«El padre Azueta oyó el estruendo de las descargas y no hizo un solo movimiento. [...] Azueta regresa a la plaza con el propósito de contar los cadáveres. Unas patas menudas de avispa le caminan las telas de los ojos. Los estrega con los huesos de las muñecas y por unos momentos queda ciego y mareado sin atreverse a dar un paso más. -¡Es este sol de mierda! -rezonga furioso, y a tientas, sumergido en un bolsón de flema, busca el brocal de la pila y se sienta. Lentamente, los cuerpos de los fusilados emergen de la claridad babosa que empieza a rodearlo. -El gordo se está hinchando y va a ser el primero que reviente mañana... además que hay algo extraño en la forma del cuerpo: una excrecencia canilluda y borrosa que le sale de la altura del vientre. Descubre que es un perro flaquísimo que se ha encaramado al cadáver y le lame la sangre de las tetas. Lo hace de una manera persistente y mecánica, indiferente a cuanto lo rodea, como si realizara aquel acto en un sueño. Lo aleja de una patada en las costillas y continúa examinando los cuerpos. -Sin cinco, pues; tendremos que abrir una zanja muy grande para echarlos... y hay uno que es casi un muchacho, de pantalones chutos, la cara tiznada de sucio, ha quedado con la boca abierta y una expresión de asombro en los ojos, que Azueta no consigue cerrarle, pues los párpados se le han hecho duros. Se pregunta por qué había sido todo aquello y encuentra la respuesta en un trozo de tabla que han clavado de un tronco. Las letras son apenas legibles, mal trazadas a dedo, valiéndose de algo borronoso que parece barro, "Moristeis por perros y traidores Gaguinche, templinche, amén".
[...]
Por la tarde se hallaba a horcajadas en una silleta de suela, con los brazos cruzados sobre el espaldar. Los ladrillos del corredor estaban manchados de barro y el patio destrozado, que ya había empezado a oscurecerse, despedía toda la fuerza imaginable que es capaz de producir un hedor a excrementos.
-Estuvieron aquí. A mí me llevaron hasta la ropa. Todo el día usted podía ver en ese patio a por lo menos diez hombres agachados, cagando. Mañana habrá que echarle tierra encima. Azueta recordó las filas de zamuros que había visto hacía un rato posados sobre los caballetes de las casas en todo el rededor de la plaza. Dos o tres picoteaban en las piedras del atrio y al verle escaparon renqueando.
-Sea como sea, hay que darle sepultura a esos cuerpos.
-¿Y por qué me lo vienen a decir a mí?
-Porque si usted da la orden a su gente, hasta se podría hacer esta misma noche.
El hombre que tenía delante, echado en un chinchorro que cuelga a lo ancho del corredor, se sentó y escupió a los ladrillos. Tenía la barba cana, el pecho hundido y flojo pinchado por tres verrugas negras.
-Yo ya no tengo gente. Se llevaron a todos los hombres útiles. Aquí no dejaron ni una pieza.
-Sería cosa de hacerlo nosotros mismos.
-¿Usted es pendejo o qué? -se levantó de un salto. Como se hallaba totalmente desnudo, su figura delgada y desteñida pareció crecer desmesuradamente-. ¿Para qué cree que fusilaron a esos zánganos y los dejaron ahí, a la intemperie? Porque quieren saber quiénes son los virotes facciosos que van a mover un pie para enterrarlos y entonces vuelven y les cortan a todos el pescuezo. Ya tendrán aquí quien les avise. Eso lo sabe todo el mundo. No le extrañe que por eso le hayan dado con la puerta en las narices.
-Pero esos hombres no eran nada.
-No eran nada, no; pero ahora por lo menos son algo; son muertos, ¿entiende? Nada somos nosotros, los vivos, así sean godos o andan con el maldito cuento de la patria.
-Mañana van a empezar a corromperse. Nadie va a soportar la peste.
-¿Usted cree que no? Pues vea cómo se metieron en mi casa y cada uno me dejó su montoncito de perfume. ¿Lo siente? Respírelo con fuerza; ¡vamos, Padre! Quién sabe si con el tiempo llegará a gustarle como a mí, pues de aquí en adelante para nosotros todo va a ser mierda.
-¡Vístase, por lo menos! -grita Azueta de pronto, levantándose junto con el estruendo de la silla que ha caído al suelo, sin saber ya por qué ha gritado semejante cosa, por qué la cara se le enciende y le tiemblan las manos y el viejo retrocede y la espalda le golpea en la pared.
-¿Por qué carajo me voy a vestir? ¿Por qué? ¡Lárguese, si quiere, zarandajo! -y empieza a dar vueltas alocadas por el corredor.
-Es peor de lo que se imagina -dice Azueta, que ha recuperado la calma y se esfuerza por apagar el tono de la voz-. Puede desatarse una epidemia, quién sabe; una verdadera mortandad.
-Moriremos unos y otros quedarán vivos -dice el viejo, echándose al cuadril un trozo de cobija sucia que ha levantado del chinchorro-. Por lo tanto, será cosa de suerte. Usted puede hacerlo, Padre. Busque quien le ayude. A usted no le van a cobrar ese entierro, suponiendo que ese sea su deber.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Cátedra. ISBN: 84-376-0344-7.]
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