La muerte de Ibn
Salam, marido de Leyli
«En todo punto
importante en una empresa / es necesaria la autoridad.
Todo lo que ocurre y nos acontece tiene su sentido, / pero a
veces es difícil reconocerlo.
En el movimiento de todo cuanto existe / se ven los niveles
de la creación.
El papel es una hoja de dos caras, / y también tiene dos
lados una diana.
De este lado la lista de tus pensamientos, / del otro la de
los acontecimientos.
Encuentra el escritor pocas plumas derechas, / unas y otras
bien se avienen cuando se encuentran.
Muchas flores hay, y tú las arrancas contándolas: / verás
cómo te clavas sus espinas.
Mucha hambre trae debilidad, / mas también puede traer salud
para el cuerpo.
Nunca la realidad y el deseo coinciden, / así que abraza lo
que te viene, que quizá sea para bien.
En general, ya que el mundo es así, / imagina que el vinagre
dulce es.
* * *
Leyli, que era la luz de los enamorados, / era
para sí dolor y para los demás tesoro.
Un tesoro guardado por una
serpiente, / un aro en su cuello la encarcelaba.
Aunque era gema de valor
incalculable, / estaba como la luna en la boca del dragón.
Vivía en esa estrecha tortura /
como la semilla del rubí en el corazón de la piedra.
Astutamente escondía su dolor, /
a los demás engañaba.
Su marido todos los días la
vigilaba / y sufría, mas agradecía.
En la conversación el ídolo
angelical / como un ángel se sentía en una trampa de acero.
Cuando el marido no estaba,
gemía, / mas al llegar el marido sus lágrimas se tragaba.
Quería de ese llanto visible /
recobrarse, mas no le alcanzaban las fuerzas.
Su pena oculta la consumía. /
¿Destruirse a sí mismo de quién es el deseo?
De la grandeza de su esposo y la
vergüenza de su familia / estaba como su cabello despeinada.
Como un desconocido que ha
desviado su camino / se erguía como una columna del cielo.
Tanto lloró por aquel lugar / que
del llanto no le aguantaron sus pies.
Como un ruido persiguiendo sus
oídos / se quedó atrapada en su grito lastimero.
Como la vela espabilada fuiste, /
tu llanto en sonrisa convertiste.
Este feo trato venía del mundo /
y esa belleza salada también lo padeció.
Hasta que el girar del mundo
descortés / volvió su trabajo evidente.
Su esposo, ante tanta lamentación
y dolor, / lejos del rostro de esa novia se mantuvo y enfermó.
De intentar unirse a la flor / se
marchó la salud de Ibn Salam.
En su cuerpo una ardiente fiebre
nació, / por su nariz el alma se le escapó.
De la joven se apartó, / la
botella de vino enhiesta se rompió.
El médico diestro en experimentos
examinó su pulso, / y como le conocía, comprendió su dolor.
Se sacrificaba por la
compatibilidad / preparándose para la unión.
El médico examinó su orina, le
introdujo brebajes / curativos al enfermo que apagaron poco a poco su incendio.
Cuando se aliviaron las cuitas de
la pasión / halló el camino hacia su
salud.
El enfermo un poco se recuperó, /
engordó a la vista de su observador.
Mas no se alejó de aquella maldad
/ y de las instrucciones no hizo caso.
La abstinencia no es sólo para
alejar lo nocivo: / tanto en la calma como en el desasosiego es conveniente.
En la calma piden reposo / y en
el llanto piden auxilio.
Cuando con el tiempo mejoró la
ardiente fiebre, / la abstinencia se acabó.
Otra vez se convirtió la fiebre
en la compañera de la respiración, / la enfermedad ida retornó.
Aquel cuerpo, que a la primera
herida se desplomó, / el resto de sus heridas al viento entregó.
El barro que aguantó la primera
enfermedad / abajo se vino al volver la dolencia.
[…]
Como un terremoto lo sacudió, / y
la pared derribada se tambaleó.
Rugió un nuevo terremoto / y la
pared derribada se derrumbó del todo.
Cada día varias veces ese joven
debilitado / respiraba alejándose más de la salud.
Cuando su aliento ya no cabía en
su pecho, / su espíritu huyó como un cristal por una piedra golpeado,
y se dispersó como el viento en
sus manos. / Así se libró del mundo su vida torturada.
Él se marchó y nosotros nos
iremos, y nadie quedará, / que el préstamo que el mundo entrega luego se cobra.
Del mundo si un préstamo incluso
mínimo pides, / ¡tómalo en serio y teme su devolución!
¡Procura devolverlo / hasta
librarte de ese peso,
no te descuides con esa deuda, /
cuida tu cuerpo y tieso como un clavo tenlo!
¡Por tu propia vida rompe la
cadena / con tus alas, cual pájaro que huye de una torre!
Toda la tierra y los cuatro
elementos, / no el cielo, son como tu armadura. Las estrellas, como mil clavos.
Contra la espada de la muerte
luchamos, / caemos al fin sin podernos levantar.
Cada mañana del cielo seductor /
sobre todo el mundo el fuego cae,
que la mañana y la noche, llenas
de fuego y dolorosas, te muestran / que el mundo no es otra cosa sino un templo
de fuego que humo esparce.
Este sea tu aprendizaje: saber
que este lugar / es un templo de fuego del cual humo se eleva.
[…]
Leyli, apartada por fin del
marido que no alcanzó su ilusión, / saltó de su encierro como la cebra de la
trampa.
De su partida consideró las
ventajas, / mas era su marido y se entristeció.
Se olvidó de sus ganancias / y a
escondidas recordaba a su Amor.
Se arrancaba los cabellos por su
compañero, / mas por el otro era la multitud de su padecimiento.
Lágrimas por su Amigo derramaba,
/ el marido muerto era una excusa.
Las lágrimas que eran para su
marido / en el camino hacia el Amigo cobraron su sentido.
Su cubierta era para su marido, /
su interior todo Amor por su Amado.
La tradición árabe dice que en el
luto de viuda / no muestre la mujer su rostro a nadie.
Al año un par de veces a la
puerta de casa se sentaba, / mas ella a nadie y nadie a ella veía.
Se lamentaba como debía hacerse,
/ mientras recitaba versos para su corazón.
Leyli con la excusa de su duelo /
de personas vació su tienda.
Y como es costumbre marcada para
el duelo, / se sentó frente a frente con la pena.
Como excusa ya tenía para gemir,
/ el silencio apartó de su entorno.
A cuenta de su luto levantaba / a
los sietes cielos gritos y lamentos.
Valientemente se mostraba fuera
de sí, / a bofetadas hacia por calmarse a sí misma.
Suspiraba tal y como se deseaba,
/ y al fin sus miedos y peligros apartó de su camino.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sígueme, 2010, en
traducción de Mohammad Kangarani, pp. 168-172. ISBN: 978-84-301-1737-6.]
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