jueves, 13 de mayo de 2021

Dile adiós a la Virgen.- José Abreu Felippe (1947)


Resultado de imagen de jose abreu felippe
5.-El adiós a la Virgen. Viernes 2 de diciembre de 1983


 «Pagaron su entrada en la taquilla (carísima) y se acomodaron en las butacas. Casi la mitad del espacio lo ocupaba el inmenso escenario; el resto, el patio de butacas (no había palcos, balcones ni nada parecido). Los espectadores se comportaban de una forma muy extraña, pues había un entra y sale desconcertante. La gente se levantaba y se iba. Nuevos grupos arribaban. Algunos se cambiaban de asiento continuamente. La parte buena era que Octavio y Carlos Miguel pudieron ir avanzando en su ubicación hasta alcanzar la primera fila donde tenían una vista soberbia del espectáculo. La dinámica de la representación era muy sencilla, los actores entraban a escena en cualquier momento y por cualquiera de las siete puertas (todas al fondo), ejecutaban un monólogo, generalmente breve (algunos preferían repartir octavillas con el discurso, otros no hablaban nada), y a continuación se suicidaban. Esto motivaba que en un momento dado hubiera siete personas matándose a la vez en escena, por diferentes métodos, lo que justificaba el movimiento del público hacia la actuación más interesante, en uno u otro ángulo. Los actores, antes de entrar, escogían la indumentaria que les apeteciera (estaba prohibido que entre ellos se ayudaran mutuamente a morir y mucho menos que se mataran los unos a los otros), sin importar época o lugar. Se aceptaba cualquier fantasía. En una esquina podía estar Romeo (sin Julieta) o Hamlet, junto a un vikingo; Ofelia codo a codo con Jerzy Kosinski; y Stefan Zweig de la mano de Gerard de Nerval (ahorcándose con la misma cuerda con la que sacaba a pasear a su cangrejo). Y muchos suicidas anónimos (los más) de todas las profesiones imaginables (siempre había más hombres que mujeres en escena, más jóvenes que viejos, más sanos que enfermos). La utilería era precisa y funcional: una horca, una miniguillotina (que el propio usuario podía accionar), pistolas, cuchillos, distintas clases de venenos (incluidas exóticas serpientes de importación), hornos y minihornos, balones de gas conectados a tiendas de campaña herméticas y transparentes (así y todo a veces se sentía peste a gas), un estanque artificial y montones de piedras, sables, bolsas de plástico (también de importación), entre otras delicadezas. Los tramoyistas (monjas disfrazadas) se dedicaban a retirar los cadáveres al final de cada unipersonal.
  En la esquina del escenario (cerca de la primera puerta), en un discreto trono (parecido a un altar) estaba ELLA, con la mirada perdida más allá de los cuerpos y las voces que se trucidaban. Como ajena. Ni siquiera prestó atención cuando dos jóvenes fornidos, disfrazados de japoneses (había también un grupo de samurais, anteriores a la llamada Era Meiji, en cola para matarse porque sus amantes les habían sido infieles), saludaron al público con una leve inclinación de cabeza antes de subir a la plataforma (que facilitaba la visión del espectáculo). Allí, uno de ellos (un émulo de Mishima), abrió un paquete de algodón y extrajo un enorme y compacto rollo (sin duda preparado con mucho amor) y sin mover un solo músculo de la cara comenzó a introducírselo por el culo, sin apuro, hasta desaparecerlo completamente (unas nueve pulgadas). Después se sentó sobre una esterilla y se abrió el kimono dejando al descubierto el vientre y parte de un hermoso pecho. La función del acompañante era puramente decorativa. En teoría, él funcionaba como su kaishaku-nin (el encargado de parar el sufrimiento cortándole la cabeza), pero como estaba prohibido por ley, sólo haría la pantomima, fingiendo que lo decapitaba. Mishima no habló nada ni repartió proclama alguna, sencillamente dobló varias veces su pañuelo blanco por la mitad de la hoja de la katana (era más refinado utilizar una espada en vez de cuchillo, daga o puñal), la alejó todo lo que pudo, respiró profundo y se golpeó el vientre por el lado derecho. La hoja entró limpiamente. Esperó unos segundos, acopiando fuerzas y luego comenzó a moverla hasta llevarla al otro extremo. A medida que la piel se abría, una mezcla de vísceras y sangre caía en su regazo. En ese instante el seppuku se consideraba concluido con dignidad y era cuando el ayudante debía cortar la cabeza, pero como no era posible, el joven siguió revolviendo la espada en su interior hasta que cayó hacia delante sin sentido (agonizando, pero no muerto todavía). El ayudante, que no era otro que un seguidor (y admirador furibundo) de Kawabata, hizo como que guardaba la espada –la gente por ese lado comenzó a aplaudir-, dando por concluido su papel en la ceremonia, y se dirigió con pasos firmes hasta la tienda de campaña, se introdujo en su interior y abrió la llave del gas para su performance. Murió sin aspavientos y tampoco hizo declaración alguna.
 Pero eso no era lo normal, algunos actores hasta se excedían en sus peroratas y eran abucheados, siendo forzados a los hechos, no las palabras (factum non verbum). Los había que recitaban poemas de despedida, unos llorones, otros patéticos. Un Nerón obeso consumió casi el tiempo límite asignado (quince minutos) para clavarse la daga en el cuello, repitiendo una y otra vez (en distintos tonos) el cansón ¡qué artista pierde el mundo! Una Cleopatra anoréxica no conseguía que su costosa serpiente le acabara de morder la teta, mientras Sócrates se bebía su cicuta mezclada con Havana Club (añejo siete años). Pancho Carrancho (disfrazado de su mujer) trataba de matarse clavándose siete palitos y un alfiler en la yugular. Sylvia Plath metía la cabeza en un horno y Anne Sexton gritaba que a la séptima va la vencida. La Hemingway (un travesti) se introducía su escopeta de dos cañones por su enorme ojo de culo, y valiéndose de los dedos de los pies, la disparaba, provocando un  reguero de sesos por el techo (ovación). Un Séneca, viejo y aburrido (con poco público) moría atragantado por su horrenda retórica, en medio de espasmos y estertores. Una Storni trataba de ahogarse en el estanque (cerca de la puerta tres) pero a cada rato sacaba la cabeza y tarareaba una estrofa de Alfonsina y el mar (música de Mercedes Sosa de fondo). A su lado una Virginia Woolf se llenaba los bolsillos de piedras y se lanzaba de cabeza. Un adolescente se ahorcaba, otro se daba candela (en una tina especial, por la puerta cinco). Una loca se tomaba una botella de salfumán (ácido clorhídrico). Otra, un pomo de cien pastillas de levomepromacina de 100 mg. Una Violeta Parra se cortaba las venas de ambas manos mientras cantaba Gracias a la vida. Un viejo con cáncer en la garganta se degollaba. Un divino Van Gogh (seis pies, veinte años, siete pulgadas y media) se mutilaba un güevo y una oreja, antes de dispararse debajo de la tetilla izquierda, tendido sobre una mala copia de Campo de trigo con cuervos (unas chiquillas histéricas en la primera fila se pusieron a llorar y a dar espeluznantes alaridos mientras tiraban sus prendas íntimas al escenario). Munch se ahogaba en un grito. Belmonte se clavaba un pitón. Una mujer se apuñalaba con saña. Un joven dijo que gozaba de excelente salud, amor correspondido, envidiable situación económica y que no lo podía soportar. Acto seguido se daba un aparatoso tiro en la boca.
Resultado de imagen de dile adios a la virgen Sin que Octavio y Carlos Miguel se hubiesen percatado, hacía rato que ELLA había descendido del trono y caminaba entre los cadáveres y los aspirantes a difuntos, aparentemente consolándolos, pues susurraba frases en sus oídos. Ahora bajaba del escenario y los conminaba a que la siguieran. Es hora de irnos, dijo. Caminaron en silencio hasta las afueras de la villa y así continuaron hasta la cima que estaba envuelta en una espesa neblina (como nube). Yo debí aprovechar esta oportunidad, probablemente única, para suicidarme, dijo Carlos Miguel. Tú no puedes entrar aquí, le contestó la mujer. Este trato debemos hacerlo nosotros dos solos. Octavio y yo. Pero no te angusties, que a la salida estaremos contigo. Tengo sueño, estoy mareado, dijo Carlos Miguel y se sentó junto a un ateje. ¿Alguien tiene un poco de hierba o alguna pastillita? Octavio y la mujer se alejaron adentrándose en lo gris. Esto parece la escena de la niebla en Amarcord, mira, hay hasta una vaca, ¿no? (tal vez el espectro de Ubre Blanca). Ella seguía en silencio, a unos pasos de él, como acallada por la tristeza. No se ve nada, no se oye nada, ¿qué clase de villa es ésta? Aquí no vive nada, todo está muerto. Dime, ¿acaso esto es la muerte? ¿Estoy muerto? De pronto, casi contra su nariz, entrevió una arcada de hierro y sintió mucho frío. Empujó la verja que cedió y empezó a subir unos peldaños de piedra. Después siguió una acera, vio (o creyó ver) edificios, árboles, una ventana.
 Ven y mira, le oyó decir a ELLA, ésta es la séptima y última villa. Octavio se acercó no sin cierto temor (un presentimiento que le aceleraba el pulso) y pegó los ojos al cristal. El olor era húmedo, pegajoso. El aire como una manta helada. ¿Dónde estaba el mar? Estaba seguro que por allí no había mar y el río o los ríos, y la montaña o las montañas, nada tenían que ver con la loma de Barrio Azul o las lomas de Sabanalamar. No lo olía, no lo sentía, y si no estaba el mar, si no lo había, ¿cómo podría entrar y escuchar y palpar a Dios? Tanto dentro como a su alrededor regía la niebla. Se frotó los ojos, un círculo de acero, como una aureola, se cernía sobre la cabeza de una sombra encorvada, dolorosamente familiar aunque irreconocible. Una sombra vieja y humillada que lo interrogaba. Esto es el fin, le pareció escuchar sin poder precisar el origen de los sonidos. Llevaba, sí , estaba casi seguro, una guayabera azul clarísimo y una fosforera con la forma manoseada de una mujer desnuda, un audífono, una caja de cigarros (no eran Populares), unos espejuelos de pasta carmelitosa, un cenicero blanco, Testamento maldito y Doce mil cabezas de Marcial Lafuente Estefanía (cuarenta y sesenta pesetas respectivamente) y una jaula con un pájaro (el pájaro tenía las alas extendidas pero acombadas, trataba de caminar buscando el equilibrio, parecía untado de algo pegajoso: era obvio que se estaba muriendo). Era medio verdoso y medio amarilloso, como los ojos de Macías. Una mujer, a su lado, acababa de ser aplastada por un auto y se miraba el pecho ensangrentado (sobre el asfalto la pulsera rota). Mira –escuchó una voz-, éstas son las medias que te compré por tu cumpleaños. Después la voz se apagó aunque la boca seguía modulando frases y los siete círculos comenzaron a flotar en la niebla. En su interior niños y adultos desterrados trataban de aferrarse en el aire, pero caían. Esto es el futuro por el que tanto has luchado, es tu futuro, dijo ELLA flotando sobre las dos aguas. Nada que ver con los tiempos jodidos ni con las monjas. Ahora era bellísima y con su mano hacía esfuerzos por abarcarlo todo mientras se esfumaba. Parecía decir adiós. Octavio cerró los ojos y los abrió cuando sintió que Carlos Miguel le tiraba del brazo:
 -Coño, ¡mira para adelante que te vas a destarrar!»

    [El texto pertenece a la edición en español de Edición de Julieta Lionetti, 2003, pp. 191-196. ISBN: 84-96071-13-8.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: