sábado, 5 de junio de 2021

Limpia y fija... por un chico de instituto.- Mariano de Cavia (1855-1920)


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“¡A mí, plin!”


   «Aun  cuando otra cosa promete el epígrafe de esta sección, el presente apunte no se traza para limpiar ni fijar ningún punto turbio ni dudoso del lenguaje corriente. Se trata no más de una curiosidad demopédica.
 Ya sé que esto de la demopedia se les atraganta a algunos hablistas (por la otra punta) que cabalmente se distinguen por sus formidables tragaderas para embaular los más absurdos barbarismos; pero, es lo que se dice, ¡a mí plin!
 ¿De dónde diantre viene esta plebeya locución con que el vulgo dicharachero y muchos festivos escritores han sustituido modernamente el antiguo “¿qué se me da a mí?” Todo, aun lo más extravagante, lo más incomprensible que el pueblo pone en boga, tiene alguna razonable explicación.
 Un mozalbillo que todavía está en la segunda enseñanza, aunque algo procure aprender leyendo y escuchando, no puede estar en ciertos toques y retoques del habla popular, cuando tienen su probable origen en dichos y hechos que “un chico de instituto” no ha estado en ocasión de alcanzar.
 Valga por lo que valiere, daré a algunos curiosos que me la han pedido la explicación del ¡a mí, plin! que me ha dado uno de los leones que acompañan a la diosa Cibeles. Es un madrileño muy antiguo y jura por el Olimpo entero haber oído la frase primitiva de que se ha derivado, por corrupción familiar, la frasecilla hoy corriente.
 Ello fue –si el león no me ha engañado- allá en los días en que el héroe de los Castillejos, político de sumo temple, a quien inmoló la barbarie de las disensiones españolas, había alcanzado el grado máximo en el termómetro de la popularidad. (También tengo yo mi poco de retórica entre el pulgar y el índice).
 Entraba por Recoletos, y era un domingo por la tarde, cierta arrogante y guapísima moza, más o menos doncella de éstas que llamamos de servir, en la amartelada compañía de un ramplón y desmedrado sorche, que sin pasar de soldado raso podía reírse con toda su atroz bocaza del mismísimo sargento Utrera, de quien se cuenta que reventó de feo.
 En dirección contraria a la de aquella pareja tan desigual venían tres o cuatro sargentos que no reventaban de feos, como el del dichote, sino de puro apuestos y bonitos.
 -¡Vaya una jembra juncal! (empezaron a decir); ¡viva la gracia y viva el salero, y vivan sus papás de usted y muera el mal gusto que usted tiene! Pero, gloria, ¿de cuándo acá hacen los ángeles tan buenas migas con los demonios?
 Y la moza sandunguera, lanzando dos miradas, una de sumo desdén a los sargentos guapos y otra de hondo cariño al feísimo sorche, dijo con altivo donaire:
 -Pa mí… ¡Prim!
 Oyó la frase alguna gente y de boca en boca se ha ido transformando (degenerando, mejor dicho) hasta caer en la rastrera locución con que ahora “ilustramos” y “decoramos” el lenguaje familiar, estropeándola en su primitivo y gracioso significado: el de manifestar nuestro amoroso interés por algo que incomprensiblemente zahieren los demás.
[…]

Arribismo y arribistas

 Así, señores míos, así: con la “b” más rotundamente labial; porque así, en español, tenemos derecho a decirlo y el deber de escribirlo.
 El arriviste francés (persona que quiere medrar, “llegar” a toda costa; ambicioso sin escrúpulos) sale ahora a relucir con mucha frecuencia en la crítica social, y los que la ejercen en nuestros periódicos y nuestras conversaciones se han apoderado del terminillo ultrapirenaico, para aplicárselo a aquel tipejo osado y desaprensivo –tan abundante en España como en la nación más concupiscente- sin fijarse en que no hay para qué tomar de prestado lo que en casa poseemos.
  ¿Para qué escribir “arrivismo” y “arrivista” con la v del vocablo francés, y entre comillas, a fin de dar a entender que se trata de cosa exótica y sin ciudadanía entre nosotros? ¿A qué poner a la francesa lo que podemos y debemos emplear a la española?
 ¿No tenemos el verbo arribar, entre cuyas acepciones la Academia señala la de “llegar al fin que se desea”? ¿No tenemos además, con notoria ventaja sobre el léxico francés, un adverbio tan castizo  y tan expresivo como el de ARRIBA?...
 ¡Arriba, arriba y arriba, de cualquier modo que sea! Tal es precisamente la fórmula del medro a ultranza, y tal el lema de los apaches bien vestidos, de los hampones con más talento que sentido moral.
 Con un canto en los pechos podríamos darnos por que todos los neologismos que se nos cuelan en el habla fuesen de tan clara estirpe y de tan patente legitimidad como este arribismo y estos arribistas, que para nada necesitan ir entre comillas ni ortografiarse a la francesa.
 Y conste que no hablo solamente por cuenta propia. Iguales observaciones hizo ya, no ha mucho, en La España Moderna mi catedrático en el Instituto del Cardenal Cisneros don Fernando Araujo. Deploro no tener a mano el texto, para refrendar mis elementales observaciones con razonamientos más fundamentados.
 (Que nadie me ponga en solfa este bombo a un profesor, porque ya tengo aprobada la asignatura que explica su merced).
[…]

Consultas

 Se me suele favorecer con muchas de ellas, otorgándoseme una autoridad que no puede tener un alumno de segunda enseñanza. Para responder a las consultas demasiado sutiles, alambicadas o enredosas, doctores tiene la Santa Madre Gramática que a todos nos deben enseñar.
 En cambio, se me dirigen otras preguntas que lo mismo pudieran dirigirse a un niño de la escuela.
 Por ejemplo, un señor, o señorito, al encontrar en El Imparcial la frase “por aguas marroquíes” desea saber si ese plural está bien usado, lo mismo que el de ceutíes y tetuaníes.
 Claro es que sí, que sí y que sí (suma: tres síes), dado que al natural o al vecino de Ceuta y de Tetuán le llamamos ceutí y tetuaní, a la morisca; no ceuteño, tetuanero, ceutino, tetuanense, etc., etc.
 ¿Es que a mi estimable comunicante le gustaría más decir tetuanís, ceutís y marroquís? Pues dígalo norabuena, que mayores, mucho mayores disparates corren de boca en boca y de escrito en escrito, y dé al diablo –si así se le antoja- los correctos y castizos rubíes, carmesíes, neblíes, zequíes, Zegríes y tanto más “íes” que no recuerdo ahora.
Resultado de imagen de limpia y fija por un chico de instituto Otra consulta:
 “¿Cómo está mejor dicho? ¿Treinta y un mil pesetas, o treinta y una mil pesetas?”
 Mire usted: lo importante es tenerlas de bolsillo adentro, o gastarlas con gusto y con salud.
 Fuera de eso, de ambos modos lo dicen y lo escriben por ahí. Treinta y un mil pesetas parece más eufónico. Treinta y una mil pesetas es, evidentemente, más exacto y ajustado a los preceptos.
 Elija usted lo que más le plazca; pero, vamos, aquí, en confianza, ¿a que no dice ni escribe usted “Los cuentos de las Mil y Un Noches”?
 Otro comunicante y que firma, por cierto, “El Cachidiablo, académico de Argamasilla”, me pide que dé un varapalo a los que, a propósito de la Exposición de Artes decorativas, hablan del “arte decorativo” masculinizándolo en singular.
 ¡Pues ese es el uso! Ya hablé de ello, con pelos y señales, cuando ha tres años ingresé en el Instituto de Paco Jiménez (alias Cardenal Cisneros).
 Al guasón académico argamasillesco he de decille en nombre de sus cofrades el Monicongo, el Paniaguado, el Burlador, el Tiquitoc y el Caprichoso, que la otra Academia –la real y oficial- declara ambiguo el vocablo “arte”; y, con efecto, si todo el mundo (el mundo de lengua española) habla de las Bellas Artes, femeninas en plural, muy raro es el redicho que habla del arte pictórica, del arte escultórica, del arte lírica, del arte escenográfica… Ningún pecado mortal es hablallo y escribillo así (académicos giros del Caprichoso de Argamasilla); pero, vamos, como antes se ha dicho, ¿a que el Cachidiablo, por muy cachidiabólicamente que escriba, no se atreve a poner en letras de molde que es un “ferviente devoto de la consoladora, de la purificadora, de la sagrada Arte?
 Otra consulta y no van más:
 “Ya habrás visto, estimado ‘Chico del Instituto’, que la Real Academia de la Lengua ha introducido una gran modificación en la ortografía. Ya no se acentúan las letras vocales a, e, o ,u. Hay que escribir, verbigracia: ‘Voy a tu casa, Antonio e Isidro, vas o vienes, diez u once’. ¿Qué opinas de esa innovación?”
 Opino lo mismo que de aquel rótulo “La Himnovadora” (absolutamente exacto y queda jurado por mi honor de adolescente), que vi en una barbería y peluquería de los barrios bajos: en la calle de Provisiones, por más señas.
 Por mí, se puede mandar que “esquilen al perro”: es decir, que quiten los acentos a las susodichas preposiciones y conjunciones. (Yo, pobre de mí, amén de ignorante, nada sabía de amputaciones semejantes). Pero lo que sigo es que seguiré acentuando las susodichas vocales allá por el año de 1968 en que empezaré a ser viejo y se cumplirá el primer centenar –centenario es otra cosa- de la tan gloriosa como estéril Revolución de Setiembre… o de ‘Septiembre’, como ponen los neorreformadores con vistas, demasiadamente retrospectivas, a los Escipiones y a Sertorio, al hombre Pompeyo y al superhombre César.
[…]

 Del “carnet”

 A propósito del manoseado “carnet” escolar (q.e.p.d.) me preguntan unos estudiantes de mucha más talla que yo, pues alcanzan al último curso de Derecho, si hay o no hay en tierra de garbanzos, tomates y melones, algún vocablo que honradamente sustituya a ese “carnet” gabachizo de que tanto usan y abusan los castradores del idioma.
 No ya “algún vocablo”, su media docena de ellos hay en lengua española para los diversos significados que los franceses encierran dentro de la sola palabra “carnet”.
 Según sus diccionarios más corrientes viene de la latina quaternetum y quiere decir “petit livre de notes, de compte, etc.”
 A esto se le llamaba ya en nuestro siglo XVI libro de memoria (en singular, no en plural, como decimos a la moderna) y con tal nombre se le cita en cien obras, poniendo por encima de todas ellas al Quijote; pero como ese librito de anotaciones estrictamente íntimas y privadas es cosa distinta del documento semipúblico, pues sirve de identificación individual, que recibe ahora de los galiparlantes el nombre de “carnet”, fuerza es buscar otra u otras palabras en nuestro léxico.
 Ahí están, por de pronto, las de cartilla y libreta. De la cartilla dice el Diccionario oficial (tercera acepción del vocablo en la edición 13ª) que es la “libreta donde se anotan ciertas circunstancias o vicisitudes que interesan a determinadas personas, como la que la policía da a los sirvientes, las Cajas de Ahorros a los imponentes, etc.” ¿Qué era sino una libreta o cartilla de esas el difunto “carnet” estudiantil?
 ¿Que no le placen ni le satisfacen a Maese Reparos las palabras españolas que se citan? ¿Que no le parecen bastante finas y elegantes? Amigo, yo no tengo la culpa de que estos remilgados papahuevos, después de admitir a carga cerrada los más pobres, torpes e impropios voquibles de extranjis, se muestren respecto del habla española tan absurdamente escrupulosos como aquella célebre limpia de Burguillos, que lavaba los huevos al freillos… y escupía después en la sartén.»         

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Renacimiento, 2006, pp. 4-6, 19-20, 46-49 y 94-95. Depósito legal: Z-3866/2006.]

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