jueves, 24 de junio de 2021

Adiós. Hasta mañana.- William Maxwell (1908-2000)


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La maquinaria judicial


 «Clarence estaba asegurando la puerta de los prados con un alambre cuando de pronto tuvo el presentimiento de que ella se había ido. Salió corriendo. Se imaginó la nota apoyada sobre el azucarero, en la mesa de la cocina. Abrió la puerta de golpe y encontró a su mujer delante del fogón, con el pelo mojado por el vapor, removiendo la ropa en el gran barreño de cobre. Se miraron un momento y ella dijo:
 -No, todavía sigo aquí.
 Cuando se marchó, seis semanas más tarde, Clarence no tuvo ninguna premonición.
 El abogado de Fern le informó, por correo, de que cualquier intento de comunicarse con ella o con los niños debía hacerse a través de él, de lo contrario se consideraría constitutivo de acoso y tomarían cuantas medidas fueran necesarias para protegerla.
 A continuación, Clarence recibió una citación judicial: ella solicitaba el divorcio.
 Poco después, Fern Smith acudió al bufete de su abogado para discutir un comunicado que había recibido del abogado de Clarence. El asunto ya no estaba en manos de ninguno de los dos. Habían dejado de gritarse y habían puesto su fe en la justicia. Por tanto, lo que contaba a partir de ese momento no era cómo fuesen las cosas realmente sino lo que pareciesen.
 La demanda de divorcio y la contrademanda se dirimieron en una vista única durante el otoño. En el estrado y en la sala había hombres a los que Clarence Smith conocía y, apartando su mirada de ellos, tuvo que sentarse y oír cómo se aireaban públicamente los detalles más íntimos de su vida. No reconoció la descripción que se hizo de su persona y se preguntó cómo el abogado de Fern pudo formular con tal aplomo afirmaciones que sabía sin ninguna base de verdad. Tampoco entendió que ella se sentara allí, con aire de víctima, cuando había sido la causante de todo. El abogado de Fern había encontrado a media docena de testigos dispuestos a declarar que él tenía mal carácter, lo cual sorprendió mucho a Clarence. No sabía que tuviera enemigos. Él, por su parte, sólo tenía un testigo, pero confiaba en que demostrase la falsedad de todo cuanto allí se había dicho.
 Absolutamente irreconocible, con un traje nuevo y afeitado por el barbero, el empleado de Clarence testificó sobre ciertas “intimidades”. Usó palabras distintas de las que el abogado de Clarence Smith había puesto en su boca. En varias ocasiones, dijo, había visto a la demandante y a Wilson abrazándose o besándose, o a éste metiendo la mano por debajo de la blusa de ella. Dijo también que, cuando su jefe se ausentaba de la propiedad, Wilson entraba en la casa y luego se veía su sombra en el dormitorio del piso de arriba y tardaba en salir una hora, o incluso más.
 Sin dejar de pasear frente al estrado, el abogado de Fern Smith habló con elocuencia  de los estrechos vínculos que unían a las dos familias y, en particular, de la amistad entre los dos hombres. ¿No era un hecho, no era un hecho irrefutable, que durante muchos años antes de que surgiese la discordia y con pleno conocimiento y aprobación por parte de Clarence Smith, Lloyd Wilson había visitado con frecuencia la casa de los Smith cuando Smith se encontraba ausente? Antes de examinar la contrademanda, quiso ofrecer, como prueba de la falta de credibilidad del testimonio ofrecido por aquel testigo, el hecho de que su aliento apestaba siempre a alcohol y de que había pasado en prisión la noche del 4 de julio en estado de embriaguez.
 El abogado de Clarence se puso en pie de un salto y exclamó:
 -¡Protesto, señoría!
 A lo que el juez respondió con acritud:
 -Protesta denegada.
 No fue difícil enredar a Víctor para que dijese cosas que no quería decir, y que no podían ser ciertas, y su confusión era tal que la sala estallaba en carcajadas una y otra vez. Finalmente, Clarence fue llamado al estrado, donde se le tomó juramento y se le obligó a escuchar un relato de sus propios actos que no pudo negar de manera convincente. Lo que el abogado de Fern se cuidó de ocultar a los miembros del jurado fue la provocación que desencadenó aquel comportamiento violento. Y cuando Clarence intentó decirlo, el juez le ordenó que se limitase a responder a las preguntas de los letrados.
 Nadie dijo en el tribunal que Clarence Smith tenía el corazón destrozado porque su mujer no lo amaba, aunque el hecho de que alguien lo hubiese dicho tampoco habría cambiado las cosas.
 El periódico vespertino publicó que la señora Fern Smith había ganado la demanda contra su esposo alegando extrema y reiterada crueldad, y que los cargos que figuraban en la contrademanda de éste no pudieron ser probados ante el tribunal. Clarence fue condenado a pagar una pensión mensual de cincuenta dólares y a ella se le concedió la custodia de los niños.
[…]

 -¿Te quedarás a comer el domingo con nosotros, verdad? –preguntó su madre-. Ven directamente al salir de la iglesia, para que puedas estar más tiempo.
 Si Clarence hubiera podido decir que no, lo habría dicho. Tampoco le dijo que había dejado de ir a la iglesia.
 Cuando se sentaron a la mesa, vio que su madre había preparado todos sus platos favoritos e intentó comer, a pesar de que no tenía hambre. Por la inquietud de su padre y la estudiada ausencia de expresión en el rostro de su madre, supo que sentían heridos. Ella esperaba que les contase todo lo que no había podido contar ante el juez y el jurado, y como no lo hizo, pensó que no confiaba en ellos.
 -Esperábamos que los niños vinieran a visitarnos –dijo la madre-, pero hasta ahora no han venido. Me parece que Fern no se lo permite.
 -No creo que haga eso –dijo Clarence, evitando la mirada de ella.
 Su padre y su madre eran las dos únicas personas en el mundo en las que confiaba llegado a este punto, mas ¿por dónde empezar? ¿Por el hecho de que tenía problemas para reunir el dinero y pagarle a su ex mujer la pensión alimenticia? Todo lo que pudiera decirles no haría más que causarles dolor y, además, no soportaba hablar de ello.
 Sabía lo que le habían hecho, pero no lo que había hecho él para merecerlo.
Resultado de imagen de william maxwell adios hasta mañana Le habría ayudado que, en algún momento, algún predicador baptista apoyase los brazos sobre el púlpito y, arqueando los hombros, dijese: La gente ni tiene lo que merece ni merece lo que tiene. A los bondadosos y a los confiados se les pisotea. El hombre rico siempre acaba pasando por el ojo de la aguja, y de poco o de nada sirve depositar la fe en la Divina Providencia… Pero, ¿cómo iba a decir tal cosa un predicador, baptista o no?

 El abogado de Fern dijo que era preferible que ella y Lloyd Wilson no se viesen durante algún tiempo. Cuando se escribían, se ocupaban de echar las cartas al correo personalmente. Las cartas de ella eran muy largas, las de él muy cortas. No estaba acostumbrado a plasmar sus sentimientos sobre el papel. Pero ella leía sus cartas una y otra vez, poniendo con su imaginación palabras que no estaban escritas, hasta convencerse de que él realmente la amaba tanto como ella lo amaba a él.
[…]

 En una ciudad del tamaño de Lincoln no hay secretos bien guardados. Alguien le habló a alguien que le habló a alguien que le habló a alguien que le habló a Clarence de las abultadas cartas sin remite que Fern echaba en el gran buzón verde de la oficina de correos después de que anocheciera. No pasó mucho tiempo antes de que esto ocurriera. O de que Fern descubriese que Clarence lo sabía.
 Ahora, después de haber ganado aquella larga batalla, se sentía asustada. Se sorprendía a sí misma pensando en Clarence por primera vez. En lo que le había hecho. Y en lo que él sería capaz de hacer. Ella no quería aceptar la asignación de cincuenta dólares mensuales. Fue idea de su abogado. Se había sentido aliviada cuando Clarence cogió el atizador y la amenazó. Y en momentos similares.

 La perra bajó corriendo por el camino y se abalanzó sobre Cletus, y éste soltó la bicicleta y hundió el rostro en el pelo del animal. Pero, después de aquello nada fue como él había imaginado. Esperaba ir con su padre de un lado a otro, ayudándolo en sus tareas, pero en lugar de eso se pasaron la tarde sentados en casa, sin saber qué decir.
 “No dirás falso testimonio”, decía la Biblia… pero ¿por qué no, si el jurado era incapaz de apreciar la diferencia entre la verdad y una sarta de mentiras, y al juez le pasaba lo mismo? Vestida de negro y cubierta con un velo, como si guardase luto por él, secándose los ojos con el pañuelo, ella los embaucó a todos. La Biblia también decía: “No desearás a la mujer de tu prójimo”, y a él le obligaron a pagarles cincuenta dólares al mes. Ésa fue su recompensa por haber violado los Diez Mandamientos.
 ¿Cómo iba Clarence a explicarle aquello a un adolescente? Además se sentía avergonzado, avergonzado y desconcertado por todo lo que había tenido que pasar su hijo. Sabía que Cletus hubiera preferido quedarse con él, pero ni siquiera había conseguido eso.
 Tras aquel humillante día en el juzgado la noción causa-efecto de Clarence Smith quedó distorsionada para siempre. Tenía la cabeza llena de ideas que, tomadas una a una, eran perfectamente razonables, pero consideradas en conjunto carecían por completo de sentido.
 No se daba cuenta de lo largos que eran algunos de sus silencios.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 1998, en traducción de Catalina Martínez Muñoz, pp. 111-113, 115-116 y  117-118. ISBN: 84-7844-385-1.]

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