martes, 6 de marzo de 2018

Intimidad.- Hanif Kureishi (1954)


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«Voy a dejar a esta mujer con dos niños pequeños. Tendrá que ocuparse de ellos ella sola. Mi presencia, por muy funesta que sea, tal vez le haya resultado tranquilizadora. Ahora trabajará, les comprará la ropa, les dará de comer y les atenderá cuando estén enfermos. Estoy seguro de que se preguntará, si no lo ha hecho ya, para qué sirven los hombres. ¿Cumplen alguna función útil en la actualidad? Fecundan a las mujeres. Y posteriormente a veces les mandan dinero. ¿Para qué más pueden servir los padres? No es una pregunta que se tuviese que hacer papá. En su época ser padre no era un problema. Él estaba allí para mandar, para guiar, para imponer disciplina y disfrutar de sus hijos. Nosotros teníamos la obligación de valorar su persona y ver las cosas desde su punto de vista. Si al crecer lográbamos ser como él, sólo que con más estudios, podíamos sentirnos satisfechos. Era un buen hombre. Él no se largó, aunque tal vez se le pasó por la cabeza hacerlo en alguna ocasión.
 Cojo la manta que hay en el respaldo del sofá y cubro con ella a mi hijo.
 De vez en cuando el niño me da patadas y puñetazos o me araña la cara con las uñas e intenta morderme. Me llama "bruto grandullón". Si le reprendo por hacerlo, se pone a lloriquear. Si me enfado, deja de respirar y se limita a boquear, como si le hubiera quitado la vida. Entonces me siento culpable, incapaz de soportar la idea de que el hombre al que más quiere en el mundo se ha vuelto contra él. Nos necesitamos el uno al otro, el bruto y el niño. Si me ausento durante varios días, viajando u holgazaneando en algún sitio, cuando veo niños de la edad de mis hijos en la calle o en un restaurante, siento el pánico de la separación y no entiendo por qué no estoy con mis propios hijos. Al regresar compruebo cómo han cambiado. No quiero perderme ni un momento de sus vidas. No sólo pensando en su futuro, sino en el presente, en este momento, que es lo único que tengo.
 Siempre pienso en ellos antes de quedarme dormido. Y ahora me voy a marchar.
 Sin embargo, los niños se muestran más agitados de lo habitual cuando Susan y yo estamos con ellos, como si nuestro frenesí fuese contagioso y ellos llorasen por nosotros. Quizá si continuáramos viviendo juntos, ellos soñarían con fugarse de casa. Susan quería enviar al pequeño a que "alguien lo vea". Yo le dije que cuando los progenitores se vuelven locos, envían a sus hijos al psiquiatra.
 -Eres tú quien se ha vuelto loco -me dijo ella-. Tus teorías son delirantes.
 Hasta nunca, zorra.
 Pero todavía hay una cosa con la que debo enfrentarme.
 Cuando me vaya, quiero que ella desaparezca de mi vida. Puede haber poco amor, pero los celos permanecen. Quiero vivir mi vida, pero no quiero que ella viva la suya. Cuando todo esto haya terminado -y hayan pasado, digamos, dieciocho meses- probablemente habrá otro hombre en esta casa. Quizá esté sentado donde ahora estoy yo. Mis hijos, cuando tengan una pesadilla, acudirán a él. Los niños, que enseguida aprenden nuestra forma de ser, son notoriamente promiscuos en sus afectos. Se sientan sobre las rodillas de cualquiera.
 Ese hombre les besará y los cogerá en brazos cuando se despierten. Tal vez los acueste y les cuente un cuento hasta que se duerman. Quizá tenga acento del norte. Quizá los anime a que sean hinchas del Arsenal. O tal vez pierda la paciencia y les dé un pescozón. Para entonces yo puedo haberme convertido en un extraño que esperará sentado en el coche a que ellos salgan de casa. Y mi hijo no recordará esta noche. Ninguno de los dos recordará a sus padres juntos. Ellos no recordarán nada de todo esto, yo en cambio nunca podré olvidarlo. Susan siempre los conocerá mejor que yo.
 En cualquier caso, espero que Susan acabe con un tipo rico. Aunque espero que no tenga una cola de pretendientes. Sin embargo, hasta la gente más grotesca folla e incluso se casa. Como dijo Joe Orton: "El matrimonio no excluye a nadie, incluso los freaks están en su lista."
 La psicóloga no dejaba de repetir: va usted a abandonar también a los niños, no se engañe al respecto. Yo quería gritar: ¡No, no, es a ella a quien abandono! Pero tuvimos a nuestros hijos los dos juntos, lo cual presuponía una confianza y una seguridad que ahora yo voy a romper.
 A veces siento lástima por los niños, que tendrán que quedarse aquí con ella. Yo me puedo largar, pero ellos no.
 Mi hijo duerme profundamente. Me encanta que me cuente sus sueños y comentarlos con él. Susan se mofa de mis pretensiones.
 Debería dormir un rato. Pero preferiría no acostarme en la cama. Hay pocas cosas más desoladoras que desnudarse en la oscuridad junto a una mujer que no se va a despertar por ti.
 A menudo, al pensar en volver a casa, se me sube la sangre a la cabeza y me presiona en las orejas y en los ojos, hasta que siento que mi cráneo está a punto de estallar, como un neumático demasiado hinchado. Cuando me pasa eso, me meto en algún bar mugriento y cojo una silla, o voy a casa de algún conocido, donde pueda meterle mano a la esposa del anfitrión. Una noche llegué tarde a una cena a la que me habían invitado. Como de costumbre, las mujeres estaban hablando de trabajo y los hombres de sus hijos. Tomé asiento y me pareció que lo mejor que podía hacer era beber. Las cosas se pusieron más interesantes cuando un amigo de mediana edad dejó caer sobre la mesa su cabeza elegantemente peinada. Su mujer, a la que había abandonado, no le dejaba ver a sus hijos y, en su opinión, los estaba volviendo en su contra. Además, ella se negaba a vender la casa en la que él tenía puesto todo su dinero. Iban a ir a juicio. Y mi amigo, con su nueva amiguita a su lado, decía que dudaba de si había valido la pena.
 La amiguita le replicó que él había dejado que sus hijos destruyeran su historia de amor. Era a él a quien ella quería, no a los niños que él había tenido con una mujer a la que no amaba.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de la editorial Anagrama, en traducción de Mauricio Bach. ISBN: 84-339-6894-7.]
 

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