miércoles, 28 de marzo de 2018

El barbero de Sevilla o La precaución inútil.- Pierre-Augustin de Beaumarchais (1732-1799)

 
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Carta moderada sobre el fracaso y la crítica de "El barbero de Sevilla"
El autor, vestido modestamente, con gesto cortés, presenta su obra al lector 

«Señor:
 Tengo el honor de ofreceros un nuevo opúsculo a mi manera. Deseo encontraros en uno de esos felices momentos en los que, libre de preocupaciones, contento con vuestra salud, vuestros negocios, vuestra mujer, vuestra comida y vuestro estómago, podéis dedicar complacido un instante a la lectura de mi obra El barbero de Sevilla, porque todo esto se precisa para ser un hombre divertido y un lector comprensivo.
 Pero si algún suceso inesperado alteró vuestra salud, si vuestros negocios van de mal en peor, si la mujer amada ha faltado a sus promesas, si tuvisteis una mala comida o una pesada digestión, ¡ah!, entonces dejad mi Barbero: no es éste el momento. Podéis examinar el apartado donde figuran vuestros gastos, ocuparos de la suerte de vuestro adversario, releer el infame billete que habíais hurtado a Rosa, o repasar las magníficas obras de Tissot sobre la templanza y hechas de reflexiones políticas, económicas, filosóficas y morales.
 O si vuestro estado es tal que os resulta absolutamente necesario olvidarlo, hundíos en una butaca, abrid el periódico establecido en Bouillon con enciclopedia, aprobación y privilegio, y dormid seguidamente una hora o dos.
 ¿Qué aliciente ofrecería, en medio de estos amargos humores, una producción ligera? ¿Y por qué había de interesaros el que Fígaro, el barbero, se burle del médico don Bartolo y ayude a un rival a arrebatarle a su amada? El que otros estén alegres, cuando uno está mal, no divierte.
 Además, ¿qué puede importaros que este barbero español al llegar a París tenga algunos contratiempos, ni mucho menos que la prohibición de su ministerio haya dado pábulo a las quimeras de mi imaginación? Los asuntos del prójimo sólo consiguen interesarnos cuando los nuestros no nos inquietan.
 Pero dejémoslo. ¿Marchan bien vuestras cosas? ¿Tenéis buen estómago, gran cocinero, mujer decente y reposo envidiable? Entonces, hablemos, hablemos: recibid a mi Barbero.
 Harto comprendo, señor, que han pasado ya aquellos tiempos en que guardaba mi manuscrito  reservadamente, imitando a la coqueta que más de una vez rechaza lo que está deseosa de obtener, y daba de él alguna lectura a personas selectas que sentían el deber de complacerme con un exagerado elogio de la obra.
 ¡Oh, qué días tan dichosos! Asegurado el aplauso por el lugar, el momento, el escogido auditorio y la magia de una lectura correcta, yo discurría rápidamente a través del débil fragmento, dando un acento especial a aquellos lugares más inspirados; después, recogía con la vista los elogios con falsa modestia y gozaba de un triunfo, tanto más dulce, cuanto ningún pícaro actor me arrebataba de él las tres cuartas partes.
 ¡Ah!, pero, ¿qué queda ahora de todo lo que arrastraba aquel zurrón? En el momento en que precisaría milagros para atraer vuestra atención, cuando ni la vara de Moisés serviría para ello, ni siquiera me queda como recuerdo el báculo de Jacob; ni el más ligero escamoteo, ni la trampa, ni la coquetería, ni la inflexión de voz, ni la ilusión teatral..., nada. Es mi talento, desnudo, el que vais a juzgar.
 No os extrañéis, pues, señor, si, templando mi estilo de acuerdo con la situación, no obro como esos escritores que se ufanan llamándoos con negligencia lector, amigo, querido lector, benévolo o devoto lector, o cualquier otro apelativo galante, que yo califico de incorrecto, con el cual esos insensatos tratan de entablar amistad con su juez, y que a menudo lo que consiguen es atraerse sus reproches. Estoy acostumbrado a ver que la adulación no convence a nadie y que sólo la humildad del que escribe sabe inspirar la indulgencia de su noble lector.
 Y, ¿qué escritor tuvo jamás necesidad de ella como yo? Es inútil disimular: hace tiempo, y en distintos momentos de mi producción, tuve la debilidad de ofreceros un par de modestos dramas; realmente, producciones monstruosas, ¿quién duda de ello?, si no hay nada que medie entre la tragedia y la comedia: esto está resuelto, lo dijo el maestro, la escuela lo proclama a los cuatro vientos; y yo, personalmente, estoy tan convencido de ello, que si hoy pretendiera sacar a escena a una madre envuelta en llanto, a una esposa engañada, a una hermana que ha incurrido en desliz o a un hijo desheredado, para ofrecerlos con decencia al público, tendría que empezar creándoles un país en el que pudieran moverse con libertad, acaso un archipiélago, o bien otro raro lugar del mundo; además de que lo inverosímil de la fábula, el abultamiento de caracteres, lo monstruoso de las ideas y la retórica del lenguaje, no sólo no me acarrearían reproches, sino que me conducirían al éxito.
 ¡Presentar personajes de mediana condición, agobiados y caídos en desgracia! ¡Qué disparate! Nunca se debe mostrarlos de otra manera, sino burlados. Los ciudadanos ridículos y los reyes tristes, he aquí todo el teatro que poseemos y todo el que se sabe representar; y lo doy por sabido, es una realidad que no quiero discutir más con nadie.
 Tuve en otro tiempo, señor, la debilidad de escribir dramas que no eran de buen género; estoy muy arrepentido.
 Acuciado después por los acontecimientos, me arriesgué en unas desafortunadas Memorias que mis enemigos no juzgaron de buen gusto, y de las cuales conservo un cruel remordimiento.
 Hoy pongo ante vuestros ojos una comedia muy alegre, la cual no consideran de buen tono algunos maestros de renombre; y no puedo en modo alguno consolarme.
 Tal vez un día me atreveré a herir vuestro oído con una ópera en la que los jóvenes dirán otra vez que la música no es del todo francesa, y por ello estoy avergonzado de antemano.
 De esta manera, entre faltas y perdones, errores y disculpas, pasaré mi vida persiguiendo vuestra indulgencia sólo por la ingenua buena fe con que reconoceré la una mientras os presento las otras.
En cuanto a El barbero de Sevilla, no es para corromper vuestro juicio por lo que adopto ahora aquí el tono respetuoso: pero se me ha asegurado con insistencia que cuando un autor sale del teatro, si bien desquiciado, vencedor, no le falta sino verse lisonjeado por vos y atacado en algunos periódicos para que pueda considerar que ha obtenido toda clase de laureles literarios. Mi gloria es segura si os dignáis concederme el lauro de vuestra aprobación, pensando que muchos señores periodistas no me negarán el de sus ataques.» 
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de A. Cardona. ISBN: 84-7530-307-2.] 
 

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