martes, 8 de junio de 2021

Los viajes de Sir John Mandeville.- John Mandeville (1300-1371) o Anónimo


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Segunda parte: Los países que están más allá de Tierra Santa

Capítulo 35: De las costumbres de los reyes y de los pueblos que viven en las islas adyacentes a la tierra de Preste Juan y de los honores que rinde el hijo al padre muerto

 «Desde esas islas, de las que antes os he hablado y que se hallan dentro de los dominios de Preste Juan, tierras que son nuestros antípodas, y también desde otras islas que están aún más allá, cualquiera que se lo propusiera podría retornar a su lugar de partida circunnavegando la tierra. Pero unas veces por causa de las islas, otras por causa del mar, y otras por causa del agotamiento que produce el remar, pocas personas intentan hacer esa ruta, aunque es posible, como ya os he dicho. Sin embargo, casi todos regresan desde las islas que han sido mencionadas, pasando por otras limítrofes con las tierras de Preste Juan.
 En el camino de vuelta encuentran una isla llamada Casson. La isla tiene una extensión de sesenta jornadas a lo largo y de cincuenta jornadas a lo ancho. Es la mejor isla y el mejor reino que existe en aquellas latitudes, exceptuando Catay. Y si los mercaderes frecuentasen esa tierra tanto como frecuentan Catay, harían que en poco tiempo fuese mejor que Catay. El país está densamente poblado y lleno de ciudades y grandes villas, muy pobladas también; se vaya adonde se vaya en este país, siempre que se sale de una ciudad aparece otra delante de los ojos. En esa isla hay gran abundancia de bienes y de todo tipo de especias. Hay también grandes bosques de castaños. El rey de la isla es muy rico y muy poderoso, pero a pesar de todo, la tierra que ocupa pertenece al Gran Kan, de quien es vasallo, pues esa isla es una de las doce provincias que pertenecen al Gran Kan, sin incluir en ese número su propio país y otras islas menores, que son muchas.
 Desde esa tierra, en el camino de vuelta, se llega a otra isla llamada Ryboth [Tíbet], que está también bajo el dominio del Gran Kan. Es un país muy bueno y muy abundante en toda clase de bienes, en viñas, en frutos y en todo tipo de riqueza. Sus habitantes no tienen casas, sino que viven y duermen bajo tiendas hechas de fieltro negro, diseminadas por todo el país. La ciudad principal [Lasa] y la más regia está toda amurallada con piedras negras y blancas, y todas sus calles están también pavimentadas con el mismo tipo de piedras. En esa ciudad nadie se atreve a derramar sangre humana o de animal, por respeto a un ídolo que es adorado allí. En esa isla vive el papa de su religión, al que llaman Lobassy [Gran Lama]. Él es quien distribuye todos los beneficios, los honores y todo lo que pertenece al ídolo. Todos los religiosos y feligreses de sus iglesias lo obedecen, lo mismo que se hace aquí con el papa de Roma.        
 En esa isla existe una costumbre, extendida por todo el país, que consiste en que cuando muere el padre de cualquier hombre, el hijo, deseoso de demostrar su gran respeto por el padre, manda llamar a todos sus amigos y a todos sus parientes, a monjes y sacerdotes, y también a un gran número de ministriles. Luego, con gran alegría y solemnidad, llevan el féretro a una gran montaña. Una vez que lo han llevado allí, el prelado principal corta la cabeza del cadáver y la pone en una gran bandeja de oro y de plata, si el muerto era rico. A continuación entrega la cabeza al hijo, y éste y todos sus parientes cantan y recitan muchas oraciones. Tras esto, los sacerdotes y los monjes cortan el resto del cadáver en trozos y dicen algunas oraciones. Y las aves rapaces de todo el país, familiarizadas con esa antigua costumbre, se concentran en aquel lugar revoloteando en el aire –águilas, milanos, cuervos y otras rapaces carnívoras. Después los sacerdotes tiran los pedazos de carne y cada una de las aves coge lo que puede, apartándose un poco de allí para comérsela. Y siguen actuando así mientras quede algún pedazo de la carne del muerto.
 A continuación, de la misma manera que nuestros sacerdotes cantan por los muertos Subvenite sancti dei et cetera, así esos sacerdotes cantan muy alto en su lengua: “Contemplad lo bueno y lo digno que era este hombre, pues los ángeles de Dios vienen a buscarlo para llevarlo al Paraíso”. Al hijo le parece que su padre es honrado de manera extraordinaria, cuando acuden  muchos pájaros y aves rapaces a comérselo. Creen que cuantas más aves acudan mucho más honrado será el muerto.
 Luego el hijo lleva a casa a todos sus parientes, a sus amigos y a todos los demás, y les da una gran fiesta. Allí todos los amigos comentan y alardean sobre el número de aves que acudieron –unos dicen cinco, otros seis, otros diez, otros veinte y otros más-, y disfrutan enormemente hablando de esto. A la hora de comer, el hijo hace traer la cabeza del padre, y da de comer de su carne a los amigos más íntimos, como si fuera un aperitivo o un entremés. Luego manda hacer con el cráneo un cuenco, por el que beben con gran respeto él y sus amigos en recuerdo del santo hombre al que los ángeles de Dios se han comido. El hijo, en recuerdo de su padre, guardará ese cuenco para beber durante toda su vida.
 Desde esa tierra y después de atravesar en el camino de vuelta el país del Gran Kan durante diez jornadas, hay otra buena isla que es un gran reino, cuyo rey es extraordinariamente rico y poderoso.
Resultado de imagen de los viajes sir john mandeville catedra Entre los hombres ricos de ese país, hay uno que supera a todos los demás. No es príncipe, ni duque, ni conde, aunque muchos de éstos ocupan sus tierras y algunas de sus posesiones. Pero él es el más rico de todos. Anualmente recibe de renta 300.000 caballos cargados de grano de diversos cereales y de arroz. Lleva una vida noble y refinada, conforme a las costumbres del país. Diariamente tiene a su servicio cincuenta doncellas, todas vírgenes, para servirle las comidas, para yacer con ellas por la noche y para hacer con ellas lo que le plazca. Cuando se sienta a la mesa, cada plato le es servido por un grupo de cinco doncellas que van cantando una canción. Le cortan la comida y se la ponen en la boca, pues él no toca nada con las manos, sino que las mantiene todo el tiempo delante de él, encima de la mesa, porque tiene unas uñas tan largas que no puede coger nada. En ese país es de una gran elegancia y distinción tener uñas largas y dejarlas crecer durante toda la vida. Muchos hombres de ese país tienen unas uñas tan largas que llegan a rodearles toda la mano, lo que es signo de distinción y nobleza. En las mujeres el signo de distinción consiste en tener pies pequeños. Y para ello, nada más nacer, les vendan tan fuertemente los pies que no pueden crecer ni la mitad de lo que deberían , pues la elegancia en ellas reside en tener los pies muy pequeños. Esas doncellas, de las que antes hablaba, cantan todo el tiempo mientras dura la comida de ese rico señor. Cuando termina con el primer plato, llegan otras cinco doncellas con el segundo, cantando como hacían las anteriores. Y así sucesivamente hasta el final de la comida, todos los días. Ése es el tipo de vida que lleva ese señor. Así vivieron, antes que él, sus antepasados y así vivirán sus descendientes, sin ninguna hazaña bélica en su haber, sino llevando una vida regalada, igual que un cerdo al que se da comer en la pocilga para que engorde. Tiene su residencia en un palacio muy hermoso y muy rico, cuyas murallas tienen un perímetro de dos millas. Dentro hay muchos jardines hermosos y preciosos salones y cámaras. El pavimento de los salones y cámaras es de oro y de plata. En el centro de uno de esos jardines hay un montículo con una pequeña pradera. Y en esa pradera hay un pequeño observatorio con torres y pináculos completamente de oro. En ese pequeño observatorio se sienta a menudo para tomar el aire y para divertirse, pues ese lugar fue construido nada más que para su placer.
 En el camino de regreso desde ese país se atraviesa de nuevo la tierra del Gran Kan, de la que ya he hablado.
 Debéis saber que en todos estos países, en todas estas islas y en todos estos pueblos de los que he hablado, con excepción de muy pocos que carecen de un mínimo de sentido común y de inteligencia, existen entre sus creencias religiosas artículos de nuestra fe y algunas otras cosas buenas de nuestra religión. Creen en Dios, que hizo todas las cosas y creó el mundo, aunque lo llamen Dios de la naturaleza; sobre esto dice el profeta: Et metuent eum omnes fines terre*, y en otro lugar también: Omnes gentes servient ei, que quiere decir: “todos los pueblos le servirán”.
 Sin embargo, ellos no saben hablar con toda propiedad de Dios porque no hay nadie que les haya enseñado, aunque sí son capaces de captar su existencia mediante su inteligencia natural. No tienen conocimiento del Hijo, ni del Espíritu Santo, aunque saben hablar de la Biblia, especialmente del Génesis, de los dichos de los profetas y de los libros de Moisés. Y hablan bien cuando dicen que los seres a los que ellos veneran no son dioses, sino que los veneran por la virtud que hay en ellos, que no puede ser debida más que a la gracia de Dios. Y respecto de los simulacros y de los ídolos dicen que no son ellos los únicos pueblos que los tienen. Esto lo dicen porque nosotros, los cristianos, tenemos imágenes de Nuestra Señora y de otros santos a los que veneramos, aunque no saben que no veneramos a las imágenes de madera o de piedra, sino a los santos en cuyo nombre se hacen. Y de la misma forma que los libros y las escrituras enseñan a los clérigos cómo y de qué forma se ha de creer, así las imágenes y los cuadros enseñan a los laicos a venerar a los santos y a recordarlos mediante las imágenes que se hacen en su nombre. Dicen también que a través de esos ídolos les hablan los ángeles de Dios, que hacen grandes milagros. Y dicen verdad al afirmar que hay un ángel en su interior. Es cierto que hay dos tipos de ángeles, uno bueno y otro malo, como dicen los griegos, Cacho [kakós] y Calo [kalós]. Cacho es el ángel malo, y Calo, el bueno. Pero no es el ángel bueno, sino el malo, el que está dentro de sus ídolos para engañarlos y hacer que permanezcan en su error.»
   
  *”Y lo temerán todos los confines de la tierra”. Es una cita casi literal de la Biblia (Sal. 67,8)  [N. del T.]

   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2001, en traducción de Ana Pinto, pp. 311-316. ISBN: 84-376-1897-5.]
      

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