domingo, 27 de junio de 2021

Tengo quince años y no quiero morir.- Christine Arnothy (1930-2015)


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XIII


 «Muertos de sueño, nos mantenemos sentados sobre los asientos de madera del tren local. Un revisor huraño agujerea los billetes con indiferencia. Frente a mí, un hombre enciende  su pipa con cuidado. El olor nauseabundo del tabaco barato me da asco. Llueve de nuevo. El paisaje se confunde con el cielo gris. A lo lejos desfilan las chimeneas de las fábricas y las ruinas, y siempre las ruinas. Tengo la impresión de encontrarme en el tren desde hace años, como si la suerte me hubiera clavado a este duro asiento de madera y me hiciera viajar sin cesar entre ruinas, entre seres silenciosos. Creía que más allá de la frontera, del otro lado de Hungría, en los países que llamamos occidentales, el cielo era azul y la gente estaba feliz. Creía que nos rodearían de alegría y que, al acogernos, su sonrisa nos haría olvidar el tiempo pasado. Pero en este tren nadie sonríe, y el humo del tabaco se hace cada vez más espeso e insoportable.
 Nos acercamos a Viena. Miro afuera con avidez. Mi corazón late apresuradamente. ¡Cuántas veces mis padres me han hablado de esta ciudad encantada, siempre chispeante de alegría! El tren se detiene en medio de ruinas. Debe de ser la estación, pues todo el mundo baja. Nosotros también bajamos. La lluvia corre a lo largo de las paredes incendiadas, negras, con las tuberías rotas. En pocos segundos nos mojamos hasta los huesos. La multitud nos arrastra hacia la salida. Mi abrigo pesa cada vez más, y me gustaría romper estos trapos que llevo encima desde hace días. De pronto siento que las ataduras que retienen el pliegue de mi camisón ceden. Imposible evitar que se deslice completamente. Estoy de pie bajo la lluvia, que corre por mi cara y sobre mi abrigo gris, debajo del cual se ve el camisón de seda. Me siento impotente y ridícula. Ese azul claro contrasta de tal modo con el gris, que comienza a atraer las miradas. La gente se detiene y me contempla sin la menor sonrisa.
 Llorando, corro hacia una barraca cercana. El camisón me molesta al correr, se me pega a los tobillos. El lodo penetra en mis zapatos y salpica mi ropa. Cuando llego a la barraca debo esperar a que mis manos dejen de temblar. Primero quiero desgarrar la tela que tan desgraciadamente sobrepasa mi abrigo, pero el tejido se resiste. Es más fuerte que yo. No me queda otra solución que la de los alfileres. Al fin puedo reunirme con mis padres y dejamos la estación. La cortina de lluvia enturbia la vista. ¿Dónde está Viena?
 Nos ponemos en marcha al azar. La suerte nos conduce ante la puerta de un café. Entramos en él. El mozo nos mira y luego sigue su conversación con un cliente. En otra mesa una pareja bebe café. El hombre dice algunas palabras de cuando en cuando. La mujer no responde nunca.
 Nos sentamos. El mozo se acerca y pasa la servilleta por la mesa.
 -Tres cafés y algo para comer –dice mi padre en alemán.
 Estamos tan fatigados que no encontramos nada que decirnos. Sentados, inmóviles, miramos la calle, donde el viento, ahora, forma remolinos con la lluvia. Una señora anciana y obesa empuja la puerta y entra con un perrito pachón muy gordo en los brazos. Eso me recuerda a nuestro perro. Quizá corre todavía desesperado persiguiendo el tren y la confianza en los hombres.
 El mozo nos trae el café y tres minúsculos panecillos grises. Me inclino sobre la taza a la vez que cierro los ojos. Este brebaje sólo tiene de café el nombre, pero está ardiendo y calienta el cuerpo y el corazón. La calle me parece ya menos hostil. Devoro uno de los panecillos. En ese momento me veo en un espejo que está frente a mí y me doy cuenta de que sonrío.
 -Lo hemos logrado –murmura mi padre.
Resultado de imagen de christine arnothy tengo quince años y no quiero morir Pide la cuenta, saca de un rollo de billetes uno de cien schillings y lo deposita sobre la mesa. El mozo se acerca y contempla el billete sin tocarlo.
 -Está caducado –dice-. Todo el dinero que usted tiene ahí se retiró de la circulación hace más o menos un año. No tiene ningún valor.
 El corazón me empieza a latir tan fuertemente que cada golpe me produce el mismo dolor que una herida. Mi madre está espantada, mi padre está pálido. Contemplamos los schillings sobre la mesa.
 El mozo adopta una actitud hostil.
 -¿No tienen ustedes con qué pagar la cuenta?
 Su voz se ha vuelto aguda como una voz de mujer.
 El hombre de la mesa vecina deja su periódico y observa la escena apoyándose en los codos. La pareja silenciosa se vuelve también hacia nosotros. La mujer del perro nos observa.
 Mi madre se quita su único anillo, su último anillo, el que no se quitaba jamás y que lo llevaba desde su boda en el mismo dedo que el de la alianza. Del brillante brota una chispa azul como un grito de angustia. Mi madre tiende el anillo al mozo.
 -Por esos cafés. Ignorábamos que nuestro dinero ya no valía.
 El mozo toma el anillo con desconfianza.
 -¿No será falso?
 Pero el brillante centellea a tal punto que no necesitamos nada más para convencerlo.
 -No se lo des –suplico a mi madre en húngaro.
 -No hay más remedio –dice mi padre-. Sabe Dios lo que nos espera si monta cualquier escándalo. Acabamos de llegar ilegalmente y no tenemos los papeles en regla.
 -Volveremos para recuperarlo –dice mi madre al mozo.
 Éste asiente, pero está claro que ha decidido no recordarnos nunca y, si se diera el momento, negarlo todo.
 Coge el anillo, lo lanza al aire y después se lo guarda en el bolsillo.
 Mientras recoge las tazas nos dice:
 -Acaban ustedes de llegar, ¿verdad? –pregunta, luego se retira al fondo de la sala.
 -¿Y ahora? –pregunto angustiada.
 Mis padres están callados. Durante esos cinco minutos han envejecido varios años.
 Una atroz desesperación se apodera de mí. Quisiera estallar en sollozos, pero mis ojos están secos.
 Y me pregunto si la vida tendrá un día al fin piedad de mí. Si consentirá que yo tenga una existencia propia.
 ¡Qué bueno sería nacer!»

   [El texto pertenece a la edición en español de Barril Barral editores, 2009, en traducción de Paula Emilia Sanz, pp. 119-123. ISBN: 978-84-937136-2-1.]

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