“¡A mí, plin!”
«Aun
cuando otra cosa promete el epígrafe de esta sección, el presente apunte
no se traza para limpiar ni fijar ningún punto turbio ni dudoso del lenguaje
corriente. Se trata no más de una curiosidad demopédica.
Ya sé que esto de la demopedia se les
atraganta a algunos hablistas (por la otra punta) que cabalmente se distinguen
por sus formidables tragaderas para embaular los más absurdos barbarismos;
pero, es lo que se dice, ¡a mí plin!
¿De dónde diantre viene esta
plebeya locución con que el vulgo dicharachero y muchos festivos escritores han
sustituido modernamente el antiguo “¿qué se me da a mí?” Todo, aun lo más
extravagante, lo más incomprensible que el pueblo pone en boga, tiene alguna
razonable explicación.
Un mozalbillo que todavía está en la segunda
enseñanza, aunque algo procure aprender leyendo y escuchando, no puede estar en
ciertos toques y retoques del habla popular, cuando tienen su probable origen
en dichos y hechos que “un chico de instituto” no ha estado en ocasión de
alcanzar.
Valga por lo que valiere, daré a algunos
curiosos que me la han pedido la explicación del ¡a mí, plin! que me ha dado uno de los leones que acompañan a la
diosa Cibeles. Es un madrileño muy antiguo y jura por el Olimpo entero haber
oído la frase primitiva de que se ha derivado, por corrupción familiar, la
frasecilla hoy corriente.
Ello fue –si el león no me ha engañado- allá
en los días en que el héroe de los Castillejos, político de sumo temple, a
quien inmoló la barbarie de las disensiones españolas, había alcanzado el grado
máximo en el termómetro de la popularidad. (También tengo yo mi poco de
retórica entre el pulgar y el índice).
Entraba por Recoletos, y era un domingo por la
tarde, cierta arrogante y guapísima moza, más o menos doncella de éstas que
llamamos de servir, en la amartelada compañía de un ramplón y desmedrado sorche, que sin pasar de soldado raso
podía reírse con toda su atroz bocaza del mismísimo sargento Utrera, de quien
se cuenta que reventó de feo.
En dirección contraria a la de aquella pareja
tan desigual venían tres o cuatro sargentos que no reventaban de feos, como el
del dichote, sino de puro apuestos y bonitos.
-¡Vaya una jembra juncal! (empezaron a decir);
¡viva la gracia y viva el salero, y vivan sus papás de usted y muera el mal
gusto que usted tiene! Pero, gloria, ¿de cuándo acá hacen los ángeles tan
buenas migas con los demonios?
Y la moza sandunguera, lanzando dos miradas,
una de sumo desdén a los sargentos guapos y otra de hondo cariño al feísimo sorche, dijo con altivo donaire:
-Pa mí…
¡Prim!
Oyó la frase alguna gente y de boca en boca se
ha ido transformando (degenerando, mejor dicho) hasta caer en la rastrera
locución con que ahora “ilustramos” y “decoramos” el lenguaje familiar,
estropeándola en su primitivo y gracioso significado: el de manifestar nuestro
amoroso interés por algo que incomprensiblemente zahieren los demás.
[…]
Arribismo y arribistas
Así, señores míos, así: con la “b” más rotundamente
labial; porque así, en español, tenemos derecho a decirlo y el deber de
escribirlo.
El arriviste
francés (persona que quiere medrar, “llegar” a toda costa; ambicioso sin
escrúpulos) sale ahora a relucir con mucha frecuencia en la crítica social, y los
que la ejercen en nuestros periódicos y nuestras conversaciones se han
apoderado del terminillo ultrapirenaico, para aplicárselo a aquel tipejo osado
y desaprensivo –tan abundante en España como en la nación más concupiscente-
sin fijarse en que no hay para qué tomar de prestado lo que en casa poseemos.
¿Para qué escribir “arrivismo” y “arrivista” con la v del vocablo
francés, y entre comillas, a fin de dar a entender que se trata de cosa exótica
y sin ciudadanía entre nosotros? ¿A qué poner a la francesa lo que podemos y
debemos emplear a la española?
¿No tenemos el verbo arribar, entre cuyas acepciones la Academia señala la de “llegar al
fin que se desea”? ¿No tenemos además, con notoria ventaja sobre el léxico
francés, un adverbio tan castizo y tan
expresivo como el de ARRIBA?...
¡Arriba, arriba y arriba, de cualquier modo
que sea! Tal es precisamente la fórmula del medro a ultranza, y tal el lema de
los apaches bien vestidos, de los hampones con más talento que sentido moral.
Con un canto en los pechos podríamos darnos
por que todos los neologismos que se nos cuelan en el habla fuesen de tan clara
estirpe y de tan patente legitimidad como este arribismo y estos arribistas,
que para nada necesitan ir entre comillas ni ortografiarse a la francesa.
Y conste que no hablo solamente por cuenta
propia. Iguales observaciones hizo ya, no ha mucho, en La España Moderna mi
catedrático en el Instituto del Cardenal Cisneros don Fernando Araujo. Deploro
no tener a mano el texto, para refrendar mis elementales observaciones con
razonamientos más fundamentados.
(Que nadie me ponga en solfa este bombo a un
profesor, porque ya tengo aprobada la asignatura que explica su merced).
[…]
Consultas
Se me suele favorecer con muchas de ellas,
otorgándoseme una autoridad que no puede tener un alumno de segunda enseñanza.
Para responder a las consultas demasiado sutiles, alambicadas o enredosas,
doctores tiene la Santa Madre Gramática que a todos nos deben enseñar.
En cambio, se me dirigen otras preguntas que
lo mismo pudieran dirigirse a un niño de la escuela.
Por ejemplo, un señor, o señorito, al
encontrar en El Imparcial la frase
“por aguas marroquíes” desea saber si ese plural está bien usado, lo mismo que
el de ceutíes y tetuaníes.
Claro es que sí, que sí y que sí (suma: tres
síes), dado que al natural o al vecino de Ceuta y de Tetuán le llamamos ceutí y
tetuaní, a la morisca; no ceuteño, tetuanero, ceutino, tetuanense, etc., etc.
¿Es que a mi estimable comunicante le gustaría
más decir tetuanís, ceutís y marroquís? Pues dígalo norabuena, que mayores,
mucho mayores disparates corren de boca en boca y de escrito en escrito, y dé
al diablo –si así se le antoja- los correctos y castizos rubíes, carmesíes,
neblíes, zequíes, Zegríes y tanto más “íes” que no recuerdo ahora.
“¿Cómo está mejor dicho? ¿Treinta y un mil
pesetas, o treinta y una mil pesetas?”
Mire usted: lo importante es tenerlas de
bolsillo adentro, o gastarlas con gusto y con salud.
Fuera de eso, de ambos modos lo dicen y lo
escriben por ahí. Treinta y un mil pesetas parece más eufónico. Treinta y una
mil pesetas es, evidentemente, más exacto y ajustado a los preceptos.
Elija usted lo que más le plazca; pero, vamos,
aquí, en confianza, ¿a que no dice ni escribe usted “Los cuentos de las Mil y Un Noches”?
Otro comunicante y que firma, por cierto, “El
Cachidiablo, académico de Argamasilla”, me pide que dé un varapalo a los que, a
propósito de la Exposición de Artes decorativas, hablan del “arte decorativo”
masculinizándolo en singular.
¡Pues ese es el uso! Ya hablé de ello, con
pelos y señales, cuando ha tres años ingresé en el Instituto de Paco Jiménez
(alias Cardenal Cisneros).
Al guasón académico argamasillesco he de
decille en nombre de sus cofrades el Monicongo, el Paniaguado, el Burlador, el
Tiquitoc y el Caprichoso, que la otra Academia –la real y oficial- declara
ambiguo el vocablo “arte”; y, con efecto, si todo el mundo (el mundo de lengua
española) habla de las Bellas Artes, femeninas en plural, muy raro es el
redicho que habla del arte pictórica, del arte escultórica, del arte lírica,
del arte escenográfica… Ningún pecado mortal es hablallo y escribillo así
(académicos giros del Caprichoso de Argamasilla); pero, vamos, como antes se ha
dicho, ¿a que el Cachidiablo, por muy cachidiabólicamente que escriba, no se
atreve a poner en letras de molde que es un “ferviente devoto de la
consoladora, de la purificadora, de la sagrada Arte?
Otra consulta y no van más:
“Ya habrás visto, estimado ‘Chico del
Instituto’, que la Real Academia de la Lengua ha introducido una gran
modificación en la ortografía. Ya no se acentúan las letras vocales a, e, o ,u.
Hay que escribir, verbigracia: ‘Voy a tu casa, Antonio e Isidro, vas o vienes,
diez u once’. ¿Qué opinas de esa innovación?”
Opino lo mismo que de aquel rótulo “La
Himnovadora” (absolutamente exacto y queda jurado por mi honor de adolescente),
que vi en una barbería y peluquería de los barrios bajos: en la calle de
Provisiones, por más señas.
Por mí, se puede mandar que “esquilen al
perro”: es decir, que quiten los acentos a las susodichas preposiciones y
conjunciones. (Yo, pobre de mí, amén de ignorante, nada sabía de amputaciones
semejantes). Pero lo que sigo es que seguiré acentuando las susodichas vocales
allá por el año de 1968 en que empezaré a ser viejo y se cumplirá el primer
centenar –centenario es otra cosa- de la tan gloriosa como estéril Revolución
de Setiembre… o de ‘Septiembre’, como ponen los neorreformadores con vistas,
demasiadamente retrospectivas, a los Escipiones y a Sertorio, al hombre Pompeyo
y al superhombre César.
[…]
Del
“carnet”
A propósito del manoseado “carnet” escolar
(q.e.p.d.) me preguntan unos estudiantes de mucha más talla que yo, pues
alcanzan al último curso de Derecho, si hay o no hay en tierra de garbanzos,
tomates y melones, algún vocablo que honradamente sustituya a ese “carnet”
gabachizo de que tanto usan y abusan los castradores del idioma.
No ya “algún vocablo”, su media docena de
ellos hay en lengua española para los diversos significados que los franceses
encierran dentro de la sola palabra “carnet”.
Según sus diccionarios más corrientes viene de
la latina quaternetum y quiere decir
“petit livre de notes, de compte, etc.”
A esto se le llamaba ya en nuestro siglo XVI
libro de memoria (en singular, no en plural, como decimos a la moderna) y con
tal nombre se le cita en cien obras, poniendo por encima de todas ellas al
Quijote; pero como ese librito de anotaciones estrictamente íntimas y privadas
es cosa distinta del documento semipúblico, pues sirve de identificación
individual, que recibe ahora de los galiparlantes el nombre de “carnet”, fuerza
es buscar otra u otras palabras en nuestro léxico.
Ahí están, por de pronto, las de cartilla y libreta. De la cartilla dice el Diccionario oficial (tercera acepción
del vocablo en la edición 13ª) que es la “libreta donde se anotan ciertas
circunstancias o vicisitudes que interesan a determinadas personas, como la que
la policía da a los sirvientes, las Cajas de Ahorros a los imponentes, etc.”
¿Qué era sino una libreta o cartilla de esas el difunto “carnet” estudiantil?
¿Que no le placen ni le satisfacen a Maese
Reparos las palabras españolas que se citan? ¿Que no le parecen bastante finas
y elegantes? Amigo, yo no tengo la culpa de que estos remilgados papahuevos,
después de admitir a carga cerrada los más pobres, torpes e impropios voquibles
de extranjis, se muestren respecto del habla española tan absurdamente
escrupulosos como aquella célebre limpia de Burguillos, que lavaba los huevos
al freillos… y escupía después en la sartén.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Renacimiento, 2006, pp. 4-6, 19-20, 46-49 y 94-95. Depósito
legal: Z-3866/2006.]
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