Capítulo 4
«Muy pronto la vida llegó a ser tan rutinaria que los hombres a quienes su deber no les exigía apuntar la fecha sólo podían recordar un día por haberse celebrado la ceremonia religiosa, por ser el día de lavar la ropa (ese día en el Leopard se tendían cabos de proa a popa y se colgaba la ropa limpia para que se secara al sol, lo cual le daba al barco un aspecto muy diferente al de un barco de guerra, sobre todo porque algunas prendas eran femeninas), o el día en que había oído los desagradables pitidos anunciando: "Todos los marineros a presenciar castigo", lo que quería decir que ese día era sábado, ya que en el Leopard sólo se aplicaban castigos una vez a la semana. Día tras día la señora Wogan caminaba por la toldilla, a veces con su sirvienta, a veces con el doctor Maturin, pero siempre con el perro y la cabra. Pero ahora no causaba revuelo, ahora pasaba inadvertida, como un fantasma, puesto que no sólo el capitán Aubrey había dado órdenes tajantes de que no la miraran ni le hablaran sino que los oficiales, los artilleros y todos los tripulantes del barco pensaban que la señora Wogan era propiedad privada del doctor y nadie quería pelear con él. Pero sería exagerado decir que pasaba inadvertida, pues cuanto más lejos estaban los hombres de tierra más deseaban a las mujeres, y una mujer extraordinariamente hermosa, cuya apariencia había mejorado desde su primera aparición, no podía menos que ser el blanco de las miradas de muchos, aunque fueran de soslayo, o provocar los suspiros de muchos otros.
Sin embargo, los días no transcurrían sin incidentes. En un barco que surcaba los mares velozmente, bajo el mando de un capitán a quien le encantaba navegar a toda vela, llegando casi al límite de la imprudencia, la tensión era constante porque, por un lado, en cualquier momento podría ponerse de manifiesto un defecto que le hubieran dejado al repararlo en el astillero (como realmente ocurrió, pues una vez se rompió un cabo de un racamento y otra se desprendieron las jimelgas de la verga de la gavia mayor y tuvieron que ponerla rápidamente sobre la cubierta), y por otro lado, aunque sólo habían visto un distante jabeque por barlovento desde que habían zarpado, existía la posibilidad de que apareciera un enemigo en el momento menos pensado, y podrían entablar un combate con él si era un barco de guerra o conseguir una fortuna si era un mercante. Incluso en un día de calma había gran excitación.
Era sábado, el día en que se impartía justicia. Cuando sonaron las seis campanadas de la guardia de mañana, el contramaestre y sus ayudantes empezaron a dar espantosos pitidos y todos los marineros se dirigieron a popa. Allí los hombres de cada guardia se agruparon en el lado del alcázar que les correspondía formando una masa amorfa. Nada podía inducirles a colocarse en orden, excepto para pasar revista, y tampoco a sacarse las manos del bolsillo, así que estaban en posturas muy cómodas, mirando hacia los infantes de marina, que, con las bayonetas inmóviles, formaban en la toldilla un conjunto rojo escarlata perfectamente ordenado, o hacia el enjaretado, que estaba ya preparado en el saltillo, o hacia los oficiales y los cadetes, que estaban agrupados detrás del capitán, todos con sombreros con cintas doradas y sables o dagas. El maestro de armas trajo a los que iban a ser castigados. Tres estaban acusados de borrachera y se les castigó dejándoles sin grog durante una semana y ordenándoles bombear agua durante cuatro, seis y ocho horas respectivamente mientras se encontraran de guardia. Un turco había sido sorprendido robando cuatro libras de tabaco y un reloj de plata, propiedad de Jacob Styles, suboficial. Se mostraron los artículos, Styles juró ser su dueño, quedó probado el delito y el acusado permaneció en silencio.
-¿Tienen los oficiales algo que decir en su defensa? -preguntó Jack.
El señor Byron trató de excusarle diciendo que era un eunuco y que el reloj no funcionaba.
-Eso no vale -dijo Jack-. Sus..., sus posibilidades de contraer matrimonio no tienen nada que ver, ni tampoco el estado del reloj.
Entonces le dijo al turco:
-¡Quítese la camisa!
Y al timonel le ordenó:
-¡Átele!
-¡Atado, señor! -respondió el timonel, y el turco, con los brazos extendidos quedó atado al enjaretado.
Jack y todos los oficiales se quitaron el sombrero. El escribiente le pasó el libro a Jack y entonces Jack leyó el artículo trece del Código Naval:
-Toda persona que cometa un robo será castigada con la muerte...
Hubo una espantosa pausa.
- ...o de otra forma, según decida un consejo de guerra después de analizar las circunstancias.
Volvió a ponerse su sombrero y dijo:
-Nueve azotes. Skelton, cumpla con su deber.
El ayudante del contramaestre sacó el látigo de la bolsa de terciopelo rojo y dio nueve latigazos con toda su fuerza y al mismo tiempo se oyeron nueve gritos terribles, tan agudos como una voz de falsete, cuyo volumen bastó para considerar el día extraordinario y satisfacer a quienes les gustaba ver azuzar a los toros y a los osos, el boxeo, las cabezas expuestas en las picotas y las ejecuciones, quizá nueve décimos de los presentes. Después estaba Herapath, gaviero de proa, miembro de la guardia de estribor. Se le acusaba de no haberse presentado en cubierta el viernes por la noche, cuando le correspondía hacer guardia. Estaba extremadamente pálido, pues desde que había cometido la falta, sus compañeros le tomaban el pelo diciéndole con semblante serio que era la más grave que podía cometerse en un barco y que el castigo consistía en quinientos latigazos y pasar por debajo de la quilla, si tenía suerte. Además, por primera vez en su vida (puesto que Jack rara vez mandaba dar azotes, si no era en caso de robo) había visto y oído los espectaculares efectos del látigo.
-¿Qué tiene que alegar en su defensa?
-Nada, señor, excepto que lamento muchísimo haber estado ausente.
-¿Tienen los oficiales algo que decir en su defensa?
Babbington dijo que Herapath no había cometido ninguna falta anteriormente, que era diligente y obediente, aunque torpe, pero de que no tenía duda de que en el futuro se aplicaría en el trabajo. Entonces Jack le dijo a Herapath que había tenido un comportamiento insensato e incorrecto y que si todos le imitaran, el barco estaría en un estado de anarquía. Además le aconsejó que recordara las palabras de Babbington y se aplicara en su trabajo, y después le dejó marchar.
Más tarde, cuando el Leopard se deslizaba por las aguas cristalinas y el viento pasaba muy por encima de él, hinchando solamente los sobrejuanetes, Jack ordenó bajar el chinchorro para dar la vuelta alrededor del barco y observar su estado exterior y bañarse en el mar. Al mismo tiempo, Michael Herapath, ahora aliviado, decidió aplicarse en su trabajo y aprender los conocimientos elementales de su profesión.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Edhasa, en traducción de Aleida Lama Montes de Oca. ISBN: 84-350-0628-X.]
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