Las peras de Dios
[de Los brazos de la i griega (1982)]
«Un día, la abuela dijo que iba a transformar
en perales todos los membrillos de la casa de Arganza. La tierra allí es muy
buena. Como además los injertos habían venido de los mejores viveros, y las podas se hacían bajo la mirada de la propietaria, a nadie debería haberle
extrañado el cosechón de peras de aquel verano.
Por fin en la casa de los abuelos iba a
hacerse algo rentable. Después del litigio de las colmenas, de las minas de
carbón en Fabero; terminados los trámites y los edictos inocultables de la
quiebra de la fábrica de cemento. Ahora iba a ser la riqueza al por mayor de la
peraleda, los disciplinados árboles que la abuela bajaba a revisar mañana y tarde,
más apagado cada fruto por el lado de la sombra, con indicios prometedores en
la cara del sol. Había que acertar con el momento para la recolección. Una
decisión que sólo podía corresponder a la abuela Társila. Ni siquiera Pedro, el
hombre de la huerta, porque una cosa era la huerta de antes y otra cosa la
explotación comercial. Y mucho menos el abuelo Criso.
Una mañana cálida en que ni siquiera se había
notado rocío, la abuela arrancó la unidad primera de la cosecha, en un gesto
que empezaron a seguir una cuadrilla de temporeras. También los chicos, mis
hermanos y yo con los primos de Camponaraya nos pusimos a la tarea. Las
arrancábamos con su rabillo, y parecía increíble que las peras fueran tan
sensibles que un pequeño golpe las manchase con un cardenal, una especie de
estigma que acaso les quedaría para siempre. Luego las colocábamos en el sitio
más seco del almacén y allí se quedaban para que les diera el aire, o sea la
corriente de aire. Justo el peligro que más temía para su salud el abuelo Criso,
no la abuela Társila que siempre dijo que lo de estar entre corrientes son
gaitas. El abuelo, cada vez más a menudo, jamás se ocupaba de las empresas
prácticas. Él pasaba las horas en su especie de torre haciendo cosas con sus
papeles y sus pájaros que nadie sabía exactamente qué cosas eran, salvo cuando
tocaba el violín, que hasta los gatos sabían que eran las czardas* de Monti… En
fin, pronto se cayó en que la recogida hubiera debido hacerse unos días antes,
en el momento mismo en que empieza el cambio de color, para que el fruto
separado madure de por sí y resista para la venta.
“Y ahora el colmo –la abuela arrojó el ABC que
acababa de llegarle-, los del Ministerio que van a traer las peras del
extranjero. Diez mil toneladas de peras para que los otros nos compren
zapatos”.
No era fácil el asunto. Pero el orgullo de la
abuela lo convirtió en imposible. Mejor regalarlas, decidió sin esperar a
razones, sólo que las Hermanitas de los Ancianos en la ciudad rechazaron la
donación porque las peras no se las entregaban a portes pagados, y la abuela
Társila redobló su desdén y dijo que mejor comerlas. Por la mañana, en el
desayuno, hubo una “indicación” sobre la costumbre de empezar el día con fruta,
propia de las naciones más adelantadas. El primo Carlos lo corroboró y con
aquella unción un poco cínica de seminarista bendijo la fuente donde alternaban
escasas manzanas con un puñadito de aceroles y una colección generosa de “lo de
casa”. A mí la experiencia de la fruta me resultó agradable, y sólo sentí que a
los dos o tres días desaparecieran las otras variedades para dejar en solitario
a las peras. Menos mal que las peras –la abuela lo leía en voz alta- “contienen
sales minerales muy buenas y hasta proteínas (un poco más si son peras de San
Juan), además de ser diuréticas y refrescantes para el organismo…” Vivíamos la
aventura del verano. Y una vez más éramos muchos a vivirla, después de haber
ido distribuyéndonos por las alcobas innumerables según el reparto variable que
imponía la autoridad de la casa. Pero también eran muchas las peras. La
mermelada de pera está bien con el pan tostado. Se terminaba pronto el pan
tostado y nadie hubiera podido imaginar que la mermelada de pera puede
extenderse sobre un trozo mondadito y natural de pera… La abuela decidió que
era una guerra suya. Se hizo traer libros, incluso franceses, porque ella se
educó con las Esclavas en Valladolid. Y ya no fue sólo el desayuno. Las peras
al gratén aparecieron como sustitutas del pescado o la carne en la comida del
mediodía y en la cena. También hay peras a la Colbert, parece mentira que sean
peras rebozadas, empanadas y fritas. Y timbal de peras. Y arroz, pero poco
arroz, con peras, muchas peras…
Sucedió entonces que las peras empezaron a ser
más que peras. Sucedió el verano de las tetas, ya no sé si éstas eran un
símbolo de las peras o las peras una metáfora de las tetas. “Las blanquillas
son un fruto deleitoso, algo alargado y con la piel muy suave y perfumada
alrededor del pezón”. “La mantecosa francesa es en disminución hacia el pezón y
allí se termina en punta, no así el pezón de la mantecosa dorada que es grueso
y protuberante…” Yo no creo que muchos adolescentes en el mundo se hayan
escondido con el catálogo de unos viveros entre las manos pecadoras. Y era
imposible tropezarse con una mujer sin entrar en las equivalencias. A las
primas les vigilábamos el escote. Yo había calculado por mi cuenta que deben
ser muy hermosos los pechos de las primas temblando en los desvanes, pero el
primo Carlos aleccionó que nunca puede adivinarse cómo los tienen y que mejor
aún que la realidad era la duda. Hay unas peras de Donguindo en tronco de cono
y, según mostraban las ilustraciones del catálogo, “con el pezón graciosamente
salido”. Justo como la profesorita que venía de ayuda para los suspensos en
junio, cuando le orientábamos el ventilador hacia la blusa sin que ella se
maliciase de nada. Pero la Gran Duquesa de invierno. La Gran Duquesa de
invierno a una doble página del catálogo era muy ofrecida por su fruto
voluminoso. El pezón de la Gran Duquesa bajo palabra de los viveros de
Aranjuez, con medalla en varias exposiciones, es “delicadamente moreno”…
“¿Y para confesarse?”, le preguntábamos a
Carlos.
“Exorna,
Dilecte mi, virtutum floribus animam meam”.
O sea, es lo que entendimos, que igual que
imaginar un jardín o un paisaje muy bello. Yo no sé adónde nos hubiera llevado
aquella obsesión si no hubiera sobrevenido lo del abuelo Criso. Entonces fue
cuando desaparecieron. Quizá fueron arrojadas al desperdicio, quemadas, yo no
lo sé. O acaso el suceso ocurrió cuando justamente habíamos alcanzado a
comerlas todas… Lo del abuelo Criso no se lo esperaba nadie. La abuela creería
conocerlo bien: sin perjuicio de las dos comidas principales (con peras) que el
abuelo hacía todavía en el comedor, al propio escritorio abuhardillado le
mandaba para entre horas su compotita de peras. Como que ahí le iba al
solitario el halago del vino tinto y la canela. Pero son terribles los tímidos
cuando se destapan:
“¡Las peras de Dios!”, gritó a media mañana
como un loco, desde el descansillo de la escalera junto a su puerta.
Y esta primera vez que gritaba en su vida llevó su voz retumbando a toda
la casa, plantó como estatuas de sal a todos sus habitantes que no nos
atrevíamos a movernos, hasta que la abuela Társila marchó a encerrarse con unos
pasitos mudos y envejecidos de repente, y a encender como en las tormentas la
vela del Jueves Santo**. Luego cogió –el abuelo- el violín y un envoltorio
pequeño y se marchó de casa con un portazo, hasta que lo sacaron del fondo de
la reguera todo empapado y tiritando… Al primo Carlos se le vio crecer, como
crecía el médico del pueblo cuando había que llamarlo para las diarreas o el
electricista si nos quedábamos sin luz. Era el nieto predilecto, cuando aún no
lo habían expulsado del seminario de Comillas y pudo tranquilizar a la abuela
con que dejando aparte el tono enfadado, la frase del abuelo no era blasfema, y
hasta podría decirse un reconocimiento de la munificencia divina. Él mismo
repitió despacio las palabras, “Las peras de Dios”, y es verdad que en sus
labios parecían una jaculatoria.
La abuela le pidió que aun así no las
repitiera.
“Digamos que todo lo más la irreverencia del
nombre del Señor pronunciado en vano –concluyó Carlos- , y en un arrebato del
abuelo”, en resumen nunca llegó a aclararse por qué aquel día se las habían
puesto con leche en lugar de con vino.»
*czardas: danza húngara que
exigía virtuosismo, sobre todo en ciertas partes de movimientos muy vivos.
** Se refiere a la costumbre de
llevar a la iglesia una vela para la función del Jueves Santo, que luego era
recogida y se encendía en casa para conjurar las tormentas.
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