Coloquio de un filósofo con la mariscala de ***
«Crudeli:
Señora Mariscala, ¿hay algún bien en este mundo que carezca de inconvenientes?
Mariscala:
Ninguno.
Crudeli:
¿Y algún mal que carezca de ventajas?
Mariscala:
Ninguno.
Crudeli:
¿Qué llamáis, pues, mal o bien?
Mariscala:
El mal será lo que tenga más inconvenientes que ventajas; y el bien, por el
contrario, lo que tenga más ventajas que inconvenientes.
Crudeli:
¿Tendrá la señora mariscala la bondad de acordarse de su definición de bien y
mal?
Mariscala:
Me acordaré. ¿Le llamáis a eso una definición?
Crudeli.
Sí.
Mariscala:
¿Es, pues, filosofía?
Crudeli:
Excelente.
Mariscala:
¡Resulta que he hecho filosofía!
Crudeli:
Así que estáis persuadida de que la religión tiene más ventajas que
inconvenientes; ¿y es por eso por lo que la consideráis un bien?
Mariscala:
Sí.
Crudeli:
Por mi parte, no dudo de que vuestro intendente os robe un poco menos en
víspera de Pascua que pasadas las fiestas; y que de vez en cuando la religión
impida numerosos pequeños males y produzca pequeños bienes.
Mariscala:
Poco a poco, termina por ser mucho.
Crudeli:
¿Pero creéis que los terribles estragos que ha causado en tiempos pasados, y
que causará en los futuros, se vean suficientemente compensados por esos
jirones de ventajas? Pensad que ha creado y que perpetúa la más violenta
antipatía entre las naciones. No hay un musulmán que no imagine hacer una
acción agradable para Dios y el santo Profeta exterminando a todos los
cristianos, que, por su parte, no son mucho más tolerantes. Pensad que ha
creado y que perpetúa en un mismo país divisiones que raramente se acaban sin
efusión de sangre. Nuestra historia nos ofrece recientes y funestos ejemplos.
Pensad que ha creado y que perpetúa en la sociedad entre los ciudadanos, y en
la familia entre los parientes, los odios más fuertes y constantes. Cristo dijo
que venía a separar al esposo de la mujer, a la madre de sus hijos, al hermano
de la hermana, al amigo del amigo; y su predicción se ha cumplido con sobrada
fidelidad.
Mariscala:
Eso son abusos, pero el asunto no es ése.
Crudeli:
Es ése, si los abusos son inseparables de él.
Mariscala:
¿Y cómo vais a demostrarme que los abusos de la religión son inseparables de la
religión?
Crudeli:
Muy fácilmente: decidme, si un misántropo se hubiera propuesto causar la
desdicha del género humano, ¿qué habría podido inventarse mejor que la creencia
de un ser incomprensible respecto al cual los hombres no pudiesen entenderse
jamás y al que concediesen más importancia que su propia vida? Pues bien: ¿es
posible separar de la noción de una divinidad la incomprensibilidad más
profunda y la importancia mayor?
Mariscala:
No.
Crudeli:
Sacad la conclusión.
Mariscala:
Concluyo que es una idea que tiene consecuencias en la cabeza de los locos.
Crudeli:
Y añadid que los locos siempre han sido y serán la mayoría; y que los más
peligrosos son los que la religión origina y de los que los perturbadores de la
sociedad saben siempre sacar buen provecho, llegada la ocasión.
Mariscala:
Pero es preciso que haya algo que espante a los hombres de las malas acciones
que escapen de la severidad de las leyes; y, si destruís la religión, ¿con qué
la sustituiréis?
Crudeli:
Aunque no pudiese poner nada en su lugar, siempre sería un terrible prejuicio
menos; sin contar con que, en ningún siglo ni en ningún país, han servido las
opiniones religiosas de base a las costumbres nacionales. Los dioses que
adoraban los antiguos griegos y los antiguos romanos, la gente más honrada de la
tierra, eran la canalla más disoluta: un Júpiter como para quemarlo vivo; una
Venus como para encerrarla en el Hospital, y un Mercurio como para llevarlo a
Bicêtre*.
Mariscala:
¿Y creéis que es completamente indiferente que seamos cristianos o paganos;
que, si fuésemos paganos, no valdríamos menos, y que, siendo cristianos, no
valemos más?
Crudeli:
A fe mía, que estoy convencido de ello, con la salvedad de que seríamos un poco
más alegres.
Mariscala:
Eso no puede ser.
Crudeli:
Pero, señora mariscala, ¿acaso hay cristianos? Nunca los he visto.
Mariscala:
¿Y eso es a mí a quien se lo decís, a mí?
Crudeli:
No, señora, no es a vos; es a una de mis vecinas, que es honrada y piadosa como
lo sois vos, y que se creía cristiana con la mejor fe del mundo, como vos os
creéis.
Mariscala:
¿Y le hicisteis ver que se equivocaba?
Crudeli:
En un instante.
Mariscala:
¿Cómo os las arreglásteis?
Crudeli:
Abrí un Nuevo Testamento, del que se había servido mucho, pues estaba muy
usado. Le leí el Sermón de la Montaña y, a cada artículo, le preguntaba:
“¿Hacéis esto? ¿Y esto? ¿Y esto otro?” Fui todavía más lejos. Es bella, y
aunque muy honesta y devota, no lo ignora; tiene la piel muy blanca, y aunque
no conceda gran precio a esta frágil ventaja, no se enfada si se la elogian;
tiene el pecho tan hermoso como es posible tenerlo y, aunque es muy modesta, le
gusta que se den cuenta de ello.
Mariscala:
Mientras que no sean más que ella y su marido los que lo sepan…
Crudeli:
Creo que su marido lo sabe mejor que ningún otro; pero para una mujer que se
precia de gran cristianismo eso no basta. Le digo: “¿No está escrito en el
Evangelio que quien ha deseado a la mujer de su prójimo ha cometido adulterio
en su corazón?”
Mariscala:
¿Os respondió ella que sí?
Crudeli:
Le digo: “¿Y el adulterio cometido en el corazón, acaso no condena tan
ciertamente como el adulterio más condicionado?”
Mariscala:
¿Os respondió ella que sí?
Crudeli:
Le digo: “Y si el hombre se condena por el adulterio que ha cometido en su
corazón, ¿cuál será la suerte de la mujer que invita a todos los que se le
acercan a cometer ese crimen?” Esta última pregunta le resultó embarazosa.
Mariscala:
Comprendo; resulta que no velaba demasiado rigurosamente ese pecho que tenía
tan hermoso como es posible tenerlo.
Crudeli:
Es cierto. Me respondió que era una cuestión de usanza; ¡como si no fuese la
usanza más común proclamarse cristiano y no serlo!; que no había que vestirse
ridículamente, ¡como si pudiera compararse el hacer un miserable pequeño
ridículo con su condenación eterna y la de su prójimo!; que se dejaba vestir
por su costurera, ¡como si no valiese más cambiar de costurera que renunciar a
su religión!; que era un capricho de su marido, ¡como si un esposo fuese lo
suficientemente insensato como para exigir de su mujer el olvido de la decencia
y de sus deberes, y una verdadera cristiana debiese llevar la obediencia a un
esposo extravagante hasta el sacrificio de la voluntad de su Dios y el
desprecio de las amenazas de su Redentor!
Mariscala:
Sabía de antemano todas esas puerilidades; quizá os las hubiese dicho como
vuestra vecina; pero tanto ella como yo habríamos actuado ambas de mala fe.
Pero, ¿qué partido tomó, después de vuestra filípica?
Crudeli:
Al día siguiente de esta conversación (era un día festivo) subía yo a mi casa,
y mi devota y bella vecina bajaba de la suya para ir a misa.
Mariscala:
¿Vestida como de costumbre?
Crudeli:
Vestida como de costumbre. Le sonreí, me sonrió; pasamos uno junto a otro, sin
hablarnos. ¡Una mujer honrada, señora mariscala!, ¡una cristiana!, ¡una devota!
Después de este ejemplo, y cien mil otros de la misma especie, ¿qué influencia
real puedo concederle a la religión sobre las costumbres? Casi ninguna, y mejor
así.
Mariscala:
¿Cómo que mejor?
Crudeli:
Sí, señora; si le diese a veinte mil habitantes de París por conformar
estrictamente su conducta al Sermón de la Montaña…
Mariscala:
Pues bien, habría unos cuantos pechos hermosos mejor cubiertos.
Crudeli:
Y tantos locos que el teniente de policía no sabría qué hacer con ellos, pues
nuestros manicomios no bastarían. Hay en todos los libros inspirados dos
morales: una general y común a todas las naciones, a todos los cultos, y que es
más o menos seguida; otra, propia de cada nación y de cada culto, en la que se
cree, que se predica en los templos, que se preconiza en las casas y que no se
sigue ni poco ni mucho.
Mariscala:
¿Y de dónde proviene esa cosa tan rara?
Crudeli:
De que es imposible doblegar a un pueblo a una regla que no conviene más que a
unos cuantos hombres melancólicos, que la han calcado de su carácter. Sucede
con las religiones como con las
constituciones monásticas, que todas se relajan con el tiempo. Son locuras que
nada pueden contra el impulso constante de la naturaleza, que nos vuelve a
poner bajo su ley. Y haced que el bien de los particulares esté tan
estrechamente unido al bien general que un ciudadano apenas pueda dañar a la
sociedad sin dañarse a sí mismo; asegurad a la virtud su recompensa, tal como
habéis asegurado a la maldad su castigo; que, sin ninguna distinción de culto,
en cualquier condición que el mérito se encuentre, conduzca a los grandes
puestos del Estado y no contéis con otros malvados que con un pequeño número de
hombres, a los que una naturaleza perversa, que nada puede corregir, arrastra
al vicio. Señora mariscala, la tentación está demasiado próxima y el infierno
demasiado lejano: no esperéis que valga la pena que un sabio legislador se
ocupe de un sistema de opiniones extravagantes, que sólo se le imponen a los
niños, que estimula al crimen por la comodidad de las expiaciones; que envía al
culpable a pedir perdón a Dios de la ofensa hecha a los hombres y que envilece
el orden de deberes naturales y morales, subordinándolo a un orden de deberes
quimérico.
Mariscala:
No os comprendo.
Crudeli:
Me explico; pero me parece que ahí está la carroza del señor mariscal, que
vuelve muy pronto para impedirme decir una tontería.
Mariscala:
Decid, decidme vuestra tontería, que no la oiré; estoy acostumbrada a no oír
más que lo que quiero.
Crudeli:
(Me acerqué a su oído y le dije muy bajo:) Señora mariscala, preguntad al vicario de
vuestra parroquia cuál de estos dos crímenes, mear en un vaso sagrado o
mancillar la reputación de una mujer honrada, es más atroz. Se estremecerá de
horror con el primero, gritará que es sacrilegio; y la ley civil, que apenas
toma consideración de la calumnia, mientras que castiga el sacrilegio con la
hoguera, acabará de embrollar las ideas y de corromper los espíritus.
Mariscala:
Conozco a más de una mujer que tendría escrúpulo en comer carne en viernes y
que… ya iba yo también a decir mi tontería. Continuad.»
*Al Hospital solían ser llevadas las
prostitutas públicas; Bicêtre era un penal. [N. del T.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: