Segunda parte
VII
«“Para la construcción elegimos un lugar, en
lo alto de una colina. Bendito porque asiste al nacimiento del sol. Bendito
porque lo rigen constelaciones favorables. Bendito porque en su entraña removida hallamos la raíz de una ceiba.
Cavamos, herimos a nuestra madre, la tierra. Y
para aplacar su boca que gemía, derramamos la sangre de un animal sacrificado:
el gallo de fuertes espolones que goteaba por la herida del cuello.
Habíamos dicho: será la obra de todos. He aquí
nuestra obra, levantada con el don de cada uno. Aquí las mujeres vinieron a
mostrar la forma de su amor, que es soterrado como los cimientos. Aquí los
hombres trajeron la medida de su fuerza que es como el pilar que sostiene y
como el dintel de piedra y como el muro ante el que retrocede la embestida del
viento. Aquí los ancianos se descargaron de su ciencia, invisible como el
espacio consagrado por la bóveda, verdadero como la bóveda misma.
Ésta es nuestra casa. Aquí la memoria que perdimos
vendrá a ser como la doncella rescatada a la turbulencia de los ríos. Y se
sentará entre nosotros para adoctrinarnos. Y la escucharemos con reverencia. Y
nuestros rostros resplandecerán como cuando da en ellos el alba”.
De esta manera Felipe escribió, para los que
vendrían, la construcción de la escuela.
VIII
El día de Nuestra Señora de la Salud amaneció
nublado. Desde el amanecer se escuchaba el tañido de la campana de la ermita, y
sus puertas se abrieron de par en par. Entraban los indios trayendo las
ofrendas: manojos de flores silvestres, medidas de copal, diezmos de las
cosechas. Todo venía a ser depositado a los pies de la Virgen, casi invisible
entre los anchos y numerosos pliegues de su vestido bordado con perlas falsas
que resplandecían a la luz de los cirios. El ir y venir de los pies descalzos
marchitaban la juncia esparcida en el suelo y cuyo aroma, cada vez más débil,
ascendía confundido con el sudor de la multitud, con el agrio olor a leche de
los recién nacidos y las emanaciones del aguardiente que se pegaba a los
objetos, a las personas, al aire mismo. Otras imágenes de santos, envueltos a
la manera de las momias, en metros y metros de yerbilla, se reclinaban contra
la pared o se posaban en el suelo, mostrando una cabeza desproporcionadamente
pequeña, la única parte de su cuerpo que los trapos no cubrían.
Las mujeres, enroscadas en la tierra, mecían a
la criatura chillona y sofocada bajo el rebozo, e iniciaban, en voz alta y
acezante, un monólogo que al dirigirse a las imágenes que la tela maniataba y
reducía a la impotencia, adquiría inflexiones ásperas como de reprensión, como
de reproche ante el criado torpe, como de vencedor ante el vencido. Y luego las
mujeres volvían el rostro humilde ante el nicho que aprisionaba la belleza de Nuestra
Señora de la Salud. Las suplicantes desnudaban su miseria, sus sufrimientos,
ante aquellos ojos esmaltados, inmóviles. Y su voz era entonces la del perro
apaleado, la de la res separada brutalmente de su cría. A gritos solicitaban
ayuda. En su dialecto, frecuentemente entreverado de palabras españolas, se
quejaban del hambre, de la enfermedad, de las asechanzas armadas por los
brujos. Hasta que, poco a poco, la voz iba siendo vencida por la fatiga, iba
disminuyendo hasta convertirse en un murmullo ronco de agua que se abre paso
entre las piedras. Y se hubiera creído que eran sollozos los espasmos
repentinos que sacudían el pecho de aquellas mujeres si sus pupilas, tercamente
fijas en el altar, no estuvieran veladas por una seca opacidad mineral.
Los hombres entraban tambaleándose en la
ermita y se arrodillaban al lado de sus mujeres. Con los brazos extendidos en
cruz conservaban un equilibrio que su embriaguez hacía casi imposible y
balbucían una oración confusa de lengua hinchada y palabras enemistadas entre
sí. Lloraban estrepitosamente golpeándose la cabeza con los puños y después,
agotados, vacíos como si se hubieran ido en una hemorragia, se derrumbaban en
la inconsciencia. Roncando, proferían amenazas entre sueños. Entonces las
mujeres se inclinaban hasta ellos, y, con la punta del rebozo, limpiaban el
sudor que empapaba las sienes de los hombres y el viscoso hilillo de baba que
escurría de las comisuras de su boca. Permanecían quietas, horas y horas,
mirándolos dormir.
No había testigo para estas ceremonias hechas
a espaldas de la gente de la casa grande. Los patrones se hacían los
desentendidos para no autorizar con su presencia un culto que el señor cura
había condenado como idolátrico. Durante muchos años estos desahogos de los
indios estuvieron prohibidos. Pero ahora que las relaciones entre César y los
partidarios de Felipe eran tan hostiles, César no quiso empeorarlas imponiendo
su voluntad en un asunto que, en lo íntimo, le era indiferente y que para los
indios significaba la práctica de una costumbre inmemorial. Pero en la noche,
que era cuando César asistía al rezo del último día de la novena, acompañado de
toda la familia, ya no debería haber ni una huella de los acontecimientos
diurnos. Las imágenes envueltas en yerbilla serían guardadas de nuevo en
el lugar oculto que era su morada
durante todo el año. La juncia pisoteada se renovaría por cargas de juncia
fresca. Y los cirios consumidos serían reemplazados por otros cirios de llama
nueva, de pabilo intacto. Pero ahora, en el recinto de la ermita, los indios, momentáneamente
libres de la tutela del amo, alzaban su oración bárbara, cumplían un rito
ingenuo, mermada herencia de la paganía. Torpe gesto de alianza, de súplica,
petición de tregua hecha por la criatura atemorizada ante la potencia invisible
que lo envuelve todo como una red.
Zoraida se paseaba, impaciente, por el
corredor de la casa grande. De pronto se detuvo encarándose con César.
-¿Esos indios van a estar aullando como batzes
todo el santo día?
César tardó, deliberadamente, unos minutos
antes de desviar los ojos de la página del periódico que estaba leyendo por
enésima vez. Respondió:
-Es la costumbre.
-No. ¿Ya no te acuerdas? Los otros años se
iban al monte, donde no los oyéramos, lejos. Pero ahora ya no nos respetan. Y tú
tan tranquilo.
-Conozco el sebo de mi ganado, Zoraida.
-No se atreverían a hacer esto si Felipe no
estuviera soliviantándolos.
César suspiró como quien se resigna y dobló el
periódico. El tono de Zoraida exigía más atención que la vaga y marginal que estaba
concediéndole. Como para explicarle a un niño, y a un niño tonto, César
contestó:
-No podemos hacer nada. Estas cosas con, ¿cómo
diré?, detalles. Te molestan. Pero si los acusas ante la autoridad no
encontrarían delito.
Zoraida enarcó las cejas en un gesto de
sorpresa exagerada.
-¡Ah, habías pensado recurrir ante la
autoridad!
Y luego, sarcástica:
-Es la primera vez. Antes arreglabas tus
asuntos tú solo.
César azotó el periódico contra el suelo,
irritado.
-Tú lo has dicho: antes. Pero ¿no estás viendo
cómo ha cambiado la situación? Si los indios se atreven a provocarnos es porque
están dispuestos a todo. Quieren un pretexto para echársenos encima. Y yo no se
lo voy a dar.
Zoraida sonrió desdeñosamente. La intención de
esta sonrisa no pasó inadvertida para César.
-No me importa lo que opines. Yo sé lo que
debo hacer. Y deja ya de moverte que me pones nervioso.
Zoraida se detuvo, roja de humillación. César
nunca se había permitido hablarle así. Y menos delante de los extraños. Su
orgullo quería protestar, reivindicarse. Pero ya no se sentía segura de su
poder delante de este hombre y el miedo a ponerse en ridículo la enmudeció.
Matilde había asistido, con una creciente
incomodidad, a la escena entre sus primos. Sin musitar siquiera una disculpa se
puso en pie para marcharse. Ernesto la miró ir y casi dio un paso para
seguirla. Pero la frialdad de Matilde lo paralizó. Ella no quería hablar con
él. Había estado esquivándolo desde hacía días. Desde aquel día.
-¿Qué piensas, Ernesto?
La pregunta de César lo volvió bruscamente a
la realidad. Alzó los hombros en un ambiguo ademán. Pero César no se conformó
con esta respuesta y añadió:
-Yo digo que hay que ser prudentes. Sólo a una
mujer se le ocurre meterse de gato bravo.
Zoraida fue hasta la silla que había
desocupado Matilde y se sentó. Se arrugaría su vestido nuevo. Y esta
certidumbre le produjo una amarga satisfacción.
-Los prudentes parecen más bien miedosos.
Ernesto lo dijo con malevolencia. Pero César
apenas se irguió un poco para preguntar.
-¿No saben las últimas novedades?
Y luego, como los otros callaban:
-Claro, encerrados aquí no pueden enterarse.
Pero yo lo he visto cuando voy a campear. Los indios levantaron un jacal en la
loma de los Horcones.
-¿Para la escuela?
-¿Y con qué permiso?
Eran Ernesto y Zoraida arrebatándose el turno
para hablar. A César le gustó el efecto que había producido con sus palabras y
entonces volvió a reclinarse en la hamaca.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2004, en
edición de Dora Sales, pp. 236-241. ISBN: 84-376-2181-X.]
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