sábado, 31 de marzo de 2018

Éxodo: diario de una refugiada española.- Silvia Mistral (1914-2004)

 
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¿Así son los frailes?
 
 28 de junio
«El anecdotario del exilio se enriquece con detalles interesantes, demostrativos de la acción y reacción de los emigrados. Esta mañana, un español discutía con una negra, blanda y despeinada, el precio de una piña. Ella pedía cinco francos y él ofrecía tres. Sus palabras eran altisonantes y tenían ese calor de las polémicas de mercado. Un gendarme, fusil al hombro, se acercó, reprimiendo a la martiniqueña por el precio abusivo. Como la negra protestara, entre dientes, el gendarme la insultó soezmente, la empujó hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio y como aún protestara, de una patada, le arrojó, al suelo, todo el contenido de la gran cesta. Aguacates, mangos, piñas, mamoncillos y plátanos rodaron por la arena, llenando de perfume el ambiente.
 Ante esta violenta actitud, el español sintió una oleada cálida dentro de sí. Su instinto resurgió, volcándose, con agria viveza, en bellísimas palabras. Por su mente pasaron todas las vejaciones sufridas por sus compatriotas en los campos de concentración y las desdichas se convirtieron en verbo. Le escupió al gendarme sus verdades:
 -¿Por qué maltrata a la negra? Es una mujer como todas las mujeres, como las inglesas y las francesas; quizás mejor que ellas, más humana, más sencilla, más buena. Su risa es franca, su mirar sincero; su gesto, tranquilo, ¿por qué la enseña a odiar?
 Y ante los ojos asombrados del gendarme, que no comprende esta reacción, y de las negras que se fueron agrupando en derredor, esta especie de Quijote, encarnado en un refugiado español, paga a la semiesclava del imperialismo galo, todo el precio de la mercancía.
 Los representantes de algunos partidos comentan:
 -Es un hecho lamentable, ¿qué dirán las autoridades de nosotros?
 -No importa lo que digan y piensan las autoridades. Si no fuera así, ¿qué dirían los negros de nosotros? ¿Para qué tanta lucha, tanta sangre, tanta muerte y tanto desterrado? Si no fuera así, ¿por qué estar aquí? -diría yo.
 Otra escena, conmovedora, fue cuando la vendedora de muñecas de color, engalanadas con el traje del país, ofrecía su mercancía a una madre que arrastraba a una niña de cada mano. Pide por ellas treinta o cuarenta francos. Las niñas se quedan absortas, mirando la muñeca. Es bella: tez morena, amplia falda de colores, lazos rojos y el pañuelo, sobre el pelo rizado, anudado en tres puntas, a la usanza martinica. La madre, por signos, dice a la negra que no tiene dinero. Cuando los corazones hablan, cuando las almas se entienden, la mímica es superior a la palabra. La cara de la vendedora se transforma, le brillan los ojos, sonríe, y en un gesto tierno, maternal, da a las niñas la mulata vestida de colorines.
 Se ha sembrado simpatía y cariño entre los de la raza de color y esto siempre rinde sus frutos humanos. ¡Lástima que esta raza tenga que ser utilizada en la próxima guerra como carne de cañón!...
 Se anuncia, para mañana, la partida, continuando el rumbo hacia México. Se ha verificado el cambio de la hélice y mañana, por la tarde, el Ipanema reanudará el viaje, zarpando de Fort-de-France hacia la isla de Santo Thomas, escala prevista, donde se proveerá de petróleo. Rápidamente, los pasajeros hacen compras, dilapidando el dinero, aquellos que mucho llevan, en ron, piñas, muñecas, sombreros de paja y abanicos.
 Me encargan redacte un saludo de los libertarios españoles a todos los antifascistas del Ipanema. Así lo hago y éste sale publicado en el Diario de a bordo, con bastante retraso. Un párrafo dice así: Vamos a plasmar en aplicaciones prácticas, el anhelo liberador que siempre nos ha impulsado. Con responsabilidad y conciencia. Un mexicano, Amado Nervo, lo dijo ya: "Somos de raza de águilas y raza de leones. Tengamos esperanza. Nuestro destino empieza".

Un adiós verde
29 de junio

Los estudiantes de la Martinica ha dirigido un mensaje a la juventud española, en respuesta al remitido por los nuestros. Como dice un "ipanemismo": "Nosotros no hemos ido a la villa, pero la villa ha venido a nosotros".
 Anunciada la salida para la una de la tarde, se ha agrupado mucha gente alrededor del Astillero. Muchos han llegado hasta el último pilote del muelle, para darnos la última prueba de afectuosidad.
 La sirena del buque ha lanzado su bramido tristón y el barco, lentamente, ha salido del dique que durante tres días albergó su húmedo vientre. Los negros agitaron, en el aire, sus sombreros pajizos y las negras los pañuelos chillones. Una vendedora de frutas levantó sobre su cabeza las puntiagudas hojas de una piña. Era un adiós verde, color de esperanza. La despedida tropical era como un símbolo de fraternidad, bajo la caricia del sol antillano y frente a la ruta de Colón. El saludo del esclavo moderno al protagonista de la Odisea.
 Los pasajeros cantaron diversos himnos populares. Sobre una piedra, una martinica del interior, que había venido desde su aldea atraída por las noticias que de los viajeros se divulgaban, lloraba sobre su sombrerito de paja ocre. Ignoraba que había habido una guerra de tres años en España y que un millón de hombres había perecido en la contienda. Alguien dio vivas a la libertad y a la Martinica.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Diario Público, 2011. Depósito legal: B-23619-2011.]

viernes, 30 de marzo de 2018

Cartas de amor.- Lucio Flavio Filóstrato (c. 160/170 - c. 249)


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6.-A una mujer
«Si te muestras casta, ¿por qué sólo conmigo? Si complaciente, ¿por qué no también conmigo?

7.-A un jovencito
 Como soy pobre te parezco más deshonroso. Y lo cierto es que incluso el propio Eros va desnudo, y las Gracias y las estrellas. Veo también a Heracles en los cuadros cubierto con una piel de fiera y las más veces durmiendo en el suelo y a Apolo con un liviano calzón lanzando el disco, disparando el arco o corriendo; en cambio, los reyes persas viven con voluptuosidad y se entronizan altivos alegando como prueba de majestad su mucho oro. Por ello sufrieron de tan mala forma el ser vencidos por los indigentes griegos. Era un mendigo Sócrates, pero corría a cobijarse bajo su capa raída el rico Alcibíades. La pobreza no es motivo de reproche, ni la fortuna exime de culpa a nadie en su relación con el prójimo. Mira el teatro: el pueblo lo componen los pobres. Mira los juicios: los pobres se sientan en el tribunal. Mira las batallas: mientras que los ricos con sus armaduras de oro abandonan la formación, nosotros, en cambio, destacamos por nuestro valor. Y en la actitud que tenemos con vosotros, hermosuras, observa cuánta diferencia hay. El rico se ensoberbece con el que ha seducido, como si lo hubiera comprado. El pobre da las gracias como quien ha sido objeto de piedad. Aquél se vanagloria de su presa, el pobre guarda silencio. Además, el ilustre achaca la conquista a los recursos de su atractivo personal; el pobre, en cambio, a la benevolencia de quien la concede. El rico envía en calidad de mensajero a un adulador, a un parásito, a un cocinero y a los camareros; el pobre, a sí mismo, para no perder en estos menesteres el honor de hacerlo él mismo. El rico, cuando ha hecho un regalo, de inmediato queda de manifiesto, pues el asunto se pone en evidencia para la multitud de los que están al corriente, de manera que ninguno de los vecinos ni de los viandantes que por allí pasan se quedan sin conocer el hecho. El que tiene trato con un amante pobre pasa desapercibido, pues no va unida a la demanda la indiscreción, evita divulgarlo entre ajenos, para que no surjan rivales en amores entre los que son más poderosos que él (cosa fácilmente esperable), y no confiesa su suerte, sino que la oculta. ¿Qué más puedo decir? El rico te llama su amado; yo, mi dueño. Aquél su lacayo; yo, mi dios. Aquél te considera una parte de su patrimonio; yo, en cambio, todo lo mío. Por eso, si aquél se enamora de nuevo de otro, tendrá la misma disposición con él; el pobre, en cambio, se enamora sólo una vez. ¿Quién es capaz de quedarse contigo cuando estás enfermo? ¿Quién de quedarse en vela? ¿Quién de seguirte al campo de batalla? ¿Quién de interponerse ante una flecha disparada? ¿Quién de caer por ti? En todo eso soy rico.

19.- A un jovencito que se prostituye
Te pones en venta; así también los mercenarios. Y eres de todo aquel que te pague; así también los capitanes. De esta forma bebemos de ti como de los ríos; de esta forma nos apoderamos de ti como de las rosas. Los satisfaces porque te pones desnudo y te ofreces para que te examinen y eso es un privilegio exclusivo de la belleza porque goza de la capacidad de ser explícita. No te avergüences de tu complacencia, al contrario, enorgullécete de tu disposición. Pues también el agua está para todos, el fuego no es de uno, las estrellas son de todos y el sol es una divinidad pública. Tu casa es acrópolis de la belleza, los que entran sacerdotes, los de las guirnaldas embajadores y su dinero los diezmos. Gobierna con dulzura a tus súbditos, acepta sus dones y, aún más, déjate adorar.

26.- A una mujer
 Me ordenas que no te mire y yo que no te dejes mirar. ¿Qué legislador ordenó eso, cuál aquello? Pero si ninguna de las dos cosas está prohibida, no te prives del elogio de exhibirte ni a mí de la facultad de deleitarme. La fuente no dice: "No bebas"; ni la fruta: "no me cojas"; ni la pradera: "no te acerques". Obedece, mujer, tú también las leyes y calma la sed del caminante al que tu estrella ha agostado.

30.-A una mujer casada
 Uno solo es el acto, ya se haga con el marido, ya con el adúltero. Pero lo que en el peligro implica mayor riesgo es mayor también en recompensa. Pues no se goza igual de lo que se posee sin trabas que del placer prohibido, sino que todo aquello que es furtivo es más placentero. De la misma manera Posidón se camufló en una ola purpúrea y Zeus en lluvia de oro, en toro, en serpiente y en otros subterfugios, de donde Dioniso, Apolo y Heracles, los dioses fruto del adulterio. Y cuenta Homero que incluso Hera lo veía con deleite en aquella ocasión en que se reunió con ella a escondidas, pues cambió el privilegio del esposo por la clandestinidad del adúltero.

38.-A una mujer que se prostituye
 Lo que a otros parece infame y merecedor de reproche, esto es, el que seas impúdica, descarada y complaciente, eso es lo que precisamente más me gusta de ti. Los caballos que admiramos son los que siguen su instinto y de los leones los que muestran su ferocidad y de las aves las que no bajan la cabeza. Pues bien, no haces nada extraño, si siendo una mujer que superas a muchas en belleza, miras con arrogancia y caminas enaltecida, como si una acrópolis de la belleza fuera aún más poderosa que la de los reyes (a vosotras os amamos, a aquéllos en cambio los tememos). Tú recibes un salario: también Dánae recibió oro; y aceptas coronas: también las aceptó la doncella Artemis; y te entregas a campesinos: también Helena a pastores, y con los citaredos te muestras complaciente: ¿dudas, acaso, si estás viendo a Apolo? No rechaces a los flautistas, pues también su arte es de las Musas. No desprecies a los esclavos, para que gracias a ti parezcan libres, ni a los que practican la cinegética o la cacería, que desacreditan a Afrodita, preciosa. Ni a los marineros: rápidamente se marchan , aunque Jasón, el primero que mostró arrojo en el mar, no está falto de honores. Pero tampoco a los mercenarios a sueldo: desnuda a esos arrogantes. A los pobres nunca te niegues: a ellos prestan oído los dioses. Honra al anciano por su vulnerabilidad y al joven enséñale, como a quien acaba de iniciarse. Al extranjero, si tiene prisa, retenlo. Eso hicieron Timágora, Laide, Aristágora y la Glicerita de Menandro, cuyas huellas también tú vas siguiendo. Te ofertas sabiendo cómo aprovecharlo y con la mente puesta en la oportunidad de tus negocios. Pues ni el fuego da tanto calor como tu aliento, ni la flauta emite tan dulce sonido como tus palabras.

58.- A un jovencito
Alabo que engañes al tiempo afeitando tus mejillas, porque con artificios se consigue retener lo que de forma natural se pierde, y es muy dulce recuperar lo que se ha perdido. Atiende mi consejo y deja que en tu cabeza crezca el cabello. Cuida tus rizos: que unos resbalen un poco por tus pómulos (cualquiera puede despejar fácilmente tus mejillas cuando quiera), y que otros reposen sobre los hombros, como dice Homero de los eubeos, que por la espalda les cae el pelo. Una cabeza florida es mucho más dulce que el árbol de Atenea, aunque de ninguna de las maneras esta acrópolis se puede quedar desnuda ni falta de adornos. Que se queden tus mejillas desnudas y nada entorpezca su luz, ni nube, ni niebla. Porque lo mismo que no es agradable ver unos ojos cerrados, así tampoco las mejillas pobladas de un joven hermoso. Por tanto, ya sea con fármacos, con afiladas navajas, con la punta de los dedos, con jabones o hierbas o con algún otro medio, haz que tu belleza sea más duradera. Así estarás imitando a los dioses, que nunca envejecen.»

[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, en traducción de Rafael J. Gallé Cejudo. ISBN: 978-84-249-3613-6.]

jueves, 29 de marzo de 2018

La úlcera.- Juan Antonio de Zunzunegui (1900-1982)

«No fue malo el comienzo de la librería. Sus primeras ventas y alquileres entre empleados y obreros fueron numerosos. Tenía la obsesión de la cultura y de la ciencia y hacía gala de tener en sus estanterías las obras maestras del pensamiento y de la literatura universal. En las tabernas hablaba a los obreros y a los pescadores de los beneficios de la cultura y metió entre ellos a veces, sin cobrarles el préstamo, libros de política, de historia y de religión. Albergaba la ilusión de ver en seguida cultas y disertas aquellas pobres gentes que apenas sí sabían leer, y que los que sabían disfrutaban la cabeza enmohecida por tan larga dieta.
 Sin embargo, una cierta preocupación y hambre de lectura cundió entre ellos. El párroco y las fuerzas vivas del pueblo empezaron a intranquilizarse.
 "El americano" les habló en cierta ocasión del origen del hombre, y les hizo leer a algunos El origen de las especies, de Darwin. Bastó esto para que en seguida se empezase a decir por el pueblo que "el americano" aseguraba que todos veníamos del mono.
 Las beatas, al divisarle en la calle, hacían la señal de la cruz y pasaban a la otra acera por no tener con él el menor roce. 
 Su fama de hereje se extendió en seguida. Y su situación en el pueblo empezó a hacerse imposible. Vivía en el primer piso, sobre la librería, una viuda muy beata, y en cuanto estaban reunidos en tertulia los hombres pensantes del pueblo se fundían los plomos de la luz de toda la casa. Tenían que continuar la discusión con velas, y las ventas y alquileres disminuían. Aumentando, en cambio, con los apagones los robos de libros, que luego aparecían despedazados a la puerta de la tienda. Unos días que la viuda se fue al campo, a casa de unos parientes, "el americano" pareció respirar, pero, cuando menos lo esperaba, se encontró con los cielos rasos y los tabiques ablandados por el agua. Tuvo que retirar precipitadamente los libros de las estanterías ante el temor de que se le empapasen como bizcochos. En seguida fue toda la librería un charco. Subieron al piso de la viuda, derribaron la puerta y se encontraron con que al marchar había dejado recogidos los muebles y abiertas todas las fuentes.
 Pero el asunto se le puso francamente mal cuando le culparon de los ataques de enajenación que empezaron a darle a un zapatero de la calle de Castelar, hombre de ideas muy avanzadas, porque le encontraron un robustísimo volumen de la librería de préstamo, titulado El capital, de un tal Carlos Marx. Pero la situación para "el americano" se hizo ya imposible cuando "los niños de San Tarsicio" empezaron a organizar camorras delante de la tienda para, con el pretexto, tirarle en el local proyectiles blandos y odorantes. En dos o tres horas no había quien parase en cien metros a la redonda. Era un olor putrefacto y nauseabundo el de los proyectiles. Los preparaba un químico danés, muy amigo del párroco, para matar ratas en los barcos. Una bolita de éstas y escapaban los intelectuales y el dueño y las ratas..., y no escapaban los libros porque no podían. La tienda quedaba así abandonada y al garete, y en una semana nadie se atrevía a tocar ni un papel.
 Por entonces empezó a frecuentar la tertulia de "el americano" Pablito. Pablito era hijo único del más importante industrial de la región. Su padre tenía a la salida del pueblo la mejor fábrica de salazón de la provincia. Era un hombre muy rico, tanto como su hijo impertinente. Pablito estudiaba medicina en Valladolid con gran lucimiento. Inteligente y aprovechado, buena figura y un papá con millones, disfrutaba de generales antipatías en el pueblo. Pero es que él se las buscaba con una enfermiza fruición.
 -¡Ah, el placer de la impertinencia! -exclamaba-. En los pueblos pequeños la impertinencia es un deber y una obligación.
 Por eso, en cuanto la gente se puso frente a "el americano" tildándole de hereje, Pablito lo buscó, se hizo su inseparable y durante las vacaciones no salía de su tertulia y de su librería.
 Aquel verano en que los niños de San Tarsicio iniciaron su dolorosa campaña, Pablito cogió de un brazo a "el americano" y se lo llevó a ver al alcalde.
 Entró Pablito pegando gritos:
 -¡A ver dónde está ese baldragas!
 -Por Dios, don Pablo, que es la primera autoridad -le recordó el oficial mayor.
 -Eso es lo que debía ser y no es.
 Al fin, les pasaron ante la primera supuesta autoridad, que, asustada, no se atrevió a garantizarles el orden.
 Pablito salió rugiendo:
 -¡Estamos en manos del oscurantismo más beocio!
 "El americano", ya sin sangre, deploraba el día en que se le ocurrió poner tal chapuza.
 Pocos días después el dueño de la casa le anunciaba que, de seguir los alborotos frente a su tienda, se vería en la necesidad de despedirle.
 Una mañana recibió un aviso del señor párroco para que pasase por su casa. Se presentó en seguida. Era el párroco don Roberto un riojano cachazudo, lleno de merecimientos y virtudes, pero sin pelos en la lengua.
 -¿Qué andas, qué andas por ahí diciendo que si todos venimos del mono? -le soltó de buenas a primeras.
 -Aún hay clases, don Roberto, aún hay clases... Todos, no; algunos, sólo algunos. Pensar que ciertas personas puedan venir del mono es ofensivo para los monos.
 -Si tu pobre madre levantara la cabeza y te oyera estas patochadas...
 Se volvió y sacó un pitillo de una cajita que había sobre la mesa.
 -Anda, ten y siéntate.
 Se pusieron a fumar. 
 -¿Por qué no piensas en otro negocio distinto de ése de venta y préstamo de libros?
 -Ahora ya... después de que he metido ahí todo mi dinero...
 -Eso se podría arreglar..., piénsalo, anda... y me vienes a ver otro día.
 Se levantó, descolgó la teja y la capa de una percha y avanzó hacia la puerta.
 Salieron juntos a la calle.
 La gente les miraba un tanto extrañada. "El americano" iba vendido. Al llegar a la plaza intentó separarse.
 -¿A dónde vas?
 -A la tienda.
 -Acompáñame hasta la playa, que tengo que ver a un enfermo.
 Le hizo atravesar con él todo el pueblo.
 Aquella noche en la tertulia les planteó a los amigos el caso.
 -Tiene razón, don Roberto -le interrumpió Ramonchu-. ¿Qué necesitas tú meterte en libros de caballerías?... Todos los que habéis andado por la otra orilla venís con la preocupación del progreso y de la cultura, y la cultura no es que lo obreros y las gentes humildes lean...; ya ves, es más culto un campesino analfabeto de tierras góticas de Palencia que un obrero de las fábricas de salazón que lee El Capital, de Carlos Marx, y todos esos folletos religiosos y políticos que tú les estás dando para que se los traguen como pan bendito...»

 [El extracto pertenece a la edición en español de editorial Planeta, 1997. ISBN: 84-08-46086-2.]

miércoles, 28 de marzo de 2018

El barbero de Sevilla o La precaución inútil.- Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732-1799)

 
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Carta moderada sobre el fracaso y la crítica de "El barbero de Sevilla"
El autor, vestido modestamente, con gesto cortés, presenta su obra al lector 

«Señor:
 Tengo el honor de ofreceros un nuevo opúsculo a mi manera. Deseo encontraros en uno de esos felices momentos en los que, libre de preocupaciones, contento con vuestra salud, vuestros negocios, vuestra mujer, vuestra comida y vuestro estómago, podéis dedicar complacido un instante a la lectura de mi obra El barbero de Sevilla, porque todo esto se precisa para ser un hombre divertido y un lector comprensivo.
 Pero si algún suceso inesperado alteró vuestra salud, si vuestros negocios van de mal en peor, si la mujer amada ha faltado a sus promesas, si tuvisteis una mala comida o una pesada digestión, ¡ah!, entonces dejad mi Barbero: no es éste el momento. Podéis examinar el apartado donde figuran vuestros gastos, ocuparos de la suerte de vuestro adversario, releer el infame billete que habíais hurtado a Rosa, o repasar las magníficas obras de Tissot sobre la templanza y hechas de reflexiones políticas, económicas, filosóficas y morales.
 O si vuestro estado es tal que os resulta absolutamente necesario olvidarlo, hundíos en una butaca, abrid el periódico establecido en Bouillon con enciclopedia, aprobación y privilegio, y dormid seguidamente una hora o dos.
 ¿Qué aliciente ofrecería, en medio de estos amargos humores, una producción ligera? ¿Y por qué había de interesaros el que Fígaro, el barbero, se burle del médico don Bartolo y ayude a un rival a arrebatarle a su amada? El que otros estén alegres, cuando uno está mal, no divierte.
 Además, ¿qué puede importaros que este barbero español al llegar a París tenga algunos contratiempos, ni mucho menos que la prohibición de su ministerio haya dado pábulo a las quimeras de mi imaginación? Los asuntos del prójimo sólo consiguen interesarnos cuando los nuestros no nos inquietan.
 Pero dejémoslo. ¿Marchan bien vuestras cosas? ¿Tenéis buen estómago, gran cocinero, mujer decente y reposo envidiable? Entonces, hablemos, hablemos: recibid a mi Barbero.
 Harto comprendo, señor, que han pasado ya aquellos tiempos en que guardaba mi manuscrito  reservadamente, imitando a la coqueta que más de una vez rechaza lo que está deseosa de obtener, y daba de él alguna lectura a personas selectas que sentían el deber de complacerme con un exagerado elogio de la obra.
 ¡Oh, qué días tan dichosos! Asegurado el aplauso por el lugar, el momento, el escogido auditorio y la magia de una lectura correcta, yo discurría rápidamente a través del débil fragmento, dando un acento especial a aquellos lugares más inspirados; después, recogía con la vista los elogios con falsa modestia y gozaba de un triunfo, tanto más dulce, cuanto ningún pícaro actor me arrebataba de él las tres cuartas partes.
 ¡Ah!, pero, ¿qué queda ahora de todo lo que arrastraba aquel zurrón? En el momento en que precisaría milagros para atraer vuestra atención, cuando ni la vara de Moisés serviría para ello, ni siquiera me queda como recuerdo el báculo de Jacob; ni el más ligero escamoteo, ni la trampa, ni la coquetería, ni la inflexión de voz, ni la ilusión teatral..., nada. Es mi talento, desnudo, el que vais a juzgar.
 No os extrañéis, pues, señor, si, templando mi estilo de acuerdo con la situación, no obro como esos escritores que se ufanan llamándoos con negligencia lector, amigo, querido lector, benévolo o devoto lector, o cualquier otro apelativo galante, que yo califico de incorrecto, con el cual esos insensatos tratan de entablar amistad con su juez, y que a menudo lo que consiguen es atraerse sus reproches. Estoy acostumbrado a ver que la adulación no convence a nadie y que sólo la humildad del que escribe sabe inspirar la indulgencia de su noble lector.
 Y, ¿qué escritor tuvo jamás necesidad de ella como yo? Es inútil disimular: hace tiempo, y en distintos momentos de mi producción, tuve la debilidad de ofreceros un par de modestos dramas; realmente, producciones monstruosas, ¿quién duda de ello?, si no hay nada que medie entre la tragedia y la comedia: esto está resuelto, lo dijo el maestro, la escuela lo proclama a los cuatro vientos; y yo, personalmente, estoy tan convencido de ello, que si hoy pretendiera sacar a escena a una madre envuelta en llanto, a una esposa engañada, a una hermana que ha incurrido en desliz o a un hijo desheredado, para ofrecerlos con decencia al público, tendría que empezar creándoles un país en el que pudieran moverse con libertad, acaso un archipiélago, o bien otro raro lugar del mundo; además de que lo inverosímil de la fábula, el abultamiento de caracteres, lo monstruoso de las ideas y la retórica del lenguaje, no sólo no me acarrearían reproches, sino que me conducirían al éxito.
 ¡Presentar personajes de mediana condición, agobiados y caídos en desgracia! ¡Qué disparate! Nunca se debe mostrarlos de otra manera, sino burlados. Los ciudadanos ridículos y los reyes tristes, he aquí todo el teatro que poseemos y todo el que se sabe representar; y lo doy por sabido, es una realidad que no quiero discutir más con nadie.
 Tuve en otro tiempo, señor, la debilidad de escribir dramas que no eran de buen género; estoy muy arrepentido.
 Acuciado después por los acontecimientos, me arriesgué en unas desafortunadas Memorias que mis enemigos no juzgaron de buen gusto, y de las cuales conservo un cruel remordimiento.
 Hoy pongo ante vuestros ojos una comedia muy alegre, la cual no consideran de buen tono algunos maestros de renombre; y no puedo en modo alguno consolarme.
 Tal vez un día me atreveré a herir vuestro oído con una ópera en la que los jóvenes dirán otra vez que la música no es del todo francesa, y por ello estoy avergonzado de antemano.
 De esta manera, entre faltas y perdones, errores y disculpas, pasaré mi vida persiguiendo vuestra indulgencia sólo por la ingenua buena fe con que reconoceré la una mientras os presento las otras.
En cuanto a El barbero de Sevilla, no es para corromper vuestro juicio por lo que adopto ahora aquí el tono respetuoso: pero se me ha asegurado con insistencia que cuando un autor sale del teatro, si bien desquiciado, vencedor, no le falta sino verse lisonjeado por vos y atacado en algunos periódicos para que pueda considerar que ha obtenido toda clase de laureles literarios. Mi gloria es segura si os dignáis concederme el lauro de vuestra aprobación, pensando que muchos señores periodistas no me negarán el de sus ataques.» 
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de A. Cardona. ISBN: 84-7530-307-2.] 
 

martes, 27 de marzo de 2018

Historia de España.- Pierre Vilar (1906-2003)


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Capítulo IV:- Los grandes rasgos del período contemporáneo
 Los problemas fundamentales

«Problema regionalista.- En efecto, es curioso observar que el movimiento de "las nacionalidades" ha tenido consecuencias perniciosas en un edificio tan viejo y glorioso como el de la unidad española. Pero sabemos que la monarquía de los Habsburgo no desempeñó la función unificadora  de la monarquía francesa, ni las Cortes de Cádiz la de la Revolución de 1789. El carlismo a la derecha y el federalismo a la izquierda atestiguan el fenómeno centrífugo en el siglo XIX. Pero hubo más: a finales de siglo, las regiones adquieren espíritu de grupo hasta afirmarse como "naciones".
 El "nacionalismo vasco" se desarrolla sobre todo en el siglo XX. Pero nace en el XIX con su apóstol Sabino Arana. Y se manifiesta primero en Bilbao, lo que permite clasificarlo menos como una herencia del viejo "fuerismo" que como reacción de una región económicamente avanzada contra la dirección política retrasada del centro del país.
 El "catalanismo", más pronto formado y más pronto amenazador, responde aún mejor a esa definición. Sin embargo, había empezado como una manifestación de renovación lingüística. La lengua catalana recobró dignidad literaria entre 1833 y 1850 con la Oda a la Pàtria de Aribau, las poesías de Rubió y Ors y los Juegos Florales. Los trabajos históricos de los Bofarull, Milá y Fontanals y Balaguer pusieron de moda el pasado catalán. Surgieron grandes poetas, como Verdaguer y, más tarde, Maragall. Lo esencial es saber por qué esa corriente intelectual, cuyo valor literario no sobrepasa a la obra de Mistral, pudo encontrar a su servicio un teatro, una prensa, unas asociaciones, y por último, influir a todo un pueblo, en lugar de quedarse en una obra de capillas y de almanaque.
 Sin duda "la tierra, la raza y la lengua" designan claramente una Cataluña. No obstante, la presión de estos hechos es discontinua: casi habían sido olvidados entre 1750 y 1830. Por otra parte, Cerdaña y Rosellón no les han vuelto a dar sentido político. Incluso la reconquista de la lengua (obra, sobre todo, de Pompeu Fabra, entre 1920 y 1925) sigue, más bien que precede, al entusiasmo político por la autonomía. Es decir, que el verdadero problema no reside en esos "hechos diferenciales" (geografía, etnia, lengua, derecho, psicología o historia), sino en las razones por las cuales un medio dado, en un momento dado, ha recobrado la conciencia de ellos. Estas razones son dobles: por una parte, la impotencia del Estado español; por otra, la disimilitud creciente entre la estructura social de Cataluña y la de la mayoría del resto de España.
 ¿Impotencia del Estado español? Pensemos en que, desde Carlos III, no cuenta con ningún éxito en su activo, y en que no ha hecho un esfuerzo eficaz para difundir el mito de la comunidad, en particular ningún esfuerzo escolar de gran envergadura.
 ¿Disimilitud entre las estructuras? En Cataluña existen una burguesía activa y toda suerte de capas medias acomodadas, que cultivan el trabajo, el ahorro y el esfuerzo individuales, interesadas por el proteccionismo, la libertad política y la extensión del poder de compra. En España dominan los viejos modos de vida: el campesino cultiva para vivir y no para vender; el propietario no busca acumular ni invertir; el hidalgo, para no desmerecer, busca refugio en el ejército o en la iglesia, y el burgués madrileño, en la política o en la administración; los conservadores condenan la libertad política y, los liberales, el proteccionismo. Dos estructuras, dos psicologías que, polemizando, se volverán más virulentas, una contra otra.
 Las polémicas nacen a cada discusión fiscal o aduanera. Mítines, prensa, discursos parlamentarios, memorias al gobierno agitan Cataluña, y unen el orgullo de los intelectuales catalanes a los argumentos de los economistas y al descontento popular. Casi siempre, esta agitación consigue apuntarse un triunfo, pero la solidaridad regional se acrecienta cada vez más. En las regiones no industriales se declara, a su vez, un ataque general contra el viajante catalán "explotador", "organizador de la vida cara", con todos los sarcasmos que la psicología precapitalista sabe reservar al hombre de dinero. Así se forman dos imágenes: el castellano sólo ve en el catalán adustez, sed de ganancias y falta de grandeza; el catalán sólo ve en el castellano pereza y orgullo.
 Un doble complejo de inferioridad -política en el catalán, económica en el castellano- llega a producir desconfianzas invencibles, para las que la lengua es un signo y el pasado un arsenal de argumentos.
 Así se explica la evolución del propio catalanismo: del regionalismo intelectual  pasa al autonomismo (1892: Bases de Manresa). Después de 1898, habla de "nacionalidad". En 1906, una Solidaridad Catalana obtiene, por encima de los partidos, un gran triunfo electoral. Hacia la misma fecha se sitúa otro cambio: como el primer partido catalán, la Lliga Regionalista, reunía sobre todo a elementos moderados (eruditos acomodados, "fuerzas vivas" industriales, campesinos y tenderos católicos), Madrid creyó que podría contrarrestarlo por medio del demagogo Lerroux, ídolo de las multitudes populares barceloneses. Pero Lerroux quedó desprestigiado, en 1909, por su poco glorioso papel en la "semana trágica". Desde entonces el catalanismo reunió también a las oposiciones  de tipo democrático y pequeño burgués; un catalanismo "de izquierda" iba a reunir pequeños propietarios, "rabassaires", empleados, funcionarios e intelectuales modestos. Se perfilaba un bloque regional contra Madrid.
 El movimiento social y las organizaciones obreras.- En el siglo XIX la proporción de la población industrial en España no fue nunca fuerte; tres núcleos regionales (Cataluña, Asturias, Vizcaya), cuatro o cinco ciudades (Madrid, Sevilla, Valencia, Málaga, Zaragoza), minas aisladas (Peñarroya, Riotinto, La Unión): débil base para un movimiento obrero del tipo inglés o alemán. Y, sin embargo, desde el siglo XIX, la clase obrera española ha desempeñado un papel sensible. En el siglo XX, se hablará de España "anarquista", "sindicalista" o "marxista": generalizaciones abusivas, pero significativas; el proletariado español ha sido históricamente más importante que lo que su débil número hacía prever. ¿No recuerda esto, precisamente, el análisis de Lenin sobre Rusia? En un país predominantemente agrícola, donde se acentúa la crisis agraria, donde un sistema aristocrático desgastado se resquebraja en medio de las catástrofes políticas y donde las clases medias tienen poco peso social, ¿no basta con algunos núcleos proletarios, superexplotados por un capital frecuentemente extranjero, para que el movimiento obrero tome valor decisivo de dirección? Por esto, precisamente, veía Lenin a España como el país designado para la segunda revolución. Y el paralelo España-Rusia de 1917-1923 estuvo de moda en todos los campos, ya para anunciar, ya para denunciar, la inminencia de una dislocación social. Por añadidura, el movimiento revolucionario español contaba con una tradición
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Crítica, 1980, en traducción de Manuel Tuñón de Lara y Jesús Suso Soria. ISBN: 84-7423-054-3.]

lunes, 26 de marzo de 2018

Los de abajo.- Mariano Azuela (1873-1952)


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 XIII

«Yo soy de Limón, allí, muy cerca de Moyahua, del puro cañón de Juchipila. Tenía mi casa, mis vacas y un pedazo de tierra para sembrar; es decir, que nada me faltaba. Pues, señor, nosotros los rancheros tenemos la costumbre de bajar al lugar cada ocho días. Oye uno su misa, oye el sermón, luego va a la plaza, compra sus cebollas, sus jitomates y todas las encomiendas. Después entra uno con los amigos a la tienda de Primitivo López a hacer las once. Se toma la copita; a veces es uno condescendiente y se deja cargar la mano, y se le sube el trago, y le da mucho gusto, y ríe uno, grita y canta, si le da su mucha gana. Todo está bueno, porque no se ofende a nadie. Pero que comienzan a meterse con usté; que el policía pasa y pasa, arrima la oreja a la puerta; que al comisario o a los auxiliares se les ocurre quitarle a usté su gusto... ¡Claro, hombre, usté no tiene la sangre de horchata, usté lleva el alma en el cuerpo, a usté le da coraje, y se levanta y les dice su justo precio! Si entendieron, santo y bueno; a uno lo dejan en paz, y en eso paró todo. Pero hay veces que quieren hablar ronco y golpeado... y uno es lebroncito de por sí... y no le cuadra que nadie le pele los ojos... Y sí, señor; sale la daga, sale la pistola... ¡Y luego, vamos a correr la sierra hasta que se les olvida al difuntito!
 Bueno. ¿Qué pasó con don Mónico? ¡Faceto! Muchísimo menos que con los otros. ¡Ni siquiera vio correr el gallo!... Una escupida en las barbas por entrometido, y pare usté de contar... Pues con eso ha habido para que me eche encima a la Federación. Usté ha de saber del chisme ese de México, donde mataron al señor Madero y a otro, a un tal Félix o Felipe Díaz, ¡qué sé yo!... Bueno, pues el dicho don Mónico fue en persona a Zacatecas a traer escolta para que me agarraran. Que diz que yo era maderista y que me iba a levantar. Pero como no faltan amigos, hubo quien me lo avisara a tiempo, y cuando los federales vinieron a Limón, yo ya me había pelado. Después vino mi compadre Anastasio, que hizo una muerte, y luego Pancracio, la Codorniz y muchos amigos y conocidos. Después se nos han ido juntando más, y ya ve: hacemos la lucha como podemos.
 -Mi jefe -dijo Luis Cervantes después de algunos minutos de silencio y meditación-, usted sabe ya que aquí cerca, en Juchipila, tenemos gente de Natera; nos conviene ir a juntarnos con ellos antes de que tomen Zacatecas. Nos presentamos con el general...
 -No tengo genio para eso... A mí no me cuadra rendirle a nadie.
 -Pero usted, solo con unos cuantos hombres por acá, no dejará de pasar por un cabecilla sin importancia. La revolución gana indefectiblemente; luego que se acabe le dicen, como les dijo Madero a los que le ayudaron: "Amigos, muchas gracias; ahora vuélvanse a sus casas..."
 -No quiero yo otra cosa, sino que me dejen en paz para volver a mi casa.
 -Allá voy... No he terminado: "Ustedes, que me levantaron hasta la Presidencia de la República, arriesgando su vida, con peligro inminente de dejar viudas y huérfanos en la miseria, ahora que he conseguido mi objeto, váyanse a coger el azadón y la pala, a medio vivir, siempre con hambre y sin vestir, como estaban antes, mientras que nosotros, los de arriba, hacemos unos cuantos millones de pesos."
 Demetrio meneó la cabeza y sonriendo se rascó.
 -¡Luisito ha dicho una verdad como un templo! -exclamó con entusiasmo el barbero Venancio.
 -Como decía -prosiguió Luis Cervantes-, se acaba la revolución y se acabó todo. ¡Lástima de tanta vida segada, de tantas viudas y huérfanos, de tanta sangre vertida! Todo, ¿para qué? Para que unos cuantos bribones se enriquezcan y todo quede igual o peor que antes. Usted es desprendido, y dice: "Yo no ambiciono más que volver a mi tierra." Pero ¿es de justicia privar a su mujer y a sus hijos de la fortuna que la Divina Providencia le pone ahora en sus manos? ¿Será justo abandonar a la patria en estos momentos solemnes en que va a necesitar de toda la abnegación de sus hijos los humildes para que la salven, para que no la dejen caer de nuevo en manos de sus eternos detentadores y verdugos, los caciques?... ¡No hay que olvidarse de lo más sagrado que existe en el mundo para el hombre: la familia y la patria!...
 Macías sonrió y sus ojos brillaron.
 -¿Qué, será bueno ir con Natera, curro?
 -No sólo bueno -pronunció insinuante Venancio-, sino indispensable, Demetrio.
 -Mi jefe -continuó Cervantes-, usted me ha simpatizado desde que lo conocí, y lo quiero cada vez más, porque sé todo lo que vale. Permítame que sea enteramente franco. Usted no comprende todavía su verdadera, su alta y nobilísima misión. Usted, hombre modesto y sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta revolución. Mentira que usted ande por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo que asola toda la nación. Somos elementos de un gran movimiento social que tiene que concluir por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales. Por ellos luchan Villa, Natera, Carranza; por ellos estamos luchando nosotros.
 -Sí, sí; cabalmente lo que yo he pensado -dijo Venancio entusiasmadísimo.
 -Pancracio, apéate otras dos cervezas...»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra. ISBN: 84-376-0226-2.]

domingo, 25 de marzo de 2018

La vida de prisa. Narraciones breves.- César González Ruano (1903-1965)


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La conciencia de los veinte años

«-¿Has podido poner en claro qué es lo que te importa más de la mujer?
 -No, cada vez una cosa, y a ser posible todas en un solo día.
 -Pero, concretando, ¿qué es lo que puede unirte más a una mujer?
 -No es fácil contestar a eso... Desde luego creo que no son sus virtudes ni sus vicios. Quizá su renovación permanente y el misterioso talento de la oportunidad. Pero esto es pura divagación porque no hay mujeres oportunas. Hay sin embargo, un tipo que puede ser si no el ideal imposible, sí algo suficientemente fuerte para que nos quedemos parados en ella mucho tiempo: aquella que es capaz de hacerse solidaria de nuestras ilusiones transigidas haciéndonos creer que son las mismas ilusiones intransigentes con las que llegamos hasta ella casi, casi, como tácita condición para hacer posible la continuidad de un amor.
 -O sea, la pura farsa.
 -No. En todo caso, la piadosa, la entrañable ficción que hace de la misma realidad.
 -Bien, no hablemos más de amores. Es cansado. Has tenido muchos y en realidad no hemos conocido nada nuevo. Has ido intentando realizar un tipo, obligando a los seres a que se parecieran a él, martirizando, prostituyendo su personalidad por el egoísmo orgulloso de que adquirieran la personalidad que tú querías, que tú necesitabas, que tu terrible soledad narcisista pedía a una compañía sin darle nada de tu recóndita e insobornable soledad.
 -¿Quieres decir que soy un egoísta?
 -¡Evidentemente!
 -Pues he dado mucho más de lo que tenía. Mis trampas de corazón son mayores que las económicas.
 -No, perdona: has dado materialmente mucho, porque te gusta ese papel, porque cuanto más te pidieran, sobre todo para lo inútil, más te encela y excita. ¡Oh, nos conocemos bien! Es como otras cosas de las que prefiero no hablar. Pero, amorosamente, en caridad, ¿qué has dado? Nada. Has pretendido siempre crear una Galatea y naturalmente, creaste fatalmente el monstruo que se volvía contra ti con cada uno de los resortes que le habías puesto. ¿Por qué no tuviste la humildad, esto es, exactamente el amor de aceptar lo que era en sí puro, auténtico, natural? ¡Ah, esto nos ha perdido! ¡Esto nos ha perdido quizá irremisiblemente!
 -Aun admitiendo parte de lo que dices, ¿por qué nos ha perdido?
 -Porque has arruinado la vida espontánea. Porque lo más que puedes conseguir es oír tu propio disco con otra voz.
 -Mal conoces a las mujeres. No hay ser capaz de acabar con sus discos propios.
 -Bien, te digo que es mejor que dejemos el tema de los rumores. Hay más cosas que nos separan. ¿Adónde vamos? ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu mensaje, tu misión? ¿Qué has aprendido en más de cuarenta años?
 Esto me hizo pensar más. Con ser más concreto era mucho más complejo también.
 -En más de cuarenta años he aprendido muy poca cosa. Probablemente ni siquiera a escribir. Mi talento, el poco o bastante talento que tenga, se ha dedicado a muchos objetivos, se ha dispersado y de ninguna manera se concretó en eso de ser un literato. Esto de escribir mejor o peor, es una de tantas cosas, tal vez la más conocida, que uno hace, pero, como tú sabes, no es la única. ¿Qué he aprendido hasta ahora? En literatura poco: sé ya lo que no tengo que hacer, pero ignoro lo que tengo que hacer. En la vida no mucho más: sé lo que no me gusta. En general, conozco perfectamente todo lo que no creo ya, pero no estoy seguro de creer en aquello que me da cierto miedo o pereza analizar. No sé si me explico.
 -Sí, sí, demasiado... O sea: que aún no estás en claro contigo mismo, que aún no te has puesto en limpio.
 -Esa es mi juventud. Por eso me considero aún muy joven: porque soy un borrador, un apunte todavía, de lo que puedo llegar a ser.
 Sonrió con sonrisa que me pareció de profunda amargura.
 -¿Crees que seremos aún algo?
 -Si no me tuerzo, sí. ¿Pero por qué te importa tanto?
 -Es lo único que me puede importar.
 -A mí no creas que demasiado. Conocemos unas cuantas docenas de vidas ilustres. Pero, ¿te das cuenta de la cantidad de millares o millones de vidas colosales de las que no tenemos ni la más mínima constancia? Evidentemente hubo vidas excelsas, maravillosas "para arriba o para abajo", angélicas o diabólicas, abnegadas o tan bajas que en su bajeza estaba su altura, vidas grandes o vidas mínimas que en su pequeñez estaba su enorme grandeza. No han pasado a nosotros. ¿Qué más da? ¿Es que no fueron por eso extraordinarias? ¿Sufrieron o gozaron menos que las que pasaron a la historia?
 -Pero nosotros no podemos pensar así. Hemos de hacer todo lo posible por salvarnos en el recuerdo de los otros.
 -¿Crees eso? ¿Pero tú quién eres?
 -Me sería fácil decirte que tu alma, pero mentiría. Soy tu conciencia de los veinte años. Aquella que  no transige nada ni en nada. La que te quería héroe, grande hombre, ser ordenado y de existencia clara. ¡Qué pena me da verte!
 -Sea pues. Ya que eres la conciencia de los veinte años, me quedaré con la conciencia de los cuarenta, puesto que debe haber otra...
 En aquel momento alguien se movió en mi cama desvelándome o devolviéndome el medio sueño.
 -¿Has tomado las pastillas para el corazón?
 Contesté casi maquinalmente, arropándome bien en el embozo:
 -Sí, sí, esta noche no me muero porque mañana tengo mucho que escribir.
 -¿Qué hora es? ¿Cuándo has venido?
 -Hace veintidós años... Son las cuatro y media...»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones 98. ISBN: 978-84-938-221-6-3.]
 

sábado, 24 de marzo de 2018

Lecho de musgo.- Anja Tuckermann (1961)


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«El miedo cotidiano ha desaparecido. Rinka ya no tiene que reflexionar antes de dar un paso frente a la puerta, pero en ella ha quedado un vacío. Konrad acaricia a una Rinka que se siente hueca. Ella disfruta de la suavidad de su rostro, de su mirada, de su piel ardiente. Su propio cuerpo sigue siendo para ella un ser ajeno. No le pertenece. Percibe por sí mismo las manos de Konrad, pero no está conectado con su cabeza. Su cuerpo es un vehículo que la arrastra a través de la vida y lleva el cuerpo de Konrad consigo. La cabeza de Rinka tiene que hacerse con un cuerpo propio. Todavía tiene la sensación de estar sucia por dentro. Se cepilla los dientes, se lava el pelo, la piel; pero, ¿y por dentro? La sangre, los nervios. No puede desgarrarse. No siente un cuerpo, sino una envoltura. Está formada únicamente de capas transparentes, finas envolturas, tejidos fibrosos. Las partes parecen desdibujarse, alejarse flotando.
 Rinka ya no tiene miedo, pero no se gusta a sí misma. Es sólo medio ser humano y tiene que dirigir toda una vida con sólo una mitad. La mitad intacta se agota para equilibrar la mitad destruida. No perder el equilibrio y caer de la vida. Rinka se da órdenes dictatoriales. Haz esto, haz aquello, no te duermas. Se mantiene en movimiento para que no gane la mitad destruida.
 Medio ser humano. Rinka quiere morir. Algún día te suicidarás. Ya no quiere seguir viviendo al acecho, tener que protegerse continuamente. Una Rinka dice: ¿de qué tienes todavía miedo? La otra Rinka responde: te podría volver a suceder, otra vez a ti. La una quiere morir, la otra seguir viviendo. La una está cansada y vieja, la otra es obstinada. Darse por vencida ahora significaría doblegarse ante la violencia. No la puedes dejar ganar tan fácilmente.
 Rinka ensaya la huida cuando siente el estómago desfallecer. Sus sensaciones son más seguras que la razón. El vinatero la invita a pasar a la trastienda, donde tiene un vino especial, y ella se dirige a la puerta delantera y se va. Cuando encuentra al abogado en el lavabo del personal, aunque tiene el suyo propio, se da la vuelta sin cruzar la puerta. Aprender a actuar según su propio sistema interno de vigilancia. Pero está cansada de luchar. Ya no quiere seguir. Quiere quitarse la vida.
 Algunas veces dice: eso lo he vivido, y lo explica tranquila y claramente, así fue, se siente como un ser despreciable. Por pura consideración apenas se atreve a seguir hablando. La gente se escandaliza, le faltan las palabras, busca apoyo. Esperan que Rinka reconozca que tampoco fue tan mal. Rinka no necesita más consejos. ¿Qué puede hacer con la compasión que despierta? ¿Debe consolar a la gente sólo porque ha roto el silencio? Tiene que reprimir la risa. Que se dejen de tonterías. ¿Cómo quieren vivir si ni siquiera saben escuchar?
 Rinka no puede proteger contra la violencia a otras mujeres. Sólo puede llorar después con ellas. Cada una tiene que aprender a protegerse a sí misma. Rinka sólo puede contarles su experiencia y decirles: eso os puede pasar también a vosotras. Y que cada una debe aprender antes que nada a quererse a sí misma, darse cuenta de que para ellas nadie debe ser más importante que ellas mismas. Que cada una se merece sólo el amor que siente por sí misma.
 Pero Rinka está hastiada de sí misma. No se gusta.
 Se pone ropa vieja, una falda de cuando iba a la escuela, un jersey que llevaba cuando hizo la Confirmación, un abrigo marrón con los codos gastados por el roce, al que le faltan botones. Una Rinka quiere arrinconar a la otra, como se hace con una prenda de vestir usada, quiere, por fin, estar sola y ser una consigo misma.
 Rinka va en metro hasta Ruhleben, anda despacio bordeando el cementerio y se dirige al bosque en el que casi nadie pasea. Ve el cielo azul [...] Luego cruza el bosque de extremo a extremo; el suelo, acolchado y mullido, es una invitación al descanso. Incluso el ruido de las ramas al romperse queda amortiguado. Se entremezclan los pasos y las hojas que caen.
 En la falda de una colina que desciende suavemente, Rinka extiende el abrigo sobre el follaje. Se quita la falda y la deja junto al abrigo, se quita los zapatos y las medias, el jersey, la camisa, las bragas y empieza a mirarse minuciosamente. Soy bonita, piensa, mientras su vista va de los huesos de la cadera al vientre, sigue por el rubio vello y descansa en los rizos oscuros de la vulva. [...] Rinka se posee con las manos. Me hago feliz, soy mi mejor amante. Estrechamente abrazada consigo misma, permanece tendida bajo los árboles. Todo lo que le falta, tiene que amarlo de nuevo dentro de sí misma.
 Me curaré.
 Se acaricia los pies [...] Se devuelve las caricias que los hombres le arrebataron. [...] Con las puntas de los dedos peina su cabello, se siente el cráneo, se lo explora, la piel de la cabeza es más sensible que la del cuerpo y distingue exactamente cada dedo. Rinka se mima, sin miedo de que estas manos la maltraten. Rinka confía en sí misma incondicionalmente. Luego sus dedos descansan, su cuerpo se calma en todos los rincones del mundo y no existe otro mundo que el suyo. La piel arde, radiante de suavidad y calor. Y mientras las puntas de los dedos de una mano descubren las puntas de los dedos de la otra, mientras una mano reconoce a la otra, se cierra el círculo. Pies y cabeza, caderas y hombros son partes de un todo, han crecido juntos. Todo es el cuerpo, todo es su cuerpo.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, en traducción de Pilar Ylla. ISBN: 84-226-3124-5.]