lunes, 31 de mayo de 2021

El cielo en llamas.- Mario de Sá-Carneiro (1890-1916)


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El hombre que detenía los momentos


 «¡El instante, el instante!
 No sé cómo es posible que los demás, que desconocen mi secreto, mi arte, puedan soportar la vida. No lo sé.
 Yo estaba muriendo de nostalgia cuando una noche de quimera vencí; realmente vencí, a fuerza de ansia, y encontré la más hermosa de las artes perdidas. Yo sólo la reconstruí. Fue un recuerdo lejano –de qué, lo ignoro- muy lejano, de más allá del sueño tal vez, lo que me mostró el secreto. Lo desperté, no lo fui. Y tengo, verdaderamente tengo en mis manos –puedo gritarlo- la vida que ante todos, hasta los más felices, hasta los más poderosos, se escabulle, se deshace sin remedio, dolor tras dolor.
 Vivir momentos grandiosos, tener cuerpos magníficos, labios imperiales, y la gloria que nos unge en aureolas ascendentes… ¿es eso la felicidad? ¡Mentira! Porque todo pasa, todo se desvanece tan rápido como el tiempo. Y sufrimos la nostalgia: la nostalgia de lo que fue –la menos cruel, porque ya lo sabemos-, la nostalgia de lo que será –de lo que desconocemos-, la nostalgia de lo presente, que percibimos con claridad, y por eso mismo se convierte en la nostalgia más violenta.
 El hombre más feliz que puede haber es en realidad un mero receptor de cuentas que se escabullen cada día entre sus manos, mientras ve a sus hijos morir de hambre. Y así, entre los dedos del hombre afortunado camina la belleza, es cierto, pero no permanece; minuto a minuto se desliza en un escalofrío alucinante. E incluso si la belleza vuelve, si ese hombre tiene alma, si es un artista, los ojos se le llenarán de lágrimas, entristecido por lo que pasó y ya no volverá, simplemente porque ya ha sucedido.
 La vida, sí, la vida, es una estrella encantada, multicolor, de la lámpara mágica de mi infancia. Sobre la sábana en la que extendíamos el meteoro fantástico se proyectaba inconscientemente, apuntando nuevas formas, nuevos colores, y, como no podía creer en su mentira, yo trataba, en vano, de fijarlo sobre la tela lanzando mis manos fascinadas para atraparlo, para entrelazar la maravilla que se escabullía vertiginosamente y no era más que luz que alcanzaba mis dedos, luz movediza, ilusión deshecha…
 Al igual que la vida: la vida no se puede tocar, es únicamente brillo, es sólo imagen fugitiva. Pues lo que fue no se puede reproducir: así sucede con los besos, así con el sol, ni siquiera con los tropiezos; nada vuelve a tener lugar. Y un secreto no se repite.
 ¡Qué grande sería aquel que consiguiera realizar la vida! ¡Dar forma, existencia, a todos los momentos hermosos, dorados de angustia –y en cualquier caso, grandes, perceptibles…- que han existido en algún momento! Para ese hombre la vida tomaría nuevas dimensiones, sería altura, vértigo, ella que es únicamente superficie…
 Alzar la vida, sí, alzarla a almenas de oro y bronce, adornarla con mirtos, si queremos, y poderla tocar… dar consistencia a las pompas de gas fantástico, a la espuma rubia del champán… ¡haber tenido y tener! ¡Gloria máxima! ¡Apoteosis!
 Pues bien -¡vuelos de triunfo!- en esto reside mi secreto; éste es mi arte, mi arte perdido que, admirablemente, recuperé.
 ¡Sí! Yo edifico la vida en ansias eternizadas. Tomo de ella lo que he sentido y lo alzo: lo bello, lo doloroso, lo real o lo falso.
 Así, si una tarde me ha atrapado violentamente la sensación de haber olvidado un gran amor que nunca he tenido, ese instante extraño, perturbador, equívoco, lo logré fijar: esculpí, lo tengo. Sé verlo, volver a sentirlo, como quien hojea un libro que ya ha leído, pero que puede volver a leer.
 Gracias a mi secreto, hojeo la existencia; la hojeo realmente, no me limito a evocar, muerto de nostalgia, sus páginas rasgadas. Y es que para los demás, las páginas de la vida no son más que páginas que se han rasgado después de leerlas.
 Y ¿cómo alzar el instante, cómo hacerlo perdurable?
 De mil maneras, como de mil maneras ejecuta su arte el artista de genio. El artista de genio; no dije el Dios. Dios crea. Y yo, lo destaco con tristeza, a pesar de que mi arte edifica la vida, no puedo hacerla vivir: el instante dorado puedo palparlo, volver a verlo, besarlo una vez más, pero no puedo -¡ah, no puedo!- hacer que le broten otras alas de fuego. Únicamente los demás perdieron todo –el alma y el cuerpo de las horas-. Yo, si perdí las almas, tengo lo cuerpos para recordar intensamente. Embalsamé el instante.
 Eso es todo.
 No resucito. Petrifico.

 Una de mis obras mejor trabajadas –no digo de las mejores, pero sí de las más conseguidas- fue la fijación de un año en una gran capital, dentro de mí, para siempre.
 ¡Yo sentía, amaba tan lúcidamente aquel suelo ultracivilizado!
 Cuando sentía una gran amargura, un tedio mortal, al constatar la pérdida irremediable y definitiva de mi existencia, volcaba con atención mi mirada fuera de mí mismo y, frente al río latino que se deslizaba entre los puentes, tumultuosamente iluminados, frente al ruido urbano y alejado que era la partitura del movimiento, mirando los candelabros afilados, litúrgicos, que iluminaban aquella vida inmensa, me poseía un orgullo alto, un júbilo infinito, por vivir en aquella capital asombrosa. Más aún. Porque, en una ampliación del alma, yo la vivía verdaderamente –tanto era el amor, tal vez la puerilidad, que me sutilizaba en aquella tierra, nostálgicamente.
 Y, como era inevitable, fatal, acabar perdiéndola, decidí construirla, inalterable, en mi alma.
 De este modo comencé a fijarla, emoción tras emoción, poco a poco, pues era enorme –como quien prendiese con alfileres, lentamente, cuidadosamente, una gran pieza de tela.
 ¡La petrifiqué, sí, en mi corazón, capital del ansia; la completé para mi sentir de puntos de referencia, de rastros áureos a través de maravillas! ¡La tengo, la tengo!
Resultado de imagen de el cielo en llamas mario de sa-carneiro He aquí el inicio de mi labor:
 En un barrio tradicional vivía un amigo al que muchas veces visitaba, premeditadamente.
 En la misma pensión vivían algunas muchachas del norte, de aquellas razas rubias que yo tanto quiero y, entre ellas, una que me provocaba más nostalgia, rubia también, y eslava, de esa tierra rusa en la que, extrañadamente, vive algo de mí.
 Hablábamos los dos, lejanos y banales, con una conversación que, no obstante, era agradable y fácil, gracias a los nombres de los mismos artistas apreciados, las mismas obras admiradas, que, por momentos, nos permitían reconocernos.
 Esa criatura amable, tan heráldica para mi sensibilidad, era valiosísima para mí como uno de los muchos vértices en los que asentaría la capital deificada. Y entonces, una noche, le pedí que leyera algunos de mis versos: su voz de encantamiento agitó durante unos instantes una lengua misteriosa para ella, una lengua del sur que, en aquel lugar, sólo yo podía comprender…
 Ella había hablado sólo para mí, y nunca más, nunca más, repetiría las palabras que había murmurado sólo para mí.
 Mis versos eran dorados… su boca también era dorada…
 Pero no fue todo:
 Un día mi amigo vino a buscarme con una rosa en la mano, diciendo que había ido a despedirse de ella, que se había marchado para siempre. Y, al salir, se dejó la rosa que ella le había dado, esbelta y ágil, al saltar al tren. Puse la rosa olvidada en un vaso de agua…
 Al día siguiente, como mi amigo no había venido a reclamarla, corté el tallo de la flor –que, sin duda, habían apretado sus manos- y algunos pétalos marchitos. Encerré estos pobres restos en un gran sobre que cerré posteriormente, y escribí en él su nombre sonoro, fluido y ebrio.
 Quien me hubiera visto, habría pensado: un recuerdo amoroso, y quien me hubiera oído explicar los detalles, me diría: “Usted obra así, amigo mío, por una ternura inconfesada. En el fondo, créame, lo que pasa es que usted llegó a amar un poco a esa muchacha lejana, viajera fugaz en su vida. Enternecimiento, dolor, abatimiento, nostalgia, y nada más, se lo aseguro”.
 ¡Engaño, engaño! Para mí, esa criatura no era más que un personaje, agradable, sin duda, pero espiritualmente anónima entre la muchedumbre; una extraña como tantas otras. Simplemente, me había servido como amable figurante de un escenario, de un tiempo de mi vida, que, por su hermosura, yo quise retener. Y, más tarde, al revivir la pobre historia de la rosa –enternecido, es cierto- al recitar los poemas que su boca leyó armoniosamente, al ir a buscar en mis cajones el sobre en el que quedó algo de ella –algo que puedo palpar, que puedo destruir- lo reconstruiré todo en torno a la ciudad magnífica. Y una noche, si quisiera hacerlo, rasgaré el sobre, abatiré un instante de mi ciudad. Esta es la mayor prueba de que lo viví, de que lo tuve: sólo quien posee puede destruir.
 La suma de un gran número de instantes retenidos es lo que produce la edificación perdurable de una época, de un paisaje, dentro de nosotros, y gracias a este y otros detalles, conseguí construir con momentos una maravillosa escultura urbana: leyendo letreros en las calles, decorándolos, besando los árboles de los jardines, palpando la tierra de los caminos, mirando rincones ignorados, ascendiendo altas columnas…
 Pero tuve que luchar con la excesiva realidad y con el exceso de cosas aprendidas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en traducción de Juan José Álvarez Galán, pp. 233-239. ISBN-13: 978-84-935382-5-5.]

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