domingo, 18 de marzo de 2018

Los cien hermanos.- Donald Antrim (1958)


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«Entonces me apresuré a retroceder hacia el corredor principal. Creo que me había extraviado en un laberinto de Teólogos Liberales, Anticuarios y Bibliógrafos. El agua corría por el suelo como un arroyo y tenía los zapatos empapados. Además, tanta excitación estaba causando efecto en mi vejiga. No hay la menor duda de que cualquier sensación de agua en la piel intensifica el deseo de orinar. A lo largo de gran parte del siglo XVIII, los caballeros europeos gozaban del privilegio de aliviarse en las plazas públicas. Me bajé la cremallera y me la saqué. No hay nada como el éxtasis primitivo de mear en alguna parte al lado del baño. Para mí, es un acto de la categoría más elevada. Mear en la naturaleza o en algún rincón oscuro, como yo lo estaba haciendo, hace que te afloren a la conciencia ciertas versiones arcaicas del yo más secreto del hombre, esos aspectos del carácter y la identidad que, en la vida civilizada cotidiana, permanecen velados, disfrazados, herméticamente cerrados: el chapucero y narcisista yo físico de la infancia; el yo salvaje, magnífico, brutal de los comienzos de la humanidad prehistórica; el yo comunal, amoroso, expresado en el vínculo profundo de cada hombre con sus semejantes; y, por supuesto, el yo soberano, agresivo, fieramente territorial que profiere: "¡Vete de aquí! ¡Estoy meando!"
 Al experimentar tales emociones, era imposible no elevar el chorro y regar algunas obras maestras de la literatura.
 Por cierto, pude alcanzar títulos colocados en el tercer y cuarto estantes. Cuando has llegado a la madurez, como me sucede a mí, estas cosas importan.
 Me la sacudí y la guardé. Puesto que hablo con franqueza, debería decir que realicé el proceso genérico del hombre maduro cuando se la sacude: varios movimientos rápidos seguidos de un breve descanso y entonces más meneo, y todo ello repetido hasta que uno tiene la sensación de que está seco y cómodo. A medida que envejezco, observo que el tiempo dedicado a esas sacudidas es cada vez más largo, y siempre empleo ese tiempo para inquietarme por mi salud en general y por la probabilidad de que en el futuro, tal vez muy pronto, contraiga una enfermedad grave, presuntamente localizada en la región de la vejiga. De esta manera, un acto placentero y natural se convierte en el catalizador de sombrías reflexiones y de una depresión incipiente y en absoluto natural. Empezamos a concentrarnos en un acto gozoso o gratificante (puede ser una comodidad material o algo de complicada naturaleza emotiva, como una conversación estimulante o la inmersión solitaria en un poema, un bello paisaje o una obra de arte), y nos olvidamos, en ese momento de serenidad, de todo el dolor y la angustia de la vida. Hasta que, de repente, y por regla general, de una manera sorpresiva, este mismo olvido, este huidizo descanso de la preocupación, se convierte ni más ni menos que en una ocasión más de recordar lo infrecuente que es la felicidad y la probabilidad de que muramos de algún modo atroz. Entonces, disgustados con nosotros mismos por nuestra incapacidad de gozar la vida, interrumpimos la actividad placentera y, con tanta rapidez como nos es posible, pasamos a otras actividades. Era precisamente esta clase de desagrado hacia mí mismo provocado por el desánimo lo que hizo que me limitara a unas pocas sacudidas superficiales, por lo que cuando devolví el pajarito a su lugar bajo los pantalones, noté un goteo de orina por la pierna. Como siempre que me sucede esto, me enfurecí, me volví colérico e irracional. La noche era fría, y luchaba contra la desesperación.
 Sin embargo, la lucha era infructuosa.
 Me eché a llorar.
 Al principio lloré por mí mismo (por mi incontinencia, evidentemente), y luego por la totalidad de mi ridícula existencia y por la soledad que sentía, no sólo allí, en la sección de literatura a altas horas de una noche nevada, sino siempre, constantemente, desde la época remota en que empecé a ser consciente de mis sensaciones. Mientras lloraba, cada vez me sentía más solitario. Imaginé a mis hermanos, uno tras otro, las caras hinchadas y enrojecidas de mis hermanos, todos mis queridos hermanos, pero en particular Hiram, Virgil y Maxwell, los tres a los que más quería. Y también George. ¿Vería a George de nuevo alguna vez? Al cabo de un rato lloraba por la rosaleda y el antiguo esplendor de nuestros árboles y extensiones de césped, de aquellos verdes campos en los que jugábamos de niños. En esos juegos siempre salía alguien lesionado. En realidad, hacernos daño era el objeto del juego y esto me hizo llorar más y apreté el cojín azul contra mi pecho. [...] Creo recordar el rostro y la voz de nuestro padre, así como su mostacho. Le recuerdo de noche, en ropa interior, el vello de sus piernas, el olor en el baño cuando él salía. Recuerdo su desdicha y el temor que le causaba nuestra felicidad, y recuerdo que me decía: "¿Cómo está mi Doug?". Recuerdo sus olores corporales, el olor a tabaco, desde luego, a alcohol y colonia, a una colonia como lavanda que ya no usa nadie. Recuerdo el placer de verle entrar en la sala. Recuerdo ciertos relatos y chistes. La verdad es que me he olvidado de los relatos y los chistes, aunque sé que existieron. Recuerdo su convicción de que le odiaban, y el ruido de sus pisadas cuando andaba por la casa. Una y otra vez mis hermanos y yo nos hemos reunido para comer, beber y enterrar a ese hombre. Todo lo que hemos hecho siempre ha sido comer, beber y lesionarnos mutuamente. La tristeza de nuestra crueldad era más de lo que yo podía soportar. Las lágrimas se alzaban en oleadas desde el centro de mi cuerpo. [...]
 Pensaba estas cosas porque no me la había sacudido bien después de orinar. Qué degenerado era. Qué tristeza, llegar a esta etapa de la vida, cuando los actos más sencillos, unos actos que prometen placer, sólo dan acceso a terrores y una avasalladora sensación de pérdida.
 Sorbí por la nariz y me soné con el cojín azul. Tenía la sensación de que alguien estaba cerca de mí, que me vigilaban. ¿Acaso un hermano sigiloso me había visto meando sobre las olas de Hazlitt? Miré a mi alrededor y, a escasa distancia, en medio de un charco, vi a Gunner. No era más que el perro. Gunner sostenía un zapato entre sus afilados dientes.
 -¿De dónde has sacado eso? -le pregunté. El perro avanzó unos pasos, bajó la cabeza y dejó caer el zapato en un charco.
 Me arrodillé. Era una zapatilla de lona blanca, ya muy usada. Podía pertenecer a cualquiera. Gunner la había perforado con los dientes.» 
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, con traducción de Jordi Fibla. ISBN: 84-8310-143-2.]
 

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