6.-Ritos de paso
«Los perros a la carrera son veloces y bellos y dan alcance a los rebaños en menos de un kilómetro y medio. Sus figuras oscuras se movían rápidamente entre las cebras y una cría que aún tenía el largo pelaje castaño protector se separó de la madre cuando un perro le lanzó una dentellada: la rodearon.
Una cebra de seis meses, que debe pesar unos ciento cuarenta kilos, es demasiado grande para que la derriben con facilidad animales escuálidos de unos dieciocho kilos cada uno. Los perros la acosaron dando vueltas a su alrededor. Uno de ellos le había hundido los dientes en el hocico negro, tirando con fuerza para mantener la cabeza de su víctima baja (es una costumbre de los perros, para compensar su ligero peso), y cuando la cría se revolvió furiosa, perdió el equilibrio y se cayó. Entonces la madre atacó, poniendo en fuga a la jauría, y cuando la cría se levantó como si estuviera ilesa, ambas corrieron hacia el rebaño. Pero los perros alcanzaron de nuevo a la cría, lanzándole dentelladas en las nalgas; ésta se paró en seco espontáneamente, con un leve rebuzno. Un perro le atenazó otra vez el hocico, apuntalando las patas y tirándole de la cabeza, mientras los otros le acometían por detrás y por debajo. Con el tirón del hocico, la cría abrió completamente la boca y emitió un último y breve sonido. De nuevo la madre arremetió contra los perros, y volvió a hacerlo otra vez, aunque ya parecía resignada a lo que estaba ocurriendo y pronto dejó de atacar. La cría cayó de rodillas, con el cuello aún estirado por el perro, sus entrañas destellaban levemente en la lluvia. Entonces el perro que le atenazaba el hocico la soltó y se reunió con los otros, y la cebra alzó la cabeza con las orejas tiesas y miró en silencio a la madre, que montaba guardia a su lado inmóvil. Estaban devorando viva a su cría entre sus patas y, misericordiosamente, ella no hacía nada. La cría se derrumbó entonces y los perros se arremolinaron sobre su vientre, todos menos uno que le arrancó un ojo mientras la cabeza se desplomaba en la hierba.
La madre dio la vuelta y se alejó, inadvertida. Concentrados en su presa, los perros no habían intentado morderla ni una sola vez. La cebra se fijó en el vehículo a unos veinte metros de distancia, lanzó un bufido, brincó a un lado y siguió su camino. El rebaño la esperaba, con los costados muy juntos, y las orejas alerta; cerca pastaban otros clanes de cebras. La familia de la cría se alejó en seguida con la madre, tratando de agarrar la hierba mientras deambulaban hacia el oeste.
Las patas extendidas de la cría se alzaban como palos de la serpenteante masa negra y moteada. Los perros se afanaban en su vientre, estirando las patas traseras. Agarraban un bocado, lo engullían y volvían a la carga, escalando el cadáver, con los rabos tiesos, como si todos los leones y las hienas de las llanuras se apresuraran ya para venir a quitarles su presa. Los trece lanzaban dentelladas a la carne, con las cabezas tan juntas que inevitablemente uno aulló, pero aun cuando dos ellos arrancaran el mismo jirón, no se oía un gruñido, sólo el húmedo sonido regular de los animales devorando la carne. Cuando se retiró el primer perro, relamiéndose, la caja torácica de la cebra ya estaba pelada. No habían transcurrido diez minutos desde que el animal había muerto. Entonces llegaron las hienas. Primero eran dos, que surgieron de la hierba lluviosa como montones de barro que hubieran cobrado vida. Avanzaban sin prisa; ni numerosas ni lo bastante hambrientas como para espantar a los perros. Luego eran cinco que formaban un semicírculo, amagando un poco. Un perro echó a correr para espantar a las más intrépidas, y entonces dos de las cinco, con la extraña velocidad que las convierte en mortíferas cazadoras por su cuenta, ahuyentaron a una sexta hiena (que al parecer no pertenecía a su clan) que había aparecido por el norte entre la lluvia crepuscular.
Concluida su comida, seis perros menearon las largas colas retozando y saludando; había luz suficiente para ver el rojo sobre sus manchas blancas. Los otros seguían comiendo y lanzando miradas a las hienas, y a medida que cada perro se daba por saciado y abandonaba la presa, se iba estrechando el semicírculo de hienas. El último perro les cedió el terreno sin un gruñido. Quedaban los cuartos delanteros, la cabeza, el pescuezo y todo el esqueleto. Los huesos de los animales de la llanura no suponen la menor dificultad para las potentes quijadas de las hienas. Los cascos, los huesos y la piel de lo que diez minutos antes eran los cuartos traseros de un joven equino veloz, rollizo y juguetón, yacían retorcidos en una bolsa rota y embarrada. Le brillaban los dientes y las blancas cuencas oculares. En la oscuridad, mientras las puntas de los rabos de los perros se alejaban danzando hacia el este, las figuras de las hienas se congregaron junto a los restos como una gran bestia nocturna hundiéndose lentamente en el barro.
Una vez vi a una hiena acercarse a un ñu que se salvó precipitándose en el centro de un rebaño despavorido; la hiena perdió el rastro de su presa cuando el rebaño se desbandó. El paso largo, rastrero y osuno de estos extraños parientes de los felinos es engañoso: una hiena puede correr en una hora sesenta y cinco kilómetros, que se considera la velocidad máxima de los veloces perros salvajes. Dicen que los guepardos llegan casi a los cien, pero tienen poca resistencia; yo vi a uno atacar a una gacela de Thomson, su presa habitual, y renunciar en los primeros cien metros. En cambio, las hienas perseguirán a su presa hasta alcanzarla; no hay escapatoria. Y son intrépidas en la oscuridad. Un hombre solo en los caminos nocturnos de África tiene menos que temer de los leones que de las hienas. En el cráter del Ngorongoro se invierten los papeles normalmente asignados a las hienas y a los leones. Son las hienas, que cazan de noche, quienes dan muerte a casi todas las presas, y los leones a quienes se ve junto a las presas durante el día son los carroñeros. Hans Kruuk ha descubierto que las hienas del cráter se dividen en clanes numerosos y que a veces estos ejércitos de hienas luchan de noche, y llenan el cráter con un estruendo infernal.
La historia natural de los mamíferos africanos es incompleta, incluso la de los más conocidos, y los que habitan en madrigueras, como el oso hormiguero, la hiena sudafricana y el pangolín, han eludido el escrutinio del hombre casi por completo. Ni siquiera se sabe qué especies cavan las madrigueras, que pueden ser ocupadas también por las hienas, chacales, mangostas, zorrillos de orejas de murciélago, puercoespines, ratelos o melívoros y, en temporada de cría, el perro de caza salvaje. Algunas madrigueras se excavan en la base de antiguos termiteros, que se alzan en la llanura como extrañas esculturas rojas de una civilización extinguida y olvidada. Las termitas son antiguas parientes de la cucaracha y después de las lluvias abandonan el termitero en el vuelo nupcial; enseguida se les caen las alas y hacen nuevas colonias allí donde caen a tierra. Si el hombre destruyera a las muchas criaturas que se alimentan de ellas, los termiteros llenarían todos los parajes. El pasado africano yace en el vientre de las termitas, que han devorado todos los vestigios de antiguas civilizaciones tropicales y que harán otro tanto con buena parte de la actual.»
[El extracto pertenece a la edición en español de José J. de Olañeta Editor, en traducción de Ángela Pérez. ISBN: 84-7651-741-6.]
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