La enfermedad de leer
Agua negra
«La prevención hacia la lectura nos parece cosa
del pasado, pero no lo es. Cierto es que ya nadie dice que la lectura trastoque
el entendimiento, pero no es menos cierto que en estos tiempos en que “el fomento de la lectura” forma parte del proyecto cultural de cualquier estado,
la vieja desconfianza rebrota en la denuncia de que la lectura de determinados
libros fomenta la estupidez del público, estropea el gusto o incrementa la
alienación individual o colectiva. No hace falta recordar aquí que la censura,
en sus formas más burdas o más sutiles,
sigue siendo una constante de nuestro mundo y no sólo en áreas
culturales “de retraso” democrático o
ligadas a regímenes fundamentalistas. Se trata ahora de intentar averiguar de
dónde puede surgir esa prevención hacia la lectura, sobre todo de novelas, que
no deja de convivir junto a la pretensión –políticamente correcta- de que “leer
nos hace más libres”. Esa prevención, más extendida de lo que parece, la
alimentan sobre todo dos tipos de mentalidades: las que piensan que el peligro
de la lectura reside en la lectura misma, que conllevaría un peligro
“intrínseco”; y las que piensan, más o menos explícitamente, que ese peligro
atañe a determinados lectores insuficientemente preparados, a los que la
lectura de todos o determinados libros, sobre todo novelas, resultaría dañina.
Quizás sea conveniente rememorar aquí algunos
aspectos de lo que viene llamándose Historia de la lectura, no tanto para
atender las cuestiones de carácter sociológico –quiénes han leído, cuántos han
leído, qué han leído- como para esclarecer las posibles relaciones entre la
lectura y las condiciones en que tiene lugar.
Pero antes parece casi insoslayable detenerse
en el paradigmático texto del Fedro
de Platón, en el que Sócrates vierte su personal opinión sobre “los males de la
lectura”. Cuenta Sócrates como el dios Theuth –el dios Thot de la historia de
Naneferkaptah- encomiaba el arte de las letras al faraón Thamus diciéndole que
“este conocimiento, oh Faraón, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos,
pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. El
faraón le responde: “¡Oh artificisísimo Theuth! A unos les es dado crear arte,
a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de
él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas,
les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que
producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya
que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de
caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es,
pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio.
Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad.
Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos
conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente
ignorantes y difíciles, además, de tratar, porque han acabado por convertirse
en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad”.
Poco más adelante, el mismo Sócrates le dice a
Fedro que “el que piensa que ha dejado un arte por escrito y, de la misma manera,
el que lo recibe como algo que será claro y firme por el hecho de estar en
letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Thamus,
creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un
recordatorio de aquellas cosas sobre las
que versa la escritura”.
Vemos que Sócrates no sólo advierte contra la escritura –y por tanto
contra la lectura- en cuanto que ésta erosiona la memoria, sino también porque
puede crear una falsa experiencia –una memoria ajena que se tomaría como
propia-, además de señalar cómo la escritura y la lectura, tienden a
sobrevalorar el valor de las palabras (escritas, leídas). Todavía insistirá
Sócrates en que otro de los peligros de las palabras escritas –“escribirlas en
agua, negra por cierto, sembrándolas por medio del cálamo”- reside en su
incapacidad para responder a cualquier interrogación que se les haga: “Si se
les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios”. Dicho de otro
modo: lo que Sócrates señala al respecto es la unilateralidad de la palabra
escrita, frente a la multilateralidad o capacidad para el diálogo de la palabra
oral. No resulta difícil asociar esta prevención socrática a todas las reservas
que, desde instancias de todo tipo –la pedagogía, la psicología, la
epistemología-, se han venido achacando a los medios audiovisuales, y más
concreto a la televisión, en tanto medio o vehículo de conocimiento que por sus
propias características fomentaría un modo de conocimiento pasivo, irreflexivo,
lábil y superficial. Reservas que la sociedad letrada subraya en su defensa del
libro y de la lectura como técnicas y tecnologías más favorables para la
construcción de una conciencia crítica, ya colectiva ya personal. Cabe sin
embargo preguntarse si este encomio generalizado no se corresponde con una
óptica humanista que acaso ve la paja en el ojo ajeno y olvida la viga que
perturba el propio. Habrá por tanto que referirse al “modo de producción” de la
lectura.
El
silencio del lector
La historiografía sobre la lectura parece
dejar claro que la literatura oral no
constituyó un simple estadio anterior a la aparición de la literatura escrita.
Al menos en el mundo griego, escritura y oralidad, ocupaban dos espacios
distintos y pertinentes, relacionados con distintas y pertinentes funciones
tanto en el terreno de la lírica como en el de la épica. En su origen, la
escritura en cuanto inscripción se constituía en la voz de las cosas muertas,
en tanto que la palabra oral era la propia de los hechos correspondientes a los
seres animados, y su transcripción –su escritura- es producto de una lenta
evolución, ligada a la aparición de la ciudad-estado, con su necesidad de fijar y establecer “señas de identidad”
comunes. A este respecto no deja de ser clarificador que sea Pisístrato, el
tirano ateniense, quien encargue la transcripción de los poemas homéricos.
También parece probado que ello no supuso la desaparición de la declamación
oral. Durante siglos –que abarcan toda la Grecia clásica y la época de Roma-,
la lectura del “texto” iba a realizarse en voz alta.
Esta forma de lectura sitúa al “lector-oyente”
en una posición singular, en una posición comunal. El “lector”, en la lectura
oral, es un lector colectivo: oye con los demás, lee con los demás, y este
hecho modifica su aprehensión de las palabras. En una lectura de este tipo el
lector tiende a oír de manera casi inevitable los significados comunes. El
lector sabe que el texto no está destinado a él sino a un nosotros del que él
es y se siente parte: el público. Y lee desde esa posición. Es lector en cuanto
forma parte de un colectivo, llámese éste comunidad, ecclesia o casta senatorial. Desde esa posición, repito, el
lector-oyente busca en las palabras lo común, lo que están oyendo los demás, lo
que oye la comunidad.
Esta lectura colectiva varía radicalmente con
la aparición del lector silencioso, con la aparición de esa forma de lectura en
soledad y silencio que hoy tendemos a identificar con la lectura. El desarrollo
de esta nueva forma de lectura está asociado a la imprenta, aunque sabemos que
ya con anterioridad hubo lectores silenciosos. La expansión del comercio de
libros está estudiada con cierto detenimiento y conocemos su importancia en la
Roma imperial o en la época de esplendor del Gran Bizancio. Pero sabemos
también que esos lectores silenciosos, por numerosos que puedan haber sido, se
inscribían dentro de una práctica general en la que la lectura oral seguía
constituyendo el paradigma de la lectura. Leía en silencio aquél que no tenía
acceso, por causas diversas, a la lectura colectiva, del mismo modo que sabemos
que, durante mucho tiempo, incluso la lectura en soledad era realmente una
lectura en voz alta en la que el lector oía sus propias palabras. Sabemos
también que la aparición de la imprenta no desterró radicalmente la práctica de
la lectura en comunidad, aunque la fue desalojando progresivamente desde su
antigua posición central hacia márgenes casi anecdóticos. El convento, la
familia, la fábrica.
La importancia de la era Gutenberg reside en
que incorpora una actitud lectora radicalmente distinta a la anterior. En la
lectura silenciosa, ya no parece haber entre el texto y el lector ninguna
instancia intermedia. El lector lee solo, desapareciendo así aquella
disposición a leer en las palabras lo que están leyendo los demás, la
disposición a leer los significados comunes. El lector silencioso, al menos en
apariencia, lee desde su libertad propia. La lectura se hace libre. Y no es de
extrañar que con esa libertad en la lectura nazca la libre interpretación.
Recuérdese a Lutero y la tradicional desconfianza de la Iglesia católica hacia
la lectura. Con la lectura libre nace, podemos decir, la censura.
El lector silencioso tiene a su alcance la
posibilidad (y el riesgo) de creer que es él –y sólo él- el que da vida a las
palabras del texto y la posibilidad (y el riesgo) de pensar que esas palabras
están escritas para (sólo) él. En otras palabras, el lector silencioso puede
llegar a imaginar que él es el propietario de las palabras del texto. Y es esa
posibilidad la que tiende a llevarlo a buscar en las palabras no ya su
significado común sino un significado singular, propio, particular, egoísta y
narcisista. El lector silencioso tiende, por la propia naturaleza de su forma
de lectura, a apropiarse de manera individual del significado de las palabras,
de las frases, de los párrafos, de las historias, de las novelas. El lector
silencioso se siente propietario del texto. Siente el texto como una propiedad
privada. (También el escritor será víctima interesada de ese espejismo). De ahí
nacerá esa idea, de corte romántico, que concibe la lectura como un “diálogo en
la intimidad”. “El reflujo de las palabras leídas –escribe Emilio Lledó- llega,
por así decirlo, a la playa de la intimidad”.
La lectura silenciosa o privada crea la
apariencia de una soledad productiva. Soledad, porque el lector se retira del
mundo; productiva, porque desde la lectura construye una idea del mundo y una
idea de sí mismo. Y, sean cuales sean esas ideas, parece claro que ese lector
podrá concluir que el mundo se puede conocer sin actos, es decir,
quietistamente, y que su “yo” está en condiciones de construirse fuera de la
mirada ajena.
La experiencia básica de la lectura silenciosa
reside en el descubrimiento de la no necesidad de los otros para vivir una
existencia plena, es decir, aquélla en que se da un acuerdo entre el “yo” y el
medio. Este descubrimiento –o espejismo, o tentación- es un movimiento
psicológico inherente al propio acto de la lectura privada, lo que no implica
que sea siempre su resultado. Pero, para que no sea así, se va a requerir la
presencia de otros factores que desprivaticen la lectura.
En el mencionado diálogo platónico, insiste
Sócrates en que el mayor peligro de la lectura reside en la imposibilidad de
contrastar las palabras escritas; en la imposibilidad de refutarlas, que diría
Popper. Cierto es que en el proceso de lectura se produce un contraste entre
las palabras del texto y, digámoslo así, las palabras propias; pero ese
contraste sin testigos no tiene fuerza suficiente como para alejar el peligro.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2008, pp. 31-39. ISBN: 978-84-936232-7-2.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: