jueves, 22 de marzo de 2018

Los campos del honor.- Jean Rouaud (1952)


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III

«Joseph no morirá. Su hermana Marie ha hecho el viaje de Random a Tours con una provisión de medallas piadosas que, nada más llegar, desliza bajo la almohada de su hermano y de sus compañeros de infortunio. Ha aguardado para ello a que le den la espalda las enfermeras de uniforme blanco que evolucionan como bailarinas entre las camas. Algunas, que no creen sino en la ciencia y sus virtudes cartesianas, se irritan contra esos amuletos, iría mucho mejor un vagón de morfina. Porque la benéfica morfina escasea. Las enfermeras, solicitadas por todas partes, la dosifican con esmero, la reparten según empíricos coeficientes: la intensidad de los gemidos, la proximidad de la muerte. Cuando se les acaba, quisieran taparse los oídos, gritar más fuerte que todos aquellos dolores acumulados. Esta guerra va demasiado lejos. Todos están de acuerdo, será la última. Para Joseph y millones más, desde luego.
 Sentada a la cabecera de su hermano, Marie se ha puesto a trabajar de inmediato. Ha sacado su rosario, elegido en su cielo al encargado de los sufrimientos -se trata del propio Cristo, aunque los santos mártires, despedazados, lapidados, quemados, no hayan desmerecido-, y rosario tras rosario le ruegue que cargue como un peso más en sus fornidas espaldas de carpintero ese silbido que brota del pecho de su hermano. A cambio -discurre qué le podría dar, ya que sólo se tiene a sí misma-, sí, da ese deseo que por las noches le invade las entrañas, da su sangre de mujer. Sangre por sangre, el trato es justo. Joseph recupera los colores, pronto se incorpora en la cama, reclama comida. En Touraine es primavera, el Loira crece con las aguas del deshielo, en un vaso los últimos restos de muguete. Joseph evoca la eventualidad de una próxima vuelta a casa, finge animación, bromea con una muchacha de servicio, promete que se casará con ella en cuanto esté curado. La muchacha se ríe (ya van por lo menos veinte que se lo piden), Marie un poco menos -esa carita arrogante-. Luego, vuelve a notarse cansado, tose un poco, quiere descansar. Se echa, extiende los brazos a lo largo del cuerpo, entorna los párpados. Tras esa breve remisión, vuelven los estertores, la fiebre, las visiones de aquel teatro de horror. Al caer la noche, el joven de tez macilenta entra en agonía. Esta vez el médico militar no da ya ninguna esperanza. La joven prometida pasa regularmente en la penumbra, y despacito, para no despertar a los que duermen, le pone un paño húmedo en la frente, le sube las sábanas hasta el pecho, y, cuando un brutal acceso de tos le hace incorporarse en la cama, lo coge como a un niño en sus brazos y le vierte entre los labios una cucharada de jarabe. Al despuntar el día, cuando un blanco resplandor inunda la inmensa sala común y se oye en el silencio del alba el chapoteo del río, sus ojos tienen una espantosa fijeza. Marie, que llega la primera, se queda sobrecogida. Le dicen que no es aún el final pero que debe prepararse. Se producirá a media tarde con una mirada más dulce.
 Se anuncia ya la muerte de Joseph, su nombre aparece en una imagen piadosa y patriótica que se vende a medio franco, para obras de beneficencia, en la parroquia de Commercy (subprefectura de la Meuse, especialidad en magdalenas), orlada con una fina franja negra, monumento de tristeza con un título de novela heroica: "Los campos del honor", y un subtítulo de quiosco de estación: "Donde corrió a mares la Sangre de Francia en 1914-16." (Sigue la batalla. Anuncian un folleto que saldrá después de la guerra con todo lo sucedido.) Una gran cruz negra, con el monograma de Cristo en el centro, se aureola con los nombres de las regiones trágicas: Artois, Serbia, Dardanelos, Marne y Mosa, Lorena y Alsacia, Argonne e Yser, como una corona de espanto que enumera en la trama de ramas de olivo el subconjunto de los mártires comunes, igualados por la matanza, de tal manera que Vimy aparece escrito tan grande como Lens, Dixmude como Ostende, Les Eparges como Nancy. Que esta imagen recuerde a todos cuán agradecidos debemos estar a Dios por la prodigiosa batalla del Marne y por la solidez que desde entonces tiene nuestro frente. Y si la batalla, como está escrito, tuvo tanto de prodigio, o sea de cruz de Clodoveo en el cielo de Tolbiac, de santa Genoveva liberando París, de Juana de Arco en Orleáns y de León I consiguiendo del vándalo Genserico que respetara la vida de los habitantes de Roma, fue quizá porque Dios estaba también con nosotros, Padre consternado al ver el uso que hacen sus hijos de su libertad, conservando para cada uno la misma piedad, el mismo amor desconsolado.
 Piadoso recuerdo de los héroes, en especial de -anotar a continuación el nombre, riachuelo que confluye hacia el gran río rojo, la cloaca máxima, la loba menstrual-, cosa de la que se encarga con su caligrafía irreprochable su hermana Marie, entonces joven maestra, que pierde dos hermanos en la historia (la oficial, para una vez que ésta interfiere en la nuestra, la abandonada) y agrega al margen, pues sólo queda sitio para el nombre y ha de ser corto (es un formulario para plebeyos, para la masa, la que se inscribe en los monumentos a los muertos esculpidos al estilo del descendimiento de la cruz, aplastando las columnas de nombres con una especie de representación republicana de la salvación): "21 años, herido en Bélgica, fallecido en Tours, el 26 de mayo de 1916." Y tan sucinto comentario salva a Joseph de la larga noche amnésica.
 Entre estos dos límites, en ese espacio de puntos suspensivos, la tía inscribe con tinta violeta tamizada por el tiempo el misterio por dilucidar de una vida que se acaba. Veintiún años. Sabemos -ella nos lo contó- que a los catorce años La Pérouse mandaba ya una fragata, por lo que siete años más tarde atesoraba sin duda la memoria de un viejo lobo de mar, en cambio Joseph abandona su pueblo para morir y no ve más que un paisaje devastado, y del viaje sólo la promiscuidad de los vagones de ganado y la cubierta de lona de una ambulancia sobre sus ojos enfermos, Joseph que quizá no conoció el placer de una mujer, Joseph catapultado en medio del infierno de los hombres, Joseph demasiado joven para ese acto capital, "Joseph morir" el 26 de mayo de 1916, así lo escribe la tía.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, en traducción de Javier Albiñana. ISBN: 84-339-1139-2.]

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