jueves, 29 de marzo de 2018

La úlcera.- Juan Antonio de Zunzunegui (1900-1982)

«No fue malo el comienzo de la librería. Sus primeras ventas y alquileres entre empleados y obreros fueron numerosos. Tenía la obsesión de la cultura y de la ciencia y hacía gala de tener en sus estanterías las obras maestras del pensamiento y de la literatura universal. En las tabernas hablaba a los obreros y a los pescadores de los beneficios de la cultura y metió entre ellos a veces, sin cobrarles el préstamo, libros de política, de historia y de religión. Albergaba la ilusión de ver en seguida cultas y disertas aquellas pobres gentes que apenas sí sabían leer, y que los que sabían disfrutaban la cabeza enmohecida por tan larga dieta.
 Sin embargo, una cierta preocupación y hambre de lectura cundió entre ellos. El párroco y las fuerzas vivas del pueblo empezaron a intranquilizarse.
 "El americano" les habló en cierta ocasión del origen del hombre, y les hizo leer a algunos El origen de las especies, de Darwin. Bastó esto para que en seguida se empezase a decir por el pueblo que "el americano" aseguraba que todos veníamos del mono.
 Las beatas, al divisarle en la calle, hacían la señal de la cruz y pasaban a la otra acera por no tener con él el menor roce. 
 Su fama de hereje se extendió en seguida. Y su situación en el pueblo empezó a hacerse imposible. Vivía en el primer piso, sobre la librería, una viuda muy beata, y en cuanto estaban reunidos en tertulia los hombres pensantes del pueblo se fundían los plomos de la luz de toda la casa. Tenían que continuar la discusión con velas, y las ventas y alquileres disminuían. Aumentando, en cambio, con los apagones los robos de libros, que luego aparecían despedazados a la puerta de la tienda. Unos días que la viuda se fue al campo, a casa de unos parientes, "el americano" pareció respirar, pero, cuando menos lo esperaba, se encontró con los cielos rasos y los tabiques ablandados por el agua. Tuvo que retirar precipitadamente los libros de las estanterías ante el temor de que se le empapasen como bizcochos. En seguida fue toda la librería un charco. Subieron al piso de la viuda, derribaron la puerta y se encontraron con que al marchar había dejado recogidos los muebles y abiertas todas las fuentes.
 Pero el asunto se le puso francamente mal cuando le culparon de los ataques de enajenación que empezaron a darle a un zapatero de la calle de Castelar, hombre de ideas muy avanzadas, porque le encontraron un robustísimo volumen de la librería de préstamo, titulado El capital, de un tal Carlos Marx. Pero la situación para "el americano" se hizo ya imposible cuando "los niños de San Tarsicio" empezaron a organizar camorras delante de la tienda para, con el pretexto, tirarle en el local proyectiles blandos y odorantes. En dos o tres horas no había quien parase en cien metros a la redonda. Era un olor putrefacto y nauseabundo el de los proyectiles. Los preparaba un químico danés, muy amigo del párroco, para matar ratas en los barcos. Una bolita de éstas y escapaban los intelectuales y el dueño y las ratas..., y no escapaban los libros porque no podían. La tienda quedaba así abandonada y al garete, y en una semana nadie se atrevía a tocar ni un papel.
 Por entonces empezó a frecuentar la tertulia de "el americano" Pablito. Pablito era hijo único del más importante industrial de la región. Su padre tenía a la salida del pueblo la mejor fábrica de salazón de la provincia. Era un hombre muy rico, tanto como su hijo impertinente. Pablito estudiaba medicina en Valladolid con gran lucimiento. Inteligente y aprovechado, buena figura y un papá con millones, disfrutaba de generales antipatías en el pueblo. Pero es que él se las buscaba con una enfermiza fruición.
 -¡Ah, el placer de la impertinencia! -exclamaba-. En los pueblos pequeños la impertinencia es un deber y una obligación.
 Por eso, en cuanto la gente se puso frente a "el americano" tildándole de hereje, Pablito lo buscó, se hizo su inseparable y durante las vacaciones no salía de su tertulia y de su librería.
 Aquel verano en que los niños de San Tarsicio iniciaron su dolorosa campaña, Pablito cogió de un brazo a "el americano" y se lo llevó a ver al alcalde.
 Entró Pablito pegando gritos:
 -¡A ver dónde está ese baldragas!
 -Por Dios, don Pablo, que es la primera autoridad -le recordó el oficial mayor.
 -Eso es lo que debía ser y no es.
 Al fin, les pasaron ante la primera supuesta autoridad, que, asustada, no se atrevió a garantizarles el orden.
 Pablito salió rugiendo:
 -¡Estamos en manos del oscurantismo más beocio!
 "El americano", ya sin sangre, deploraba el día en que se le ocurrió poner tal chapuza.
 Pocos días después el dueño de la casa le anunciaba que, de seguir los alborotos frente a su tienda, se vería en la necesidad de despedirle.
 Una mañana recibió un aviso del señor párroco para que pasase por su casa. Se presentó en seguida. Era el párroco don Roberto un riojano cachazudo, lleno de merecimientos y virtudes, pero sin pelos en la lengua.
 -¿Qué andas, qué andas por ahí diciendo que si todos venimos del mono? -le soltó de buenas a primeras.
 -Aún hay clases, don Roberto, aún hay clases... Todos, no; algunos, sólo algunos. Pensar que ciertas personas puedan venir del mono es ofensivo para los monos.
 -Si tu pobre madre levantara la cabeza y te oyera estas patochadas...
 Se volvió y sacó un pitillo de una cajita que había sobre la mesa.
 -Anda, ten y siéntate.
 Se pusieron a fumar. 
 -¿Por qué no piensas en otro negocio distinto de ése de venta y préstamo de libros?
 -Ahora ya... después de que he metido ahí todo mi dinero...
 -Eso se podría arreglar..., piénsalo, anda... y me vienes a ver otro día.
 Se levantó, descolgó la teja y la capa de una percha y avanzó hacia la puerta.
 Salieron juntos a la calle.
 La gente les miraba un tanto extrañada. "El americano" iba vendido. Al llegar a la plaza intentó separarse.
 -¿A dónde vas?
 -A la tienda.
 -Acompáñame hasta la playa, que tengo que ver a un enfermo.
 Le hizo atravesar con él todo el pueblo.
 Aquella noche en la tertulia les planteó a los amigos el caso.
 -Tiene razón, don Roberto -le interrumpió Ramonchu-. ¿Qué necesitas tú meterte en libros de caballerías?... Todos los que habéis andado por la otra orilla venís con la preocupación del progreso y de la cultura, y la cultura no es que lo obreros y las gentes humildes lean...; ya ves, es más culto un campesino analfabeto de tierras góticas de Palencia que un obrero de las fábricas de salazón que lee El Capital, de Carlos Marx, y todos esos folletos religiosos y políticos que tú les estás dando para que se los traguen como pan bendito...»

 [El extracto pertenece a la edición en español de editorial Planeta, 1997. ISBN: 84-08-46086-2.]

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