en la conciencia no haber podido hacer
nada para salvarlos! Ahora tengo que ver cómo mi mujer y mi hija de cinco años
se marchitan. La niña está enferma a menudo y no tengo ningún medio (para salvarla)”.
También confiesa a Rosenstein: “Estoy
escribiendo un largo poema sobre el gueto. Nuestra compañera, la señora
Ulinover, me animó, dijo que el poema sería un monumento a nuestras
experiencias en el gueto, y otros superlativos parecidos”.
Añade: “Como seguro que sabe, el trabajo en el
mercado dura desde el alba a la noche. La gente que aparece en mi poema
revolotea a menudo en el centro de mi mente con sus súplicas; los más
arrogantes con amargura y amenazas, mientras que quienes son más permisivos
azotan mi corazón con amargos reproches: ‘¿Por qué nos dejaste? ¿Por qué no
dices: Hágase la luz en nuestro caos contemporáneo? ¿Nos has convertido en
pequeños demonios?’. Uno de ellos, medio monstruo y medio payaso, se burla de mí: ‘¡Que Dios lo
prohíba! ¡Quizás no vivas para terminar tu trabajo!’”
Shayevitch anota: “Soy consciente de que la
opinión que expresan algunas personas no carece de fundamento, de que en el
gueto todo es nitchevo [una palabra
polaca que significa ‘nada’]. Pero discrepo. Uno puede decir con la cabeza fría
que precisamente en este momento difícil hay que prestar la máxima atención a
la cultura”. Continúa adulando a Rosenstein: “Estoy convencido –no me importa
lo que piense al respecto- de que sólo usted puede entender la sensación de
abatimiento y vacío que tengo estos días. Usted es el único capaz de oír el
menor sonido de la desesperación en el gueto”. Después de muchos otros
cumplidos, pide que Rosenstein lo salve de la opresión material y el vacío
moral en los que se ha hundido. “Por favor –suplica-, garantíceme las condiciones
para realizarme de acuerdo a mi potencial. […] Confíe por favor en las
posibilidades que duermen en mi interior. Póngase en el papel del Alto
Sacerdote que entra en el Sanctasanctórum para encender la llama de la menorá. ¡Qué renacer podría llevar a mi
vida! Creo en usted y, de nuevo, creo en usted!”.
A finales de 1941, la situación en el gueto
había empeorado. Impotente, Shayevitch veía cómo los miembros de su familia
sucumbían uno tras otro a la enfermedad y el hambre. Además habían empezado las
deportaciones masivas del gueto. El invierno era inmisericorde. No había madera
ni briquetas de turba para calentar las casas. Alguna gente estaba tan
desesperada que se unió a las deportaciones voluntariamente. Nadie pensaba que
el camino que habían elegido esos deportados voluntarios los llevaba
directamente a su aniquilación.
Shayevitch se encontró entre aquellos que
estaban en lo más bajo de la jerarquía del gueto, los más pobres entre los
pobres, los primeros en ser enviados. Sabía que cualquier día recibiría “una
invitación de boda” –como llamaban a las convocatorias a la deportación los
habitantes del gueto- y que le ordenarían que se uniera, con su mujer y su
hija, a la procesión.
Fue entonces cuando dejó a un lado el largo
poema en el que estaba trabajando y se puso a escribir “Lekh-Lekho”. En ese
poema se muestra como un profeta, que intuye que esas marchas eran marchas
hacia la separación y la muerte. Abre el poema con las siguientes palabras a su
hija de seis años:
Y ahora,
Blimele, hija mía, / apaga tu alegría de niña,
el río plateado de tu risa. /
Nos preparamos para el camino desconocido.
No me mires curiosa / con esos
grandes ojos marrones,
y no me preguntes por qué y para
qué / tenemos que dejar nuestro hogar.
También le pide a Blimele:
anoche para ti / mientras
cantaba y reía,
sin saber que esa sería / su
última risa alegre,
como la vaca que muge y no
imagina / la navaja en la mano del matarife. […]
Y ahora, Blimele, hija mía, / no
me sonrías con esos dientes blancos.
Abandonar nuestra casa / es todo
el tiempo que nos queda. […]
Y aunque eres una niña pequeña /
y quien enseña la Torá a su hija
es un hombre indigno / que le
enseña un pecado,
ha llegado el día amargo / en el
que debo enseñarte
mi niña / la horrible sección “Lekh-Lekho”.
Pero, ¡cómo puede compararse esa
orden / al sangriento lekh-lekho de hoy?
“Y Dios dijo a Abraham: / Vete de tu tierra”.
En el poema Shayevitch y su hija
dejan su casa y todos los objetos que se han transformado en testigos de sus
viejas alegrías y actuales penas. Los objetos, convertidos en registros de la
existencia diaria de la familia, expanden los símbolos. Los versos del monólogo
poético del padre se presentan con la mayor simplicidad, como se habla con un
niño, pero el padre no oculta a la niña la terrible verdad. La desnudez del
lenguaje sugiere la contención de un grito ahogado en el silencio. En el texto
original los versos tienen rimas muy simples y encajan en el lamento oculto en
la cadencia del ritmo.
No mucho después, Rosenstein le hizo a
Shayevitch un favor extraordinario, gracias al que Shayevitch pudo seguir
escribiendo su obra épica sobre el gueto de Lódz. Le consiguió un trabajo en
una “cocina de gas”. Siempre escaseaban la leña y las briquetas de turba en el
gueto, y casi nunca había carbón. Así, ocurría a menudo que, si un habitante
del gueto tenía algo que cocinar en su cacerola, no tenía nada con lo que
cocinarlo. Las cocinas de gas eran salas comunes equipadas con hornos de gas
donde por unos pocos pfennigs se
podían hacer unos trozos de patata o se podía calentar la ración de sopa. La
función del supervisor en una cocina de gas de esas características era
mantener el orden en la cola de gente que esperaba con sus cacerolas, vigilar
el reloj y recoger el dinero. Desde que llevaba la cocina, Shayevitch podía
escribir en los intervalos entre esas actividades. En el ruido de los silbantes
quemadores y las cacerolas humeantes, así como en la agitación general causada
por gente impaciente y agotada, componía
sus versos en una hoja de papel de contabilidad cubierta de letras por un lado
y limpia por el otro.»
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