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«La cosa no dura más de veinte minutos. El
debut. A las siete y diez de la noche, vestido con traje de pana marrón y
corbata roja escogida por Ada, hago mi entrada triunfal en la sede del
Movimiento Amarillo. Jairo Calderón me sujeta de un lado y la atractiva
enfermera del otro. Decenas de fotógrafos se deleitan disparando sobre el
aparato maxilar y las vendas que rodean mi cráneo, sobre mis ojeras de muerto,
mi joroba, mis pasitos de nonagenario. En la tarima me espera ya el asesor
Jorge Parra. Con las mandíbulas muy apretadas se limita a decir, como si se
tratara de una velada de lucha libre: Señores
y señoras: Pedro Akira. No respondo a ninguna pregunta de los periodistas.
Junto al micrófono rechazo la ayuda de Jairo y de Ada. Les digo que bajen del
podio. De pie, temblando como sólo los mejores actores sabemos hacerlo, levanto
un brazo para pedirle al joven encargado de la máquina reproductora de imágenes
que la ponga en funcionamiento.
La cosa no dura más de veinte minutos, ya lo
dije. No tengo miedo, como Ada ha previsto. Muy erguido y sin dejar de temblar,
expongo el escándalo. Mediante esquemas, fotos, pequeños vídeos, grabaciones de
audio, demuestro cómo durante los veinte años del gobierno de Tomás del Pito sus
cinco senadores más poderosos y siete de sus ministros hicieron alianzas, en
distintas épocas, con los comandantes de los Escuadrones de la Muerte. Con los
comandantes ilegales y con aquellos ya legalizados mediante el proceso de paz y
amnistía ideado por el presidente. Las alianzas funcionaron así: los
comandantes obtuvieron una tajada de los negocios y sistemas controlados por el
Estado (el petróleo, el carbón, la salud, la educación, el agua, las vías) a
cambio de comprometerse a garantizar en todas las zonas bajo su control la
victoria electoral de Tomás del Pito y de sus secuaces en el Congreso. Ésa es
la primera parte de la exposición. Acabo con un mapa aproximado de las
haciendas del presidente en las regiones mencionadas y con un cuadro que muestra
el número de votos depositados por él en cada municipio y ciudad. Votos obtenidos a sangre y fuego, dice
mi boca la primera vez que se abre detrás del aparato espantaincrédulos.
La segunda parte de la exposición tiene que
ver directamente con el tráfico de cocaína. Con pitillo me tomo un vaso entero
de agua antes de hablar. Pido un asiento y procedo a exponer cómo para las
terceras reelecciones del presidente Del Pito dos de sus asesores más cercanos
hicieron pactos con tres prominentes narcotraficantes en ejercicio,
comandantes, además, de temibles Escuadrones de la Muerte. Las alianzas
consistieron (ahí estaban las grabaciones y los vídeos para probarlo) en que
los asesores cobraron a nombre de la campaña quinientos dólares estadounidenses
por cada kilo de cocaína sacado del país durante ese año, a cambio de
protección de la policía para esos narcotraficantes y sus negocios durante toda
la presidencia de Del Pito. Para desconcierto de los periodistas y como si no
fuera suficiente andar por la vida con tres balas en el cráneo y aparato
máxilofacial, procedo entonces a dar los nombres completos de los asesores y de
los narcotraficantes, expongo las fechas de las reuniones, muestro las fotos,
proyecto los vídeos. Acabado un vídeo que no deja lugar a dudas se escucha un
prolongado ooohhhh en la sala,
seguido de un ushhh. Los periodistas
se lanzan hacia la tarima disparando sus flashes, como en las peores películas.
Le hago entonces una señal con el dedo índice
al bueno de Jairo Calderón, quien sube al escenario con tres de sus escoltas y
cara de pocos amigos. Al oído y con voz emocionada me dice Bien hecho, doctor, muy bien hecho, doctor, mientras me alza y me
sienta en una silla de ruedas como si fuera yo un niño lisiado pero lenguaraz.
Antes de irme del todo levanto una mano para que Calderón se detenga. Pido un
micrófono y doy la orden de que se muestre en la pantalla la última imagen. Es
un gráfico con el número total de votos
obtenidos por el presidente Del Pito en su cuarta reelección: de ese total está
restado el número de votos obtenido por presión de los Escuadrones de la Muerte
y el resultado son menos votos que los conseguidos por los tres candidatos
independientes sumados (anteriores a la existencia del Movimiento Amarillo). En
la misma diapositiva hay también un cálculo aproximado de la cocaína sacada por
los socios de Del Pito durante el año inmediatamente anterior a la tercera
reelección, según las cuentas de la policía internacional. Calculando
quinientos dólares estadounidenses por cada kilo de coca exportado, se obtiene
que la totalidad del dinero gastado en la campaña para la tercera reelección de
Del Pito proviene del tráfico de cocaína (y hace falta explicar adónde fueron a
parar varios cientos de millones de dólares).
Los periodistas ladran al unísono cuando Jairo
empieza a empujar mi silla de ruedas. Levanto mi brazo ceremonial, consigo que
se haga silencio y a través del micrófono que tiembla digo (de mi propia
cosecha, nadie me ha instruido para hacerlo): Con esto he respondido ya a todas las preguntas que me puedan hacer.
Las preguntas que faltan hay que hacérselas a los protagonistas, y ya sabe
Miranda quiénes son los protagonistas. Muchas gracias. Buenas noches. Y no
digo más. Me alejo en mi silla de ruedas, seguido muy de cerca por una jauría
de periodistas hambrientos. Mientras me llevan lejos da la tarima puedo ver,
detrás de los periodistas, detrás de las sillas vacías, fuera de los focos de
luz, recostado en el muro más lejano, al senador Luis Rabat. Completamente
solo. Sonríe arrugando sus ojitos porcinos y relamiéndose como si se dispusiera
a devorarme. Me hace una lenta venia con la cabeza. Siento escalofrío. No tengo
tiempo de devolverle el saludo.
*
Las reacciones a mi magistral alocución no se
hacen esperar. Tratándose de esa República y no de otra mejor, cuando hablo de
reacciones no me refiero a artículos en los periódicos gobiernistas,
consternadas llamadas telefónicas de los copartidarios o declaraciones de los
ministros en las emisoras de radio. Me refiero a un vidrio roto a las cuatro de
la madrugada. El objeto contundente es metálico. Tiene la forma de un
pequeñísimo ataúd pintado de azul. Una primorosa obra de la mejor artesanía
nacional. Adentro del ataúd de hierro hay una breve nota que dice Se va a morir, perro. Primero va a volar el
médico rojo. Si no se calla la jeta sigue después todo el equipo perdedor.
Hasta nunca, malparido. No tiene firma. Le quito importancia al suceso.
Cosas como ésas pasan en la República de Miranda todos los días y también
varias noches. Me sirvo un cóctel de tamarindo con ron blanco para sentirme en
un paraíso caribeño y no atrapado en el apartamento de Akira en medio de una
coyuntura histórica. Llamo a Ada para que venga a ver el amanecer conmigo. Con
voz medio dormida me dice que va a pensárselo y cuelga. Es solamente una
amenaza de muerte, me digo. Todos los miembros del Movimiento Amarillo han
recibido una alguna vez.
Cuando llega Ada ya ha salido el sol y este su
valiente narrador está borracho como una cuba. Salimos a la terraza. Me habla
de su arte, de los problemas técnicos que ha tenido con sus últimas obras.
Finjo escucharla. El cielo azul de la capital me sube el ánimo, su viento
helado me despierta. Le propongo a Ada que nos vayamos a la cama.
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[…] Me despierto ahogado de miedo, sudando.
Eso me pasa por caer en la tentación morbosa de ver los noticieros nacionales
en la televisión, cuyo contenido es solamente la repetición nauseabunda de
todas las imágenes filmadas en donde algún guerrillero ha matado o herido o
pellizcado a algún habitante de la República de Miranda.
Ada no está muerta, está a mi lado. En la cama
king size de Pedro Akira (q.e.p.d.). Duerme plácidamente, con media sonrisa en
la boca, con sueños muy distintos a los míos. Está desnuda y boca abajo. Su culo
redondo es besado por el sol de la mañana. Cuando me siento y respiro y voy a
la cocina y me tomo un vaso de agua, de regreso a la real realidad, noto cómo
el corazón se me llena de alegría. Es tanto el júbilo que me embarga por no
estar en la terrible pesadilla estalinista sino ahí, en una próspera Republica
capitalista, que me invaden deseos de ir al balcón y cantar desnudo, sobre una
maceta, el himno nacional.
Mi cabeza, siempre prudente, me invita a
recordar que a esa misma hora de la noche y tras volar sobre el mismo balcón al
que quiero salir, aterrizó hace sólo dos días el primoroso ataúd azul portador
de amenazas mortales. Vuelvo al cuarto. Ada ya se está bañando para irse. Me
tomo un valium. Prendo el televisor en el peor canal extranjero.
*
Subidos ya en la camioneta blindada le digo a
Jairo Calderón que me lleve a la casa en donde me recogieron el primer día, en
el barrio La Esmeralda. Asiente con la cabeza y enciende el radio en uno de los
canales principales. En el radio están contando cómo, a partir de mis
acusaciones, la Fiscalía abrió investigaciones preliminares contra dos
senadores de la República y llamó a declarar a dos funcionarios menores de la
Presidencia. Estamos cruzando un puente cuando en el radio pasan a propagandas.
Jairo Calderón baja el volumen y dice mirando al frente que él admira
sinceramente lo que yo he hecho en la rueda de prensa. Que a eso se refería
cuando me pidió que me la jugara toda. Mi actuación había sido impecable: como
estar viendo al verdadero Pedro Akira: la misma fuerza, el mismo carisma.
Siento fuertes deseos de besarlo hasta que perdamos el rumbo del timón y
acabemos muertos pero felices contra un poste. Solamente le digo gracias, sin
mirarlo.
Cuando llegamos al corazón de La Esmeralda él
detiene el carro del otro lado de la calle, del lado del parque. Me abre la
puerta, me ve alejarme hacia la casa y se sienta a fumar en la misma banca en
donde todo empezó. Mientras me acerco me parece que la casa está más pequeña y
más fea.»
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