viernes, 9 de marzo de 2018

Juego de azar.- Slawomir Mrozek (1930-2013)


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El misántropo

«El compartimento estaba vacío. Me senté junto a la ventana y abrí un libro.
 Se oyó el estrépito de la puerta corredera. Entró un tipo con una maleta voluminosa. Volví a la lectura, pues no tenía ganas de trabar conversación con nadie. La pérdida de la intimidad ya representaba suficiente contrariedad.
 -Usted ocupa mi asiento.
 -¿Su asiento?
 -Compruébelo, por favor.
 Había olvidado en qué bolsillo había metido mi billete; por fin di con él.
 -Le corresponde el asiento número treinta y cuatro y éste es el asiento número treinta y nueve.
 Me senté enfrente. No quería dejar la ventana, porque tenía ganas de mirar el paisaje.
 -Su equipaje.
 -¿Qué equipaje?
 Señaló el portaequipajes.
 -Ah, se refiere a mi gabardina...
 -Según el reglamento, es el equipaje, ya que se encuentra en el lugar destinado al equipaje.
 Retiré la gabardina del portaequipajes. Con gran esfuerzo colocó allí su maleta aleccionándome al mismo tiempo sobre el hecho de que aquella parte del portaequipajes correspondía únicamente al pasajero autorizado a ocupar el asiento número treinta y nueve. El tren arrancó algo bruscamente. Me puse a mirar el paisaje.
 -Usted ha ocupado el asiento número treinta y ocho.
 Me di la vuelta; efectivamente, en el respaldo había una plaquita esmaltada con dicho número.
 -El asiento número treinta y cuatro está allí...
 Indicó el rincón junto a la puerta.
 -¿No es lo mismo? El compartimento está casi vacío.
 -Es una cuestión de principios.
 Podía escoger: o bien entrar en abierto conflicto con aquel maníaco, o bien sucumbir. En ambos casos, le daría satisfacción, aunque en cada caso sería una satisfacción de índole distinta. De modo que decidí abandonar el compartimento.
 Me levanté y por poco pierdo el equilibrio; el tren al acelerar tiró del vagón. La maleta situada encima de su cabeza se desplazó hacia el borde del portaequipajes. Entendí que debía esperar más acelerones.
 Sin decir palabra me cambié al asiento número treinta y cuatro, menos cómodo para mirar el paisaje, pero que en cambio ofrecía una mejor visión -en diagonal- de la maleta situada encima de la cabeza de mi compañero de viaje.
 El tren frenó y la maleta retrocedió hacia el fondo del portaequipajes. Empecé a dudar de si mis cálculos habían sido correctos ya que también había que tener en cuenta las frenadas. ¿No sería mejor abandonar el compartimento?
 -Sí, señor. Siempre hay que respetar los reglamentos -me aleccionó con aire triunfal.
 Eso fue determinante: decidí resistir. Al fin y al cabo, el tren aún no había alcanzado su velocidad máxima y podía tener esperanzas.
 Entorné los ojos. Aparte de la lectura y de la contemplación del paisaje, el tercer placer del viaje es el de dormitar. Pero yo no dormitaba, sino que de esta manera, por debajo de los párpados entornados, podía observar el portaequipajes sin llamar su atención, lo cual no era posible ni leyendo ni contemplando el paisaje.
 El cálculo resultó acertado. Poco a poco, pero sin parar, la maleta se iba desplazando hacia el borde del portaequipajes. Entre yo y su centro de gravedad se creó un vínculo de intensa comprensión. Se estaba acercando el momento.
 Y sin embargo, decidí darle una oportunidad. No por motivos humanitarios, ni aún menos por amor al prójimo. Sólo por curiosidad.
 -Parece que es usted partidario de los reglamentos. ¿Se puede saber por qué?
 Se animó; evidentemente, era su tema preferido.
 -Mire usted, los reglamentos son necesarios para que haya orden. Sin reglamentos no hay más que desorden.
 -Entonces le propongo una cosa: intercambiemos nuestros billetes. Y yo ocupo su asiento y usted el mío. No infringiremos el reglamento, puesto que los billetes no están emitidos a nuestro nombre, sino al portador. ¿Qué le parece?
 Durante un rato se quedó mudo de sorpresa.
 -Pero, ¿y a santo de qué?
 -Porque a mí me gusta estar junto a la ventana. ¿Y a usted?
 Esperé la respuesta. Si lo admitía estaba a salvo.
 -¡Pero el número treinta y nueve es mío!
 -Comprendo, sería una manipulación. Por su naturaleza, los reglamentos deben ser absolutamente rigurosos, pero esto no quiere decir que podamos manipularlos. ¿No es así?
 -Sí, por supuesto...
 -Es decir, que usted identifica los reglamentos con el destino.
 -¿Con qué?
 -Con el destino, con la providencia. Los reglamentos eliminan la arbitrariedad, es decir el azar, es decir el caos, por lo que son una manifestación del destino, la voz de la providencia.
 -Lo dice de un modo extraño.
 -Digo lo mismo que usted, sólo que utilizo palabras distintas. Usted dice: orden, yo digo: destino; usted dice: desorden, yo digo: caos; pero en el fondo es lo mismo. Así que los reglamentos encierran en sí algo divino. Ahora entiendo por qué son para usted tan sagrados.
 -Mire usted, los reglamentos son reglamentos y punto.
 -Perfecto -dije, y entorné los ojos en señal de que ya no había de qué hablar. Y de hecho así era.
 Cuando la maleta cayó, aquel tipo se precipitó al suelo alcanzado en la sien por su canto metálico. Pensé que se había desmayado y juro que no era lo que yo quería, sobre todo porque ahora no sabía qué hacer. ¿Cómo se reanima a un desvanecido? En fin, que era un fastidio... Al mirar perplejo a mi alrededor, vi el freno de seguridad provisto de la placa reglamentaria: "Accionar en caso de peligro." Existía el peligro de que si alguien no le prestaba los primeros auxilios, su estado se agravara. Lo accioné.
 El resultado fue que el tren tuvo un retraso de dos horas, lo cual provocó un caos en los horarios de toda la región. Sin embargo, esta transgresión del orden no sirvió de nada porque resultó que el tipo había muerto en el acto. Pero como yo había actuado siempre de acuerdo con el reglamento, no tenía nada que reprocharme.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de la editorial El Acantilado, en traducción de Bozena Zaboklicka y Francesc Miratvilles. ISBN: 84-95359-33-2.]

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