XIII
«Muertos de sueño, nos mantenemos sentados
sobre los asientos de madera del tren local. Un revisor huraño agujerea los
billetes con indiferencia. Frente a mí, un hombre enciende su pipa con cuidado. El olor nauseabundo del
tabaco barato me da asco. Llueve de nuevo. El paisaje se confunde con el cielo
gris. A lo lejos desfilan las chimeneas de las fábricas y las ruinas, y siempre
las ruinas. Tengo la impresión de encontrarme en el tren desde hace años, como
si la suerte me hubiera clavado a este duro asiento de madera y me hiciera
viajar sin cesar entre ruinas, entre seres silenciosos. Creía que más allá de
la frontera, del otro lado de Hungría, en los países que llamamos occidentales,
el cielo era azul y la gente estaba feliz. Creía que nos rodearían de alegría y
que, al acogernos, su sonrisa nos haría olvidar el tiempo pasado. Pero en este
tren nadie sonríe, y el humo del tabaco se hace cada vez más espeso e
insoportable.
Nos acercamos a Viena. Miro afuera con avidez.
Mi corazón late apresuradamente. ¡Cuántas veces mis padres me han hablado de
esta ciudad encantada, siempre chispeante de alegría! El tren se detiene en
medio de ruinas. Debe de ser la estación, pues todo el mundo baja. Nosotros también
bajamos. La lluvia corre a lo largo de las paredes incendiadas, negras, con las
tuberías rotas. En pocos segundos nos mojamos hasta los huesos. La multitud nos
arrastra hacia la salida. Mi abrigo pesa cada vez más, y me gustaría romper
estos trapos que llevo encima desde hace días. De pronto siento que las
ataduras que retienen el pliegue de mi camisón ceden. Imposible evitar que se
deslice completamente. Estoy de pie bajo la lluvia, que corre por mi cara y
sobre mi abrigo gris, debajo del cual se ve el camisón de seda. Me siento
impotente y ridícula. Ese azul claro contrasta de tal modo con el gris, que
comienza a atraer las miradas. La gente se detiene y me contempla sin la menor
sonrisa.
Llorando, corro hacia una barraca cercana. El
camisón me molesta al correr, se me pega a los tobillos. El lodo penetra en mis
zapatos y salpica mi ropa. Cuando llego a la barraca debo esperar a que mis
manos dejen de temblar. Primero quiero desgarrar la tela que tan
desgraciadamente sobrepasa mi abrigo, pero el tejido se resiste. Es más fuerte
que yo. No me queda otra solución que la de los alfileres. Al fin puedo
reunirme con mis padres y dejamos la estación. La cortina de lluvia enturbia la
vista. ¿Dónde está Viena?
Nos ponemos en marcha al azar. La suerte nos
conduce ante la puerta de un café. Entramos en él. El mozo nos mira y luego
sigue su conversación con un cliente. En otra mesa una pareja bebe café. El
hombre dice algunas palabras de cuando en cuando. La mujer no responde nunca.
Nos sentamos. El mozo se acerca y pasa la
servilleta por la mesa.
-Tres cafés y algo para comer –dice mi padre
en alemán.
Estamos tan fatigados que no encontramos nada
que decirnos. Sentados, inmóviles, miramos la calle, donde el viento, ahora,
forma remolinos con la lluvia. Una señora anciana y obesa empuja la puerta y
entra con un perrito pachón muy gordo en los brazos. Eso me recuerda a nuestro
perro. Quizá corre todavía desesperado persiguiendo el tren y la confianza en
los hombres.
El mozo nos trae el café y tres minúsculos panecillos
grises. Me inclino sobre la taza a la vez que cierro los ojos. Este brebaje
sólo tiene de café el nombre, pero está ardiendo y calienta el cuerpo y el
corazón. La calle me parece ya menos hostil. Devoro uno de los panecillos. En
ese momento me veo en un espejo que está frente a mí y me doy cuenta de que
sonrío.
-Lo hemos logrado –murmura mi padre.
Pide la cuenta, saca de un rollo de billetes
uno de cien schillings y lo deposita sobre la mesa. El mozo se acerca y
contempla el billete sin tocarlo.
-Está caducado –dice-. Todo el dinero que
usted tiene ahí se retiró de la circulación hace más o menos un año. No tiene
ningún valor.
El corazón me empieza a latir tan fuertemente
que cada golpe me produce el mismo dolor que una herida. Mi madre está espantada,
mi padre está pálido. Contemplamos los schillings sobre la mesa.
El mozo adopta una actitud hostil.
-¿No tienen ustedes con qué pagar la cuenta?
Su voz se ha vuelto aguda como una voz de
mujer.
El hombre de la mesa vecina deja su periódico
y observa la escena apoyándose en los codos. La pareja silenciosa se vuelve
también hacia nosotros. La mujer del perro nos observa.
Mi madre se quita su único anillo, su último
anillo, el que no se quitaba jamás y que lo llevaba desde su boda en el mismo
dedo que el de la alianza. Del brillante brota una chispa azul como un grito de
angustia. Mi madre tiende el anillo al mozo.
-Por esos cafés. Ignorábamos que nuestro
dinero ya no valía.
El mozo toma el anillo con desconfianza.
-¿No será falso?
Pero el brillante centellea a tal punto que no
necesitamos nada más para convencerlo.
-No se lo des –suplico a mi madre en húngaro.
-No hay más remedio –dice mi padre-. Sabe Dios
lo que nos espera si monta cualquier escándalo. Acabamos de llegar ilegalmente
y no tenemos los papeles en regla.
-Volveremos para recuperarlo –dice mi madre al
mozo.
Éste asiente, pero está claro que ha decidido
no recordarnos nunca y, si se diera el momento, negarlo todo.
Coge el anillo, lo lanza al aire y después se
lo guarda en el bolsillo.
Mientras recoge las tazas nos dice:
-Acaban ustedes de llegar, ¿verdad? –pregunta,
luego se retira al fondo de la sala.
-¿Y ahora? –pregunto angustiada.
Mis padres están callados. Durante esos cinco
minutos han envejecido varios años.
Una atroz desesperación se apodera de mí.
Quisiera estallar en sollozos, pero mis ojos están secos.
Y me pregunto si la vida tendrá un día al fin
piedad de mí. Si consentirá que yo tenga una existencia propia.
¡Qué bueno sería nacer!»
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