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«La columna de refugiados se extendía sobre algo menos de un kilómetro,
en la cuneta de una carretera nacional enfangada, flanqueada por lo que, en
primavera, debía ser un hermoso sotobosque, pero que en pleno invierno parecía
más bien un cepillo para el pelo tirado en un rincón del cuarto de baño. En
aquel decorado, los centenares de refugiados cumplían a la perfección el papel
de ropa sucia: todo gris, amorfo y apestoso. Moktar pidió al conductor del camión
que se detuviera a quinientos metros del primer grupo de refugiados, parara el
motor y quitara las luces ya que, según él, aquellas gentes eran como conejos,
igual de nerviosos y cobardes, y el ruido del motor, la luz de los faros y
decenas de tipos uniformados podían provocar en un instante un pánico
inenarrable.
-El pánico –dijo Moktar- es nuestro peor
enemigo. La gente con pánico es capaz de cualquier cosa. Está bien que sientan
miedo, pero sobre todo, nada de pánico.
Echó una mirada al reloj. A un kilómetro, del
otro lado de la columna de refugiados, Naxos había empezado a currar con los
equipos de la tele. Dirk había conectado uno de los aparatos de emisión y
recepción, había sintonizado la frecuencia y se detuvo cuando la voz del
presentador irrumpió en medio de los parásitos:
-Esta gente, que huye de la miseria, la guerra
y el horror, se ha echado a cientos a las carreteras. Algunos llevan varios
días sin comer, todos padecen deshidratación o infecciones de todo tipo debido
a las malas condiciones de vida. Un hombre explicaba cómo ayer, su mujer tuvo
que dar a luz en un foso, y como máxima atención tan sólo recibió un vaso de
leche no esterilizada. Sin embargo, más que el hambre o la enfermedad, a lo que
estas personas temen es a los terroristas, que andan escondidos entre ellos,
los someten a espantosos chantajes, amenazan de muerte al que se atreva a
romper la ley del silencio y les imponen “el impuesto”, como aquí se llama, en
otras palabras, la extorsión cotidiana de sus escasos haberes…
Por detrás de la voz del presentador podíamos
oír la voz de Naxos, que decía a la gente que no se preocupara, que los
camiones de la “General Food” iban a distribuirles raciones y que los niños
recibirían leche y cereales. Media hora después vimos cómo el helicóptero de la
cadena tomaba altitud en un cielo negro y glacial. De lejos, con sus balizas,
parecía una bola de Navidad parpadeante. Moktar recibió la señal que estaba
esperando. Pidió por radio a los soldados del ejército regular que habían
ayudado a los equipos de televisión y a los “Lluvias” de Naxos que
permanecieran in situ para servir de “tampón” en su lado de la columna. Se apeó
del camión, mandó acercarse al soldado de mayor graduación de los que nos
acompañaban, un hombrecillo barbudo con la cara en forma de pera, y le ordenó
disponer a sus hombres en los bosques que se extendían a lo largo de la
carretera.
Moktar nos dijo que hiciéramos lo mismo que
él. Bajo la luz de los proyectores instalados sobre los camiones, se acercó a
la columna de refugiados, diciendo:
-Calma, todo irá bien, seguid nuestras
instrucciones.
Se produjo un ligero movimiento de masas, pero
prosiguió con sus palabras, zambulléndose en medio de la muchedumbre. Igual que
en un lago invadido por las algas.
Y nosotros, detrás de él, repetíamos a los
hombres, mujeres, viejos y niños que se chupaban el pulgar:
-Hay unos autocares esperándoos a cincuenta
metros que os llevarán a algún lugar seguro.
Vi que algunas sombras
abandonaban la carretera y se replegaban en el bosque. Se oyó con claridad
detonar una serie de disparos, clac, clac, clac, como un ruido de guijarros
golpeándose entre sí. Era evidente que el barbudo con cara de pera había
entendido las instrucciones. Se hizo un gran silencio y esta vez pudimos
escuchar la voz alta y clara de Moktar repitiendo incansablemente:
-Calma, todo irá bien, seguid nuestras
instrucciones. Hay unos autocares esperándoos a cincuenta metros que os
llevarán a algún lugar seguro.
Agarraba a todos los que se le ponían a tiro y
los empujaba hacia nosotros, que íbamos siguiéndolo, y que los empujábamos, a
su vez, hacia atrás, donde esperaban los autocares.
Por más sorprendente que pueda parecer, a
pesar del centenar de personas que se hallaban delante de nosotros, aquel
simple gesto de agarrar a uno y empujarlo hacia atrás acabó por crear un
movimiento generalizado de desplazamientos hacia los autocares. Moktar se
volvió un momento hacia mí, con decenas y más decenas de personas desfilando
entre nosotros, y me lanzó una mirada en la que brillaban orgullo y picardía, y
que me tranquilizó respecto a su estado de ánimo. La fuga de Suzy no estaba
afectándole demasiado. En el bosque estallaron otros disparos, que parecían
parte del decorado; nadie les prestó atención.
Nos llevó más de dos horas conseguir que todo
el mundo se subiera a los autocares, cuyo número resultó que se había calculado
muy por lo bajo, vista la cantidad de gente a la que había que trasladar.
Pegadas a la rejilla de las ventanas, se veían decenas de caras apretujadas,
centenares de ojos aterrados observando nuestras idas y venidas. Dirk encendió
una colilla mientras se inspeccionaba el calzado. El hombre con cara de pera
salió del bosque junto a sus soldados del ejército regular transportando tres
grandes bultos. Se acercaron a Moktar y los depositaron a sus pies.
-¿Qué hacemos con esto?
Moktar observó. Eran los cuerpos de dos
hombres y de una muchacha. Se dio la vuelta en dirección a los autocares, de
los que salía en aquel momento un rumor amenazante.
-Menudo jodido fregado que me habéis montado
con esto. ¿A qué no sabéis cuánto tiempo puede llevar calmar a una muchedumbre
presa del pánico?
El hombre con cara de pera pareció ofendido de
que se le recriminara algo delante de sus hombres.
-En todo caso, ya están dentro, o sea que lo
del pánico nos la suda –contestó.
A nuestras espaldas aumentaba el rumor. Desde
los diez autocares nos llegaban voces insultándonos. Crecía la agitación, la
gente se levantaba, trataba de apearse. Los autocares empezaron a balancearse,
igual que barcazas sobre el oleaje.
Entonces, de uno de los autocares surgió sordo
el grito de una mujer, incomprensible, pero de golpe el rumor se amplificó
hasta un nivel casi escalofriante, llenando todo el espacio de vibraciones
hostiles. Era como si el oleaje arreciara y el balanceo de los autocares se
hizo peligroso.
-¿Así que el pánico nos la suda, no? –soltó
Moktar en un tono irónico.
El hombre con cara de pera no contestó aunque
en su semblante permaneciera una sonrisa crispada.
-Vente conmigo –me dijo el esloveno,
dirigiéndose hacia el autocar más cercano.
Nos subimos a la parte delantera del vehículo.
Dentro, todo eran voces y gritos; un proyectil lanzado desde el fondo, me rozó
la cara. Olía a miedo, a sudor, a ropa vieja y a orina. Moktar agarró al
primero que tuvo a mano, un tipo joven que llevaba una chaqueta de esquiar
completamente pasada de moda, lo alzó sujetándolo por el cuello de la prenda,
sacó su revólver de servicio, lo encañonó en la sien y disparó.
En el recinto cerrado del autocar, el ruido
resultó ensordecedor; brotó sangre y materia cerebral, como en el estallido de
un fuego de artificio. El joven salió proyectado contra la rejilla y rebotó,
cayendo en el pasillo central, donde se desplomó quedándose sentado en una extraña
posición. Al instante se hizo un silencio, un silencio tan pesado como una
plancha de hierro fundido.
-Guardad la calma, todo saldrá bien, seguid
nuestras instrucciones –dijo Moktar antes de apearse del autocar.
En los demás autocares, al igual que en el que
abandonábamos, reinaba el silencio. A pesar de no haber sido testigos de la
escena, todo el mundo sabía lo que acababa de ocurrir. Moktar debió de leer
sorpresa en mi mirada.
-Conviene que los otros no se imaginen cualquier cosa, sino que vean la
misma cosa. Es ahora la única manera de que el trayecto se recorra en
calma.
Nos habíamos montado en el autocar siguiente,
en el que se mascaba una calma aterrada. Mokatra agarró al primero que tuvo a
su alcance, una muchachota de unos veinte años de edad, y de nuevo: revólver,
sien, disparo, ruido ensordecedor, fuego artificial rojo, y repitió:
-Guardad la calma, todo saldrá bien, seguid
nuestras instrucciones.
Así fue cómo procedimos en los diez autocares,
¡PAM! ¿PAM ¡PAM!, y cuando al final nos acercamos al hombre con la cabeza en
forma de pera, reinaba una calma absoluta apenas interrumpida por el ruido de
los motores al ralentí.
-Tiene usted buena mano –dijo el hombre,
admirado-. En mi vida civil era profe en un instituto conflictivo; seguro que se
le habría dado a usted muy bien.
-Gracias; poned a estos tres a un lado. En
medio de la carretera acabarán provocando un accidente –contestó Moktar al
tiempo que señalaba a los tres cuerpos.
-Se había hecho tarde y teníamos bastante
camino por delante para regresar a la ciudad. Debido a la tensión que se había
ido fraguando me di cuenta de lo cansado que estaba. La nuca, igual de rígida
que un azadón, me dolía mucho. Los diez autocares emprendieron su ruta,
saturando el aire gélido con el humo de los tubos de escape.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Funambulista, 2009,
en traducción de Ascensión Cuesta, pp.213-220. ISBN: 978-84-96601-36-9.]
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