viernes, 23 de marzo de 2018

Obras varias.- Jerónimo de Cáncer y Velasco (1599-1655)


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Vejamen que dio siendo secretario de la Academia

«Antes de ayer, estando yo en mi casa, aún no bien resuelto a admitir el oficio de secretario, llamó don Juan Vélez a mi ventana, y saliendo yo a ella, me dijo a muchas voces: "¡Bueno es, señor don Jerónimo, que le estén rogando a vuestra merced con el oficio de secretario y que no lo quiera ser! Admítalo, que todos se lo ruegan y nadie es tan a propósito para este ministerio como vuestra merced. Escriba y trabaje, pues Dios le dio buen entendimiento, pena de que se hará un castigo grande con vuestra merced". Y diciendo esto, me dejó con la palabra en la boca y se fue, dejándome en poder de mi mujer, que habiendo oído lo que don Juan Vélez me decía, embistió conmigo y me dijo: "¿No está cansado de ser pobre? ¿Por qué no acaba de ser secretario, pues Dios le dio entendimiento? ¿Viénesela la fortuna a casa y no la quiere? ¿No ve que tiene hijos para quien sea? ¿Por qué no acaba de aplicarse? ¡Que su flojedad nos tiene en el estado en que estamos! ¿Es mejor andarse haciendo coplitas?" Y diciendo y haciendo, empezó a quitar trastos de un aposento, diciendo: "Aquí puede tener el escritorio y el despacho mientras nos mudamos a casa mayor, que antes de un año, si Dios quiere y él es hombre, la tendremos propia". Yo empecé a sosegalla y ella, a enfurecerse, sin quererme oír el género de la secretaría; y mohíno con su ignorancia, tomé mi espada y mi capa, y me salí de casa; y al pasar por la de mi zapatero, que vive enfrente, que también había oído lo que don Juan Vélez me había dicho, me dijo: "¡Ah, señor don Jerónimo, sea para bien la secretaría! Ahora me parece que será tiempo de pagarme aquellos cuatro pares de zapatos, pues ha tanto tiempo que vuestra merced me los debe". Acabé de desesperarme y fuíme a dar con mi cuerpo, sin saber lo que me hacía, al Prado. Senteme debajo de un álamo, al mismo tiempo que un estudiante gorrón andaba paseándose por una de las calles del Prado, tomando muy recio de memoria versos de Virgilio; y más adelante estaban dos italianos hablando de la grandeza del reino de Nápoles y del gran socorro que había enviado a Su Majestad. Yo, que estas cosas las oía sin escuchallas, sin que me sirviesen de embarazo, al ruido de tanta variedad, me dormí, porque yo tengo grandísima facilidad en dormirme y en despertar, y lo hago en un abrir y cerrar de ojos. Y como los sueños son ecos monstruosos de las voces de los sucesos del día, y yo me llevé en la fantasía socorro de Nápoles, versos latinos y toda la Academia Castellana, empecé a soñar disparates. Pareciome que me hallaba en un campo dilatadísimo y junto a mí un hombre, que Dios me le deparó para hablar con él de aquella novedad. Vi que hacia la parte donde yo estaba, venía infinito número de gente, como que algún suceso improviso los había juntado allí, en el mismo ejercicio en que estaban; venían caminando con gran fatiga. De los primeros, el maestro Felices y don Juan de Veroaga, porque camino del Parnaso tanto anda el cojo como el corcovado. Traían sus arcabuces al hombro, aunque don Juan de Veroaga no sabía cuál era su hombro derecho. Y viéndolos impedidos y de aquella forma, dije entre mí: "Estos dos, sin duda, deben de ir a algún soto de alguna imagen devota, a caza de milagros". Pregunteles qué novedad les obligaba a peregrinar de aquella suerte, y el maestro Felices me respondió: "¡Cuerpo de Dios! Señor don Jerónimo, ahora se está vuestra merced con esa flema, cuando tienen puesto sitio al Parnaso los poetas latinos y italianos, y el padre Apolo ha enviado a pedir socorro a los poetas castellanos; y han mandado salir las noblezas y las milicias de la poesía. Ande vuestra merced, pues es leal poeta, véngase con nosotros, que esta redondilla podrá ser que le obligue a seguirnos:
Ande, que en esta jornada / no ha de faltar la comida,
que lleva bien proveída / la alforja mi camarada".
 Yo los dejé pasar, por quedarme a ver lo restante del tumulto que ocupaba el camino, y apenas me dejaron aquellos, cuando se acercaron a mí, envueltos en sudor y polvo, don Antonio Martínez y Luis de Belmonte. Hízome novedad el vellos juntos, y don Antonio Martínez me sacó de esta duda con esta redondilla:
"Con esa duda me enfadas. / ¿Quién el vernos estrañó?
Porque siempre hago yo / con Belmonte las jornadas".
 Traía Luis de Belmonte unos calzones muy largos, que casi le llegaban a los tobillos, y díjele que acortase de calzones porque no le embarazasen al manejo de las armas; y él me respondió: "Es un majadero y no lo entiende: nada llevo yo tan en favor de la batalla como los calzones largos, y si no, échelo de ver por esta redondilla:
 Confiado en mis calzones / me animo más y me atrevo,
que para esta guerra llevo / un tercio más de valones".
  Apenas pasaron estos, cuando vi junto a mí al licenciado Lobera; y antes que yo le hablase palabra, me dijo: "No estrañe vuestra merced el verme solo, porque nadie sigue el camino que yo sigo". "¿Qué puesto lleva vuestra merced en esta ocasión?", le pregunté. Y él me dijo que iba por espía doble a entrarse entre los poetas italianos y tomar noticias de todos. "Vuestra merced lleva un oficio muy peligroso -le respondí yo- y es imposible que dejen de conocelle y prendelle, y su mayor peligro es su macarronea, y la razón de esto la verá en esta redondilla:
 Con la italiana nación / arriesgado le confieso
que se la han de armar con queso / en viendo que es macarrón.
 Fuese sin hacer caso de mí, y al mesmo punto vi a Alfonso de Batres echando muchos votos y muchos porvidas; y decía de cuando en cuando: "¡Cercado el Parnaso de poetas latinos! ¡Juro a tal que es la mayor desvergüenza que se ha hecho en el mundo! ¡Cercado el Parnaso de poetas latinos!". Y yo le dije, al emparejar conmigo, que no sintiese tanto estas cosas. Y casi sin mirarme, tal era su coraje, pasó diciendo esta redondilla:
 "Romper quieren los divinos / fueros con armas y estruendo.
¿Qué es su intención? yo no entiendo / estos poetas latinos".
 Volví la cara y vi venir a un hombre que se las pelaba por caminar apriesa. Traía, a mi parecer, la cabeza colgada de la pretina y, sobre los hombros, una calabaza. Pareciome estraño el modo de caminar, y acercándose más, conocí que era don Francisco de Rojas, que la priesa no le había dado lugar de ponerse la cabellera. Y al pasar junto a mí, le dije:
 "La priesa al revés te pinta, / hombre, para caminar.
Yo siempre he visto llevar / la calabaza en la cinta".
 Pasó como un trueno don Francisco de Rojas y luego vimos junto a nosotros un hombre tan feo, que nos atemorizó. Y mi camarada, que hasta entonces no había hablado palabra, dijo "¡Válgame Dios, y qué cara tan endemoniada! ¿Quién es este hombre tan feroz?" "Éste es don Juan de Zabaleta -le respondí yo-. Es excelente poeta y es de los mayores; ha escrito muy buenas comedias, aunque le sucedió un desmán con la de Aun vive la honra en los muertos, que fue tan mala [...]". Pasó don Juan de Zabaleta y vimos venir con gran mesura, andando de medio lado, a un hombre.» 
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Prensas Universitarias de Zaragoza. ISBN: 84-7733-791-8.]
 

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