1.-El baúl de don José María Lumajo
6.-La caza del gamusino
«En el bar languidecía la clientela, abocada a
ese tránsito nocturno en el que, de repente, el sopor se desmigaja de la noche
depositando sus instantes petrificados. Era un local pequeño, con la barra
esquinada, en el que subsistía cierto aire de vieja cocina, algunos olvidados
objetos del antiguo fogón, un escaño de roble.
Don Florín y Benuza se apostaron en la barra,
donde Emilia les sirvió una copa y verificaron la presencia de Llombera, Garfín
y Plácido Iruela, que con Benilde y la Curtidora, departían en una mesa cercana
al escaño.
-No me gusta verlos aquí –dijo Benuza-.
Imagina que se presentan Chamín y los otros con el baúl.
-Emilia –requirió don Florín-, tenemos un
pequeño problema.
-¿Otro? A mí no me contéis nada que yo nada
quiero saber. Ni se me ocurre preguntaros quién les metió esa perdigonada en el
culo a esos dos desgraciados.
-Mi sobrino puede llegar en cualquier momento,
con un objeto que, de ningún modo, queremos que huelan esos tres.
-Pues lo esperáis ahí fuera, a la fresca, vaya
problema.
-Eso va a hacer Benuza –decidió don Florín,
indicándoselo-, pero aquí hacía falta un poco más de entretenimiento. No nos
gustaría que ésos se marcharan de improviso y diera la casualidad de que se los
topasen. Quiero tenerlos controlados.
-¿Me vas a pedir que cante la Zarzamora?
-Me conformo con que le digas a la Catalina
que baje.
-Catalina, a estas horas, ya consumió su medio
cuartillo de ponche y tiene la lengua pegada al paladar. Estará traspuesta.
-No hay hora mala para Catalina la Joderica
–opinó Benuza-. En el olimpo de su putañera ancianidad, el tiempo ya no existe.
-Sois el azote de esta casa –reconoció
Emilia-. Ni el comisario Barrientos, cuando se le encabrita la almorrana, da
tanto que hacer.
[…]
Catalina la Joderica caminaba con paso de
jilguero, sujetándose en una muleta. Su cuerpo diminuto, de arrugada castaña,
tenía una movilidad sonámbula, como si los pasos no se depositaran en el suelo,
sino en el aire, leves y alterados por una senda inadvertida.
Emilia la condujo hacia el escaño, entre las
complacidas muestras de la concurrencia, y Benilde se levantó para ayudarla a
sentarse, acercándole un cojín. Se cubría los hombros con un echarpe y llevaba
el pelo, de una ahuesada blancura, recogido en un enorme moño. Dejó sobre la
mesa la muleta, sin soltarla de la mano derecha, y cabeceó recostada sobre el
cojín en el escaño.
En el local había un silencio absoluto, como
el que sobreviene cuando alguien anuncia que va a desvelar un gran secreto.
Todos miraban hacia aquella figura, frágil y huraña, que permanecía inmóvil,
con los ojos cerrados, acaso dormida.
Catalina la Joderica chasqueó la lengua con un
sonido pastoso y abrió los ojos hasta donde se lo permitía la enredadera de las
legañas.
-Atender, cabritos –dijo con una voz profunda,
dura y rasgada, al tiempo que golpeaba la mesa con la muleta-. Contaré algunas
cosas para edificación de los presentes. El que quiera, las escucha, y el que
no, se calla. De todo puede sacarse provecho, y algo aprenderéis para mejor
gobernar ese torpe pollino que os cuelga entre las patas.
Chasqueó de nuevo la lengua, que se movía en
su boca como un animal que quisiese huir.
-Emeterio Carrocera –dijo, como repasando una
larga lista-, de la acreditada firma de coloniales Carrocera e Hijos, que
tuvieron el almacén en la calle del Portón y lo tienen hoy en General Moscardó,
trece, casado con Lucina Ponce, la hija mediana de don Venero, el de la Cámara
de Comercio, padre de tres hijas de bastante buen ver y de un hijo faltoso,
todas ellas casadas y con mucha prole, falleció aquí, va para treinta años, una
noche de junio no muy distinta a ésta. Y cuando digo aquí no digo en esta casa,
sino en este cuerpo. Era un pobre cabrito, roñoso y mamón, pero tenía un
pollino gracioso, largo y afilado, de cabeza reventona y con una peca en la
empuñadura. Cumplía una vez cada quince días, y siempre tirando a la baja,
discutiendo hasta la última peseta. Yo no lo había mandado a la mierda por la
gracia de aquel pollino y porque, si he de decir la verdad, los clientes que
más me gustaban eran los de Acción Católica. Aquella noche fatídica vino
descompuesto. Ni sacó a colación el precio ni quiso una copa, que yo siempre
tuve esa deferencia con mis cabritos. Fue directo al tajo, hecho un manazas, y
tras la primera acometida, se levantó bufando a la vela, que por aquel tiempo
teníamos restricciones, a mirarse el pollino. Esto se acaba, Joderica, se acaba
sin remedio, decía desesperado, me castigó Dios. Yo ver veía el pollino como
siempre, pero el hombre estaba obsesionado. Pensé que igual era sólo con
Lucina, dijo el pobre cabrito, pero ya veo que no, así llevo doce días, es como
ir a meterlo vivo y sentirlo ya muerto, tieso y frío como un cadáver. Después
de dar muchas vueltas por la habitación, cogió la chaqueta, sacó la cartera y
la vació encima de la cama. Cayeron billetes grandes, pequeños, calderilla.
Vete a la cocina, me dijo, y súbeme el pimentón, y recoge todo esto que es para
ti. A mí me gustaba que los cabritos tuvieran esos prontos, y más los cabritos
roñosos, porque, en el fondo, yo me estaba riendo de esa desgracia del pollino,
que se portaba como un bicho rebelde que conmigo venía a conchabarse. Emeterio
atracó de pimentón al pobre animal, según la moda de los artistas del cine
americano, una moda que yo no sé si fue verdadera, porque quien la impuso por
aquí fue un extremeño al que llamaban Jarandilla, y jamás vi mayor coraje ni
porfiar tanto a un hombre encima de una mujer. Decir si fueron siete o
diecisiete no me compete, porque, con frecuencia, y trabajando, tiene una la
imaginación en otro sitio. Pero a eso de las cinco y media de la mañana,
Emeterio Carrocera daba un coletazo y una pataleta, y se me quedaba clavado
encima el muy mamón. Y entonces sí que era verdad que el pollino se le había
puesto, para siempre y sin remedio, tieso y frío como un cadáver.
Catalina volvía a chasquear la lengua y a
golpear la mesa con la muleta. Sus ojos no lograban despegarse del todo entre
las enredaderas.
-Dos cosas, por lo menos, debíais aprender de
este hecho, hatajo de cabritos. La primera, y la más importante, que no hay
peor obsesión que la del pollino. La segunda, que cuando se tiene costumbre de
disparar con tiempo y espaciado, muchos tiros seguidos pueden volver el arma
contra uno mismo.
Un largo silbido salió de sus labios, que se
apretaban como para impedir que la lengua se le desmandase.
-En más de un sitio hablan de tiros esta noche
–dijo alguien a las espaldas de don Florín, que se volvió con la copa en la
mano, sin poder evitar el gesto de sorpresa.
Pascual Llombera cruzaba hacia el retrete.
Tenía en el rostro la sonrisa de ardilla lampiña y perfumada.
-¿Qué hay, Floro? –saludó, casi sin
detenerse-. ¿Cómo está tu hermana?
-¿Qué tiros dices? –preguntó, molesto, don
Florín.
-Ahí contaba, uno que entró antes, que se
oyeron disparos por la Plaza Mayor. Será que todavía queda gente que le gusta
armarla. Mano dura, Floro, mano dura –advirtió, alejándose.
[…]
Catalina la Joderica alzaba la muleta como si
enarbolara el mástil de una bandera.
-Contaré ahora –decía-, también para
edificación de los presentes, la historia de las absurdas torpezas del pollino
de un capataz de minas que se llamaba Eliseo Bernesga, un maldito cabrito que,
como tantos otros, dejó a deber a esta servidora una cantidad más que
respetable, por aquel generoso defecto mío de trabajar a cuenta. Era el suyo un
pollino respingón, virado de remo, muy cariñoso y nada solvente, como su dueño.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2002, pp. 192-197. ISBN: 84-376-1957-2.]
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