5.-El adiós a la Virgen. Viernes 2 de diciembre de 1983
«Pagaron su entrada en la taquilla
(carísima) y se acomodaron en las butacas. Casi la mitad del espacio lo ocupaba
el inmenso escenario; el resto, el patio de butacas (no había palcos, balcones
ni nada parecido). Los espectadores se comportaban de una forma muy extraña,
pues había un entra y sale desconcertante. La gente se levantaba y se iba.
Nuevos grupos arribaban. Algunos se cambiaban de asiento continuamente. La
parte buena era que Octavio y Carlos Miguel pudieron ir avanzando en su
ubicación hasta alcanzar la primera fila donde tenían una vista soberbia del
espectáculo. La dinámica de la representación era muy sencilla, los actores
entraban a escena en cualquier momento y por cualquiera de las siete puertas
(todas al fondo), ejecutaban un monólogo, generalmente breve (algunos preferían
repartir octavillas con el discurso, otros no hablaban nada), y a continuación
se suicidaban. Esto motivaba que en un momento dado hubiera siete personas
matándose a la vez en escena, por diferentes métodos, lo que justificaba el
movimiento del público hacia la actuación más interesante, en uno u otro
ángulo. Los actores, antes de entrar, escogían la indumentaria que les
apeteciera (estaba prohibido que entre ellos se ayudaran mutuamente a morir y
mucho menos que se mataran los unos a los otros), sin importar época o lugar.
Se aceptaba cualquier fantasía. En una esquina podía estar Romeo (sin Julieta)
o Hamlet, junto a un vikingo; Ofelia codo a codo con Jerzy Kosinski; y Stefan
Zweig de la mano de Gerard de Nerval (ahorcándose con la misma cuerda con la
que sacaba a pasear a su cangrejo). Y muchos suicidas anónimos (los más) de
todas las profesiones imaginables (siempre había más hombres que mujeres en
escena, más jóvenes que viejos, más sanos que enfermos). La utilería era
precisa y funcional: una horca, una miniguillotina (que el propio usuario podía
accionar), pistolas, cuchillos, distintas clases de venenos (incluidas exóticas
serpientes de importación), hornos y minihornos, balones de gas conectados a
tiendas de campaña herméticas y transparentes (así y todo a veces se sentía
peste a gas), un estanque artificial y montones de piedras, sables, bolsas de
plástico (también de importación), entre otras delicadezas. Los tramoyistas
(monjas disfrazadas) se dedicaban a retirar los cadáveres al final de cada
unipersonal.
En la esquina del escenario (cerca de la primera puerta), en un discreto
trono (parecido a un altar) estaba ELLA, con la mirada perdida más allá de los
cuerpos y las voces que se trucidaban. Como ajena. Ni siquiera prestó atención
cuando dos jóvenes fornidos, disfrazados de japoneses (había también un grupo
de samurais, anteriores a la llamada Era Meiji, en cola para matarse porque sus
amantes les habían sido infieles), saludaron al público con una leve
inclinación de cabeza antes de subir a la plataforma (que facilitaba la visión
del espectáculo). Allí, uno de ellos (un émulo de Mishima), abrió un paquete de
algodón y extrajo un enorme y compacto rollo (sin duda preparado con mucho
amor) y sin mover un solo músculo de la cara comenzó a introducírselo por el
culo, sin apuro, hasta desaparecerlo completamente (unas nueve pulgadas).
Después se sentó sobre una esterilla y se abrió el kimono dejando al
descubierto el vientre y parte de un hermoso pecho. La función del acompañante
era puramente decorativa. En teoría, él funcionaba como su kaishaku-nin (el encargado de parar el sufrimiento cortándole la
cabeza), pero como estaba prohibido por ley, sólo haría la pantomima, fingiendo
que lo decapitaba. Mishima no habló nada ni repartió proclama alguna,
sencillamente dobló varias veces su pañuelo blanco por la mitad de la hoja de
la katana (era más refinado utilizar una espada en vez de cuchillo, daga o
puñal), la alejó todo lo que pudo, respiró profundo y se golpeó el vientre por
el lado derecho. La hoja entró limpiamente. Esperó unos segundos, acopiando
fuerzas y luego comenzó a moverla hasta llevarla al otro extremo. A medida que
la piel se abría, una mezcla de vísceras y sangre caía en su regazo. En ese
instante el seppuku se consideraba
concluido con dignidad y era cuando el ayudante debía cortar la cabeza, pero
como no era posible, el joven siguió revolviendo la espada en su interior hasta
que cayó hacia delante sin sentido (agonizando, pero no muerto todavía). El
ayudante, que no era otro que un seguidor (y admirador furibundo) de Kawabata,
hizo como que guardaba la espada –la gente por ese lado comenzó a aplaudir-,
dando por concluido su papel en la ceremonia, y se dirigió con pasos firmes
hasta la tienda de campaña, se introdujo en su interior y abrió la llave del
gas para su performance. Murió sin aspavientos y tampoco hizo declaración
alguna.
Pero eso no era lo normal, algunos actores
hasta se excedían en sus peroratas y eran abucheados, siendo forzados a los
hechos, no las palabras (factum non
verbum). Los había que recitaban poemas de despedida, unos llorones, otros
patéticos. Un Nerón obeso consumió casi el tiempo límite asignado (quince
minutos) para clavarse la daga en el cuello, repitiendo una y otra vez (en
distintos tonos) el cansón ¡qué artista pierde el mundo! Una Cleopatra
anoréxica no conseguía que su costosa serpiente le acabara de morder la teta, mientras
Sócrates se bebía su cicuta mezclada con Havana Club (añejo siete años). Pancho
Carrancho (disfrazado de su mujer) trataba de matarse clavándose siete palitos
y un alfiler en la yugular. Sylvia Plath metía la cabeza en un horno y Anne
Sexton gritaba que a la séptima va la vencida. La Hemingway (un travesti) se
introducía su escopeta de dos cañones por su enorme ojo de culo, y valiéndose
de los dedos de los pies, la disparaba, provocando un reguero de sesos por el techo (ovación). Un
Séneca, viejo y aburrido (con poco público) moría atragantado por su horrenda
retórica, en medio de espasmos y estertores. Una Storni trataba de ahogarse en
el estanque (cerca de la puerta tres) pero a cada rato sacaba la cabeza y
tarareaba una estrofa de Alfonsina y el mar
(música de Mercedes Sosa de fondo). A su lado una Virginia Woolf se llenaba
los bolsillos de piedras y se lanzaba de cabeza. Un adolescente se ahorcaba,
otro se daba candela (en una tina especial, por la puerta cinco). Una loca se
tomaba una botella de salfumán (ácido clorhídrico). Otra, un pomo de cien
pastillas de levomepromacina de 100 mg. Una Violeta Parra se cortaba las venas
de ambas manos mientras cantaba Gracias a
la vida. Un viejo con cáncer en la garganta se degollaba. Un divino Van
Gogh (seis pies, veinte años, siete pulgadas y media) se mutilaba un güevo y
una oreja, antes de dispararse debajo de la tetilla izquierda, tendido sobre
una mala copia de Campo de trigo con
cuervos (unas chiquillas histéricas en la primera fila se pusieron a llorar
y a dar espeluznantes alaridos mientras tiraban sus prendas íntimas al
escenario). Munch se ahogaba en un grito. Belmonte se clavaba un pitón. Una
mujer se apuñalaba con saña. Un joven dijo que gozaba de excelente salud, amor
correspondido, envidiable situación económica y que no lo podía soportar. Acto
seguido se daba un aparatoso tiro en la boca.
Sin que Octavio y Carlos Miguel se hubiesen
percatado, hacía rato que ELLA había descendido del trono y caminaba entre los
cadáveres y los aspirantes a difuntos, aparentemente consolándolos, pues
susurraba frases en sus oídos. Ahora bajaba del escenario y los conminaba a que
la siguieran. Es hora de irnos, dijo. Caminaron en silencio hasta las afueras
de la villa y así continuaron hasta la cima que estaba envuelta en una espesa
neblina (como nube). Yo debí aprovechar esta oportunidad, probablemente única,
para suicidarme, dijo Carlos Miguel. Tú no puedes entrar aquí, le contestó la
mujer. Este trato debemos hacerlo nosotros dos solos. Octavio y yo. Pero no te
angusties, que a la salida estaremos contigo. Tengo sueño, estoy mareado, dijo
Carlos Miguel y se sentó junto a un ateje. ¿Alguien tiene un poco de hierba o
alguna pastillita? Octavio y la mujer se alejaron adentrándose en lo gris. Esto
parece la escena de la niebla en Amarcord,
mira, hay hasta una vaca, ¿no? (tal vez el espectro de Ubre Blanca). Ella
seguía en silencio, a unos pasos de él, como acallada por la tristeza. No se ve
nada, no se oye nada, ¿qué clase de villa es ésta? Aquí no vive nada, todo está
muerto. Dime, ¿acaso esto es la muerte? ¿Estoy muerto? De pronto, casi contra
su nariz, entrevió una arcada de hierro y sintió mucho frío. Empujó la verja
que cedió y empezó a subir unos peldaños de piedra. Después siguió una acera,
vio (o creyó ver) edificios, árboles, una ventana.
Ven y mira, le oyó decir a ELLA, ésta es la
séptima y última villa. Octavio se acercó no sin cierto temor (un
presentimiento que le aceleraba el pulso) y pegó los ojos al cristal. El olor
era húmedo, pegajoso. El aire como una manta helada. ¿Dónde estaba el mar?
Estaba seguro que por allí no había mar y el río o los ríos, y la montaña o las
montañas, nada tenían que ver con la loma de Barrio Azul o las lomas de
Sabanalamar. No lo olía, no lo sentía, y si no estaba el mar, si no lo había,
¿cómo podría entrar y escuchar y palpar a Dios? Tanto dentro como a su
alrededor regía la niebla. Se frotó los ojos, un círculo de acero, como una
aureola, se cernía sobre la cabeza de una sombra encorvada, dolorosamente
familiar aunque irreconocible. Una sombra vieja y humillada que lo interrogaba.
Esto es el fin, le pareció escuchar sin poder precisar el origen de los
sonidos. Llevaba, sí , estaba casi seguro, una guayabera azul clarísimo y una
fosforera con la forma manoseada de una mujer desnuda, un audífono, una caja de
cigarros (no eran Populares), unos
espejuelos de pasta carmelitosa, un cenicero blanco, Testamento maldito y Doce mil
cabezas de Marcial Lafuente Estefanía (cuarenta y sesenta pesetas
respectivamente) y una jaula con un pájaro (el pájaro tenía las alas extendidas
pero acombadas, trataba de caminar buscando el equilibrio, parecía untado de
algo pegajoso: era obvio que se estaba muriendo). Era medio verdoso y medio
amarilloso, como los ojos de Macías. Una mujer, a su lado, acababa de ser
aplastada por un auto y se miraba el pecho ensangrentado (sobre el asfalto la
pulsera rota). Mira –escuchó una voz-, éstas son las medias que te compré por
tu cumpleaños. Después la voz se apagó aunque la boca seguía modulando frases y
los siete círculos comenzaron a flotar en la niebla. En su interior niños y
adultos desterrados trataban de aferrarse en el aire, pero caían. Esto es el
futuro por el que tanto has luchado, es tu futuro, dijo ELLA flotando sobre las
dos aguas. Nada que ver con los tiempos jodidos ni con las monjas. Ahora era
bellísima y con su mano hacía esfuerzos por abarcarlo todo mientras se
esfumaba. Parecía decir adiós. Octavio cerró los ojos y los abrió cuando sintió
que Carlos Miguel le tiraba del brazo:
-Coño, ¡mira para adelante que te vas a
destarrar!»
[El texto pertenece a la edición en español de Edición de Julieta Lionetti, 2003, pp. 191-196. ISBN: 84-96071-13-8.]
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