«Pocas veces me fumo más de diez cigarros al
día, mi garganta tiene un indicador natural que hace que me dé asco si fumo
más. Puedo pasar días sin fumar. He dejado de fumar varias veces sin querer,
siempre de la misma forma: cojo anginas, dejo de fumar y, una vez curado, se me
olvida volver a fumar. Fumo tabaco de liar porque se consume a la velocidad a
la que le doy las caladas, si se apaga lo vuelvo a encender, el tabaco que
viene liado se consume solo y me impone un ritmo del que no quiero sentirme
esclavo. Tengo un amigo que asegura que a las tres de la tarde es cuando el
metro va más vacío y que, por lo tanto, habría que cogerlo siempre a esa hora.
A veces escribo en el ordenador con los ojos cerrados y me recreo con la idea
de las faltas de mecanografía que la lectura me revelerá más tarde. Ignoro más
de lo que sé sobre mi cuerpo. Sé que tengo una cabeza, un cerebro derecho, un
cerebro izquierdo, dos ojos, dos orificios nasales, dientes, un labio inferior
y un labio superior, sé que tengo diez dedos al final de dos manos al final de
dos brazos unidos a mi tronco por los hombros, sé que tengo pelo en el pecho,
un cuello, dos pezones, costillas en número desconocido, un pene, dos
testículos, dos nalgas, dos muslos, dos piernas, dos pies, sé que tengo un
estómago, un corazón, un intestino grueso y un intestino delgado, un hígado,
una tráquea, sangre, una garganta, una lengua, cuerdas vocales y dos orejas, no
sé cuántos músculos tengo, cuánto me pesan los huesos, cuántas neuronas tengo
ni a qué velocidad se renuevan, desconozco el volumen de mi sangre, no me he
visto ningún órgano interno, hay ciertas partes de mi cuerpo que sólo he visto
por mediación de un espejo, hay ciertas partes de mi cuerpo que no he visto, ni
siquiera con la mediación de un espejo, pero no sabría decir cuáles. Sigo a los
locos por la calle. No soy anarquista. No soy comunista. No soy socialista. No
soy de derechas. Soy demócrata. Le doy importancia a los asuntos de la
ecología. He votado a los verdes en todas las elecciones. Hasta los catorce
pasaba la mayoría de los fines de semana en una casa de campo en la que, visto
a posteriori, creo haberme aburrido mucho, aunque en su momento no era
consciente. En poesía no me gusta la ejercitación de la lengua, me gustan los
hechos y las ideas. Me interesan más la neutralidad y el anonimato de la lengua
común que los intentos de los poetas por crear su propia lengua, el informe de
los hechos me parece la poesía no poética más bella que hay. Suelo utilizar la
palabra suelo. Cuando escribo suelo
utilizar la palabra mucho, pero la
elimino al releer. Sueño con una escritura blanca, pero no existe. No sé
cuántas palabras conozco. Me pregunto si, puesto que con el tiempo olvido
palabras y ahora aprendo menos que en el pasado, eso significa que cada vez
utilizo menos palabras. Suelo tener miedo de defraudar a mis interlocutores. Me
cuesta hablar en público de otra cosa que no sea yo. Mi persona es un tema
inagotable para mí. Como me gusta que la gente me hable de sí misma, no tengo
ningún escrúpulo a la hora de hablar de mí. Hago muchas preguntas sobre la vida
privada de mis interlocutores, sobre todo si no los conozco. Prefiero que me
cuenten una exposición a verla con mis propios ojos. No miento. Creo que ya no
creo en Dios pero de vez en cuando, por la noche, me pregunto si es verdad que
ya no creo. Ya no me acuerdo de a qué edad empecé a creer en Dios. Calculo que
antes de los catorce creía en Dios por imitación, entre los catorce y veintiuno
tenía fe y después dejé de creer gradualmente hasta que un día me di cuenta de
que ya no creía. Cuando creía me representaba a Dios como a un abuelo con
túnica y barba blancas, se me aparecía en contrapicado, como en un fresco. No
me gustan las entrevistas de trabajo en las que le enseño mis trabajos a gente
que me recibe por compromiso, más que por voluntad propia, sobre todo si hojean
mis porfolios muy rápido, en cuanto a las entrevistas de trabajo que van bien,
no siempre me agradan, sobre todo si acaban en un encargo en el que creo a medias
pero con el que finjo estar entusiasmado. Cuando duermo bien, me imagino este
proyecto: pasarme días sin dormir, para experimentar la impresión de estar bajo
los efectos de una droga natural. Cuando duermo mal, me imagino este proyecto:
dormir durante cuarenta y ocho horas, para experimentar así la impresión de
estar bajo los efectos de una droga natural. En el extranjero comer se
convierte en un problema, los menús son incomprensibles, pido los platos al
azar y en general me llevo sorpresas agradables, aunque, o porque, la
naturaleza de los platos es imprevisible, y el orden, contra natura. Me afecta
por igual una buena noticia que una mala, una noticia mala puede volverse
buena, la mala noticia de verdad sería que no hubiese ninguna noticia. Estando
en la calle una vez, miré el reloj con una lata de Coca-Cola en la mano
derecha, me tiré la mitad de la lata en el pantalón, por suerte nadie me vio,
nunca se lo he contado a nadie. No he leído a Platón, pero he leído muchos
artículos que lo citan, por lo que tengo la falsa impresión de conocerlo, como
esos libros que tengo desde hace tiempo y que nunca he abierto. Para que no me
pillen en falta, evito citar a Platón al hablar. Me parece arriesgado evocar el
pensamiento de un autor que sólo conozco en parte, aunque no creo que conozca a
ninguno íntegramente. La tormenta me exalta como un enemigo. Me puedo tomar
tres tazones de café americano sin empacharme, pero no más de un expreso
francés, ni de un expreso italiano. En el extranjero, orinar y defecar se convierten
en un problema, pero no más que fuera de casa en mi propio país. No he
conducido un camión, ni un avión, ni un helicóptero ni un cohete, he conducido
coches y motos de todas las cilindradas, barcos y bicicletas. Sé hacer esquí
alpino, esquí náutico, skateboard,
patinaje sobre ruedas, windsurf, pero
no sé hacer ni surf ni snow. Si
alguien dice “Monsieur Paul” en vez de “Paul”, tengo que superar cierta
aprensión para seguir hablando con él sin reírme por dentro y sin sentirme
culpable. Nunca llevo cuello vuelto, me irrita la piel. Evito los jerséis de
lana virgen porque me dan picores y despiden un olor que me recuerdan a la
irritación que me salía cuando, de pequeño, me obligaban a ponérmelos. No me
gusta ponerme jerséis de cuello estrecho con el pelo todavía mojado. Dejé de ir
al peluquero cuando tenía catorce años por el olor de la laca, por el rechinar
sobre el pelo mojado de los dedos de la que me lavaba la cabeza y por el dolor
de nuca que me entraba en el lavabo en forma de U. Me corto yo mismo el pelo,
cosa que impresiona a mis amigos, ya que, con la experiencia, me sale bastante
bien. He visto demasiadas muertes gesticulantes por televisión. Colecciono las
tarjetas de invitación de las exposiciones con el propósito de hacer un
inventario dentro de dos o tres décadas, pero cada cuatro años las tiro todas
por falta de espacio, y, tiempo después, vuelvo a empezar. Me gustaría guardar
todas las postales que recibo, pero al final las tiro al cabo de los años,
salvo las de mis mejores amigos. Me pregunto si mis amigos tirarán las postales
tan elaboradas que les mando. Soy capaz de repetir palabra por palabra frases u
opiniones que oigo, simplemente porque me parecen justas y no veo por qué
modificarlas para apropiarme de ellas. No estoy muy seguro de poder servir de
ejemplo a la juventud. A los diez años, un día me estaba comiendo un bocadillo
de jamón york cuando de repente noté un fuerte olor a tabaco, aunque no había
nadie fumando a mi alrededor, y al olor se le unió un sabor agrio en la boca,
había una colilla de tabaco negro dentro del pan, acababa de darle un mordisco.
A diferencia de un amigo de un amigo, no me he encontrado un renacuajo en un
queso fresco.
Cuando en invierno hay un sol intenso sin ninguna nube que lo
oscurezca y la luz fría recorta secamente las sombras, podría fotografiar lo
que sea y a quien sea. En los servicios públicos me protejo los dedos con papel
higiénico para tirar de la cadena, pongo papel sobre la taza antes de sentarme,
me lavo las manos cuando salgo y, a veces, también al entrar. No he esperado
ningún tren ni ningún avión que no haya llegado, pero sí a gente. Es raro que
me haga amigo de alguien que no avisa con tiempo de que no se va a presentar a
una cita. No cortejo a mujeres caprichosas. Para sentirme seguro, si estoy
perdido en una ciudad extranjera, voy al supermercado, es un lugar familiar,
aunque, al mirar de cerca, ningún producto se parece a los que yo conozco,
puedo, por ejemplo, sentirme completamente perdido en la sección de los
yogures. Me siento atraído por las mujeres generosas con el tiempo, con las
sonrisas, con la conversación, con el afecto y con el deseo físico. Prefiero
estar en la cima de una montaña que al pie. Bajo los escalones de uno en uno y
los subo de dos en dos. He ido a pescar menos de cinco veces y todas antes de los quince. Le pegué un tiro
a un faisán con una carabina y lo maté. Les he arrancado las alas a unas
treinta moscas, les he quitado las patas traseras a igual número de
saltamontes. En Beauce, aplasté cien hormigas soldado en un tilo. He destruido
a puntapiés un hormiguero. Quería mucho a un perro al que mis padres tuvieron
que poner la inyección porque se había vuelto loco, esa fue mi primera
experiencia con la muerte. Estaba sentado en una terraza de una calle cercana a
la Bastilla, la mochila con mi lujosa cámara colgada de la silla que pegaba a
la carretera, un adolescente la cogió y echó a correr, lo vi al instante, pero
me hicieron falta unos segundos para aceptar la idea de que me estaban robando,
entonces me levanté y empecé a correr, cuando comprendí que no lo iba a coger, grité sin mucha
convicción: “Al ladrón, al ladrón”, soltó la mochila al instante. No me acuerdo
de si lloré cuando, a la vuelta de la semana blanca, mis padres me comunicaron
que Pirouette, mi hámster, había
muerto durante mi ausencia. Mi padre me regaló una carabina del 22 de rifle
largo por mi decimotercero cumpleaños, cosa que asustó al resto de la familia.
Me gustaba la forma de mi carabina, pero me daba coraje que sólo pudiese pegar
un tiro, e imaginaba que, en caso de ataque a la casa, tendría que
ingeniármelas para que los asaltantes creyeran que era de repetición. Mi
carabina disparaba plomillos y no cartuchos, lo que la hacía poco ofensiva a
los ojos de los seres humanos, es decir, de los asesinos en potencia. Aunque no
cazo, mi padre me dio la escopeta de caza de mi abuelo, con la que a veces he
considerado la posibilidad de suicidarme. Hago más cosas cuando tengo poco
tiempo que cuando tengo mucho. Tuve un sueño en el que iba paseando con mi padre,
que a la vez era Raphaél Ibáñez, por un instituto lleno solo de chicas altas y
rubias con zapatillas Converse, después nos bañábamos en un río azucarado, cuyo
cauce conducía a una gruta recubierta de berro, nos comimos hasta las paredes
antes de volver al instituto, imbuidos de deseo. Cuando viajo de pasajero en un
coche, voy mirando cómo suben y bajan los hilos de los postes eléctricos como
el malvavisco en una tienda de chucherías. La naturaleza se me antoja menos
hospitalaria que la ciudad. Una casa en construcción puede llegar a interesarme
más que una escultura minimalista, porque, al ser accidental el interés por la
primera, me siento más autor que espectador de la “obra”. Un amigo mío cantaba
las primeras palabras de los estribillos en inglés y después seguía con una
serie de onomatopeyas porque la comprensión se le agotaba en ese punto. De
pequeño se me repetía esta pesadilla: la gravedad ha desaparecido, la humanidad
se dispersa, mis íntimos se alejan de mí sin esperanza de volver , cada uno es
el centro de un universo en expansión infinita. Aunque no es un gran regalo,
les doy las gracias a mi padre y a mi madre por haberme dado la vida. Cuando me
tumbo en la hierba, me acuerdo del vértigo que me daba a los seis años pensar,
tumbado en la hierba, que la gravedad se acababa y me caía del cielo.»
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