«El miedo cotidiano ha desaparecido. Rinka ya no tiene que reflexionar antes de dar un paso frente a la puerta, pero en ella ha quedado un vacío. Konrad acaricia a una Rinka que se siente hueca. Ella disfruta de la suavidad de su rostro, de su mirada, de su piel ardiente. Su propio cuerpo sigue siendo para ella un ser ajeno. No le pertenece. Percibe por sí mismo las manos de Konrad, pero no está conectado con su cabeza. Su cuerpo es un vehículo que la arrastra a través de la vida y lleva el cuerpo de Konrad consigo. La cabeza de Rinka tiene que hacerse con un cuerpo propio. Todavía tiene la sensación de estar sucia por dentro. Se cepilla los dientes, se lava el pelo, la piel; pero, ¿y por dentro? La sangre, los nervios. No puede desgarrarse. No siente un cuerpo, sino una envoltura. Está formada únicamente de capas transparentes, finas envolturas, tejidos fibrosos. Las partes parecen desdibujarse, alejarse flotando.
Rinka ya no tiene miedo, pero no se gusta a sí misma. Es sólo medio ser humano y tiene que dirigir toda una vida con sólo una mitad. La mitad intacta se agota para equilibrar la mitad destruida. No perder el equilibrio y caer de la vida. Rinka se da órdenes dictatoriales. Haz esto, haz aquello, no te duermas. Se mantiene en movimiento para que no gane la mitad destruida.
Medio ser humano. Rinka quiere morir. Algún día te suicidarás. Ya no quiere seguir viviendo al acecho, tener que protegerse continuamente. Una Rinka dice: ¿de qué tienes todavía miedo? La otra Rinka responde: te podría volver a suceder, otra vez a ti. La una quiere morir, la otra seguir viviendo. La una está cansada y vieja, la otra es obstinada. Darse por vencida ahora significaría doblegarse ante la violencia. No la puedes dejar ganar tan fácilmente.
Rinka ensaya la huida cuando siente el estómago desfallecer. Sus sensaciones son más seguras que la razón. El vinatero la invita a pasar a la trastienda, donde tiene un vino especial, y ella se dirige a la puerta delantera y se va. Cuando encuentra al abogado en el lavabo del personal, aunque tiene el suyo propio, se da la vuelta sin cruzar la puerta. Aprender a actuar según su propio sistema interno de vigilancia. Pero está cansada de luchar. Ya no quiere seguir. Quiere quitarse la vida.
Algunas veces dice: eso lo he vivido, y lo explica tranquila y claramente, así fue, se siente como un ser despreciable. Por pura consideración apenas se atreve a seguir hablando. La gente se escandaliza, le faltan las palabras, busca apoyo. Esperan que Rinka reconozca que tampoco fue tan mal. Rinka no necesita más consejos. ¿Qué puede hacer con la compasión que despierta? ¿Debe consolar a la gente sólo porque ha roto el silencio? Tiene que reprimir la risa. Que se dejen de tonterías. ¿Cómo quieren vivir si ni siquiera saben escuchar?
Rinka no puede proteger contra la violencia a otras mujeres. Sólo puede llorar después con ellas. Cada una tiene que aprender a protegerse a sí misma. Rinka sólo puede contarles su experiencia y decirles: eso os puede pasar también a vosotras. Y que cada una debe aprender antes que nada a quererse a sí misma, darse cuenta de que para ellas nadie debe ser más importante que ellas mismas. Que cada una se merece sólo el amor que siente por sí misma.
Pero Rinka está hastiada de sí misma. No se gusta.
Se pone ropa vieja, una falda de cuando iba a la escuela, un jersey que llevaba cuando hizo la Confirmación, un abrigo marrón con los codos gastados por el roce, al que le faltan botones. Una Rinka quiere arrinconar a la otra, como se hace con una prenda de vestir usada, quiere, por fin, estar sola y ser una consigo misma.
Rinka va en metro hasta Ruhleben, anda despacio bordeando el cementerio y se dirige al bosque en el que casi nadie pasea. Ve el cielo azul [...] Luego cruza el bosque de extremo a extremo; el suelo, acolchado y mullido, es una invitación al descanso. Incluso el ruido de las ramas al romperse queda amortiguado. Se entremezclan los pasos y las hojas que caen.
En la falda de una colina que desciende suavemente, Rinka extiende el abrigo sobre el follaje. Se quita la falda y la deja junto al abrigo, se quita los zapatos y las medias, el jersey, la camisa, las bragas y empieza a mirarse minuciosamente. Soy bonita, piensa, mientras su vista va de los huesos de la cadera al vientre, sigue por el rubio vello y descansa en los rizos oscuros de la vulva. [...] Rinka se posee con las manos. Me hago feliz, soy mi mejor amante. Estrechamente abrazada consigo misma, permanece tendida bajo los árboles. Todo lo que le falta, tiene que amarlo de nuevo dentro de sí misma.
Me curaré.
Se acaricia los pies [...] Se devuelve las caricias que los hombres le arrebataron. [...] Con las puntas de los dedos peina su cabello, se siente el cráneo, se lo explora, la piel de la cabeza es más sensible que la del cuerpo y distingue exactamente cada dedo. Rinka se mima, sin miedo de que estas manos la maltraten. Rinka confía en sí misma incondicionalmente. Luego sus dedos descansan, su cuerpo se calma en todos los rincones del mundo y no existe otro mundo que el suyo. La piel arde, radiante de suavidad y calor. Y mientras las puntas de los dedos de una mano descubren las puntas de los dedos de la otra, mientras una mano reconoce a la otra, se cierra el círculo. Pies y cabeza, caderas y hombros son partes de un todo, han crecido juntos. Todo es el cuerpo, todo es su cuerpo.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, en traducción de Pilar Ylla. ISBN: 84-226-3124-5.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: