I
«Del Pan era una institución en la prensa de Manila. Cuando salió El Avisador accedió a colaborar con cierta renuencia, pues a Del Pan no le acababa de gustar el periódico porque decía que "hablaba demasiado bien de los indios". Lo cierto es que del indio tenía Del Pan una muy pobre idea, y esto era archiconocido por todos cuantos lo leían o trataban. De él se contaban sabrosas anécdotas.
Recuerdo una personal. En cierta ocasión coincidí con Del Pan a la puerta de la sede del periódico, mientras ambos esperábamos un carruaje. Había dado yo un real a un galopín para que me fuera a buscar un coche. Hacía diez minutos de ello y todavía estábamos esperando en el mismo sitio. Del Pan, con su deje gallego, me dijo:
-Mire usted, desengáñese, y delo por perdido (se refería al real). No se puede confiar en esta gente. Le contaré un sucedido. Cuando llegué a Manila, hace de esto más de veinte años, mi primera diligencia fue ir al Gobierno General. A la puerta, y a pleno sol, había un indio en cuclillas. Su actitud de impasible indiferencia, típicamente oriental, no pudo menos que chocarme. Le observé un rato, haciéndome el distraído: no se movió. Subí, entregué algunas cartas, hablé con todos los empleados de Secretaría, y a las dos horas, cuando salí de aquellas oficinas, el mismo indio que había visto a la puerta... continuaba en su sitio, en la misma postura, con el mismo gesto, y tomando el mismo sol de justicia de dos horas antes. Desde entonces, formé opinión acerca de los indígenas, y hasta la fecha nada he visto que haya contribuido a modificarla.
Al cabo de un cuarto de hora llegó el chaval con el carruaje, excusándose por la tardanza. Entonces le pregunté a Del Pan si aquello no le movía a cambiar de opinión, y me contestó secamente:
-Una golondrina no hace verano.
Era de dominio público que Del Pan solía pasar todas las tardes por el Café del Oriente, donde tenía asiento una conocida tertulia de periodistas y hombres de letras. A la misma asistían personajes renombrados en el mundillo literario de la ciudad y otros menos o nada conocidos, pero con muchas ganas de hacer carrera al lado de los ingenios a cuya lumbre acudían cual moscones.
Del Pan oficiaba de pontífice máximo, y era respetado por todos los tertulianos, aunque por lo bajinis no se libraba de algún que otro venablo. Solía intervenir poco en la conversación, lo justo para hacerse notar o para dar su opinión cualificada que, por lo general, no era discutida. Su tema de conversación preferido era la Administración. Pasaba por ser un gran conocedor de los asuntos administrativos filipinos, a los que había dedicado algunas publicaciones. Se sabía de memoria leyes, decretos, ordenanzas, reglamentos y cuantas providencias se habían dictado en relación a la colonia en los últimos años. De estos áridos temas podía estar Del Pan hablando durante horas. Quizás por esto sus contertulios procuraban no salir a relucir estos temas, más que nada por no aburrirse demasiado. Del Pan solía abandonar la tertulia a las siete en punto de la tarde, y entonces se dirigía a la redacción de alguno de los periódicos en los que trabajaba.
Le gustaba también al veterano periodista ejercer de "protector" de jóvenes aspirantes a ganarse la vida con la pluma, y se jactaba de haber "descubierto" a varios de ellos, perfectamente instalados ya en diferentes frentes. Siempre tenía palabras de apoyo y de aliento y no dudaba en hacer valer su prestigio e influencias para avalar personalmente los trabajos de sus "protegidos". No había periodista en Manila que no le debiese algún favor.
Sabedor de sus costumbre, un día fui al Café del Oriente. A la salida me hice el encontradizo con él. Me presenté como empleado de la Compañía Trasatlántica, autor de unos modestos artículos (que él recordaba) y admirador de su labor periodística. Para romper el hielo comencé hablándole de algunas cuestiones administrativas del comercio marítimo. Como supuse, Del Pan entró al trapo al instante y durante un buen rato no volví a abrir la boca. Del Pan tenía que ir a la redacción de La Oceanía, pero, rompiendo su rutinaria costumbre, me invitó amablemente a que le acompañase a tomar una copa en el vecino Casino.
Entramos, fuimos al fumoir, nos sentamos, pedimos sendas copas de brandy y durante más de media hora estuvimos hablando amigablemente. En un momento determinado de la conversación me las arreglé para mencionarle los artículos de Tic-tic, y pedirle su parecer. Lo que me dijo fue más o menos lo siguiente:
-Usted conoce ya mi opinión sobre este país y sus habitantes, en especial los indios. Admito que soy de ideas fijas y me cuesta un triunfo aceptar otras que no coincidan con las mías. Sé, sin embargo, reconocer los méritos de los demás, siempre que estos respondan a una actitud sincera y honrada, por equivocada que sea. Por lo que no paso ni pasaré nunca son por las falsedades y mistificaciones, y a mí, querido amigo, los artículos de Tic-tic me suenan a falso, a engañoso. Quizás sus escritos seduzcan a algún carca de salón, o logren persuadir a algún despistado. En realidad, uno lleva ya muchos años viviendo en estas islas y ha visto desfilar por las páginas de los periódicos demasiados gacetilleros afanosos de notoriedad como para dejarse deslumbrar por unas cuantas frases más o menos brillantes. Y conste que en algún párrafo de Tic-tic asoma a veces, pocas en verdad, la razón, pero él mismo se encarga de quitársela en el siguiente. En pocas palabras: a mí Tic-tic me suena a puro camelo.
-¿Conoce usted personalmente a Tic-tic? -le pregunté a continuación.
-Si se refiere a si conozco al señor Suárez Calvo, que es a quien remiten los de El Avisador en el caso de que alguien se interese por Tic-tic, he de decirle que no tengo este gusto, dicho sea esto sin ningún tipo de sorna, pues ya sabe que, al margen de las ideas y de las formas de expresarlas, siempre he procurado seguir a cuantos escriben en los periódicos, colegas míos al fin y al cabo. Ahora bien, lo curioso del caso es que tampoco conozco a nadie que haya tratado o visto al señor Suárez Calvo, y esto, a fuer de sincero, me da mala espina. Tengo para mí que el tal señor Suárez no existe, o lo que es lo mismo, no es más que una pantalla tras la cual se esconde otra persona, de carne y hueso, aunque hoy por hoy no sé quién pueda ser. Que se trata de un montaje, estoy casi por jurarlo.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino. ISBN: 84-233-2480-X.]
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